La más
elevada en rango entre las cuatro virtudes cardinales es la prudencia. He aquí
una idea poco familiar para nosotros, si es que nos dice algo. A este respecto
aún no me he explicado con todo detalle. La prudencia, estrictamente
considerada, no se sitúa al nivel que la justicia, fortaleza y templanza; no es
ni la mayor ni la más bella de cuatro hermanas, sino la madre — por seguir con
la misma imagen — de las virtudes: genitrix virtutum, como la llama
Tomás. Esto significa, hablando ya sin metáforas, que sólo puede haber
justicia, fortaleza y templanza en razón de la prudencia. La prudencia es la
condición previa de la bondad moral (bonitas). De nuevo nos topamos aquí
con el uso común del lenguaje, que a menudo no traza una neta línea divisoria
entre el prudente y el que se despabila o da maña precisamente para eludir esa
bondad («¿Crees que va a dar la cara por su idea? ¡Para eso es demasiado
listo!, ¡demasiado prudente!»). Pero dejemos de momento a un lado este aspecto
lingüístico y abordemos la cuestión que nos interesa: ¿qué quiere darnos a
entender la antigua doctrina de la vida cuando afirma que, siempre y por
necesidad, el hombre es a la vez bueno y prudente; mejor aún, primero prudente
y luego, en razón de su prudencia, bueno? La respuesta es algo no muy alejado
de nuestra manera habitual de pensar y hablar: Para obrar el bien se requiere
un conocimiento previo de la realidad; el que no sabe cómo son y están las
cosas es absolutamente incapaz de hacer el bien in concreto. En
este caso, por ejemplo, no basta la «buena intención» sin más, el querer ser
justo. La expresión tantas veces repetida, «ver las cosas como son», no debe
tomarse a broma; se trata de una elevadísima exigencia y una empresa que
entraña múltiples riesgos. Goethe nos brinda esta sentencia: «En el hacer y
actuar, lo que ante todo importa es captar perfectamente los objetos y
tratarlos conforme a su naturaleza”.
Muy bien
dicho, pero tales objetos no son meras entidades neutras que se ofrecen a la
pura «contemplación», sino cosas que delimitan e integran una situación
decisoria; son, en el sentido más enérgico, lo concreto, que cambia
constantemente y pone nuestro interés en juego, aunque de modo muy indirecto.
Lo que aquí se nos pide es reducir ese interés al silencio, como requisito para
oír y percibir algo. Todo el mundo sabe esto, ya se trate de reconstruir un
accidente de tráfico o, con motivo de un conflicto, ponerse en grado de emitir
un juicio justo. Cuando una de las partes interesadas no acierta a ver los
acontecimientos tal y como se han desarrollado de hecho, no hay esperanza
alguna de arreglar el asunto, ya que no se cumple la primera condición necesaria
para poder continuar. Este primer requisito — de toda decisión
moral — consiste en ver y considerar la realidad. Cierto que el ver no
constituye sino la mitad de la prudencia; la otra mitad es «traducir» ese
conocimiento de la realidad en el decidir y obrar. Podría decirse que la
prudencia es el arte de decidirse bien, o sea correcta y objetivamente, ya
tenga esto relación con la justicia, fortaleza o templanza. Mas ¿no se le pide
aquí demasiado al hombre normal y corriente? Daremos a esta objeción una doble
respuesta. En primer lugar (aunque en definitiva siempre es uno solo, la
persona moral, quien autoriza la decisión y debe asumirla, no pudiendo
desligarse de tal responsabilidad), el conocimiento de la realidad es por
naturaleza una tarea que ha de acometerse solidariamente; en esta
empresa, cada uno necesita de los demás. Por eso los antiguos han estimado
siempre que la instrucción, es decir, el aceptar ser informado de algo, forma
parte integrante de la virtud de la prudencia. Pero, claro está, esa disposición
a dejarse instruir, que al fin y al cabo incumbe únicamente a la persona moral
en lo que toca a la decisión, no debe ser traicionada ni burlada; mirándolo
desde otro ángulo, se hace aquí patente el significado de la presencia pública
de la verdad y también, en el aspecto negativo, su encubrimiento público (por
ejemplo mediante la manipulación publicista del idioma o su abuso en los medios
de comunicación social), tanto para la colectividad como para el que ha de
tomar la decisión.
La
segunda faceta de mi respuesta (a la pregunta de si, al exigírsele al hombre
medio ser «prudente», no se le pide demasiado) es la siguiente: por prudente o
«sabio» no se entiende aquí «docto», ni instruido en la acepción ordinaria de
esta palabra. Se requiere, con todo, cierta especie de «sabiduría», que por
otra parte es accesible a cualquiera. Se trata de aquella objetividad
desinteresada de la que habla un retruécano latino muy traído y llevado en
Europa durante siglos, hasta el punto de convertirse en tópico: Cui sapiunt
omnia prout sunt, hic est vere sapiens, «Al que le saben todas las cosas
como son, ése es el verdadero sabio».”
Pieper, Josef: Antología,
Herder, Barcelona, 1984, 61-64.