Introducción del
director de The REMNANT: Durante
estos tiempos de cariz apocalíptico debemos tener presente que a pesar de la
profunda apostasía que se ha ido extendiendo por el mundo en las últimas
décadas, Dios no nos ha abandonado.
Buenos sacerdotes de todo el mundo están
respondiendo a la llamada de los despojados fieles para mantener la lumen
Christi en medio de las tinieblas que actualmente envuelven el
mundo entero. En estos momentos de desolación, muchos de ellos empiezan a
entender los entresijos de la revolución modernista que ha diezmado la Iglesia
Católica, ha acabado prácticamente con el venerable Rito Romano y ha terminado
por dejarnos abandonados cerrándonos la puerta de los templos.
En vista de este castigo, cuando tantos
obispos han huido llevándose con ellos los Sacramentos que nos deben dar, nos
alegramos de que haya al menos unos pocos buenos pastores que hayan roto las
cadenas de la colegialidad para traernos el consuelo de la verdad de Cristo y
llamar a las ovejas dispersas de vuelta a la protección del redil.
Está claro que no estamos solos. Dios está
volviendo a suscitar profetas.
Millones de católicos se las ven y se las
desean para comprender lo que ha pasado en las últimas semanas. En este Domingo
de Pasión, el arzobispo Viganò nos ha hecho el honor de concedernos una
entrevista en la que nos brinda una orientación franca y cristocéntrica.
Nos recuerda en primer lugar que «la
enfermedad -y por lo tanto las epidemias, los sufrimientos y la pérdida de
seres queridos- es algo que debemos aceptar con actitud de fe y humildad, e
incluso como expiación por nuestros pecados personales». Debemos
permitir que este azote nos ablande el corazón y nos conduzca al
arrepentimiento y a volver a Dios.
A continuación, exhorta a todos los católicos
bautizados a tener presente que la desesperación es impensable y que debemos «soportar
estas pruebas en expiación por los pecados ajenos, por la conversión de los que
no creen, y para abreviar el tiempo que deben pasar en el Purgatorio las ánimas
benditas».
«Si algo tan terrible como el Covid-19 puede
resultar una oportunidad de progresar en la Fe y en la Caridad activa», también
puede brindar a nuestros pastores la oportunidad de resolver ablandar su
corazón y comprender que no deben seguir «ofendiendo la majestad de Dios» y
desobedeciendo a su Madre: «Nuestra Señora de Fátima pidió al Papa y a los
obispos que consagraran Rusia a su inmaculado corazón -recuerda monseñor
Viganò-, y anunció que mientras eso no se hiciera habría guerras y catástrofes.
No han hecho caso de sus exhortaciones. ¡La Jerarquía tiene que enmendarse y
hacerle caso a la Madre de Dios!»
¿Cómo debe responder, entonces, la Iglesia a
la actual crisis?
Advierte Su Excelencia que «es
imprescindible e impostergable una auténtica conversión del Papa, los obispos y
todo el clero, así como de los religiosos». Los obispos en
particular «deben
volver a tomar conciencia de su autoridad apostólica», porque ya
basta de «caminos
sinodales», «del hipócrita diálogo en lugar de
anunciar intrépidamente el Evangelio». Por eso los obispos deben
dejar de «enseñar
falsas doctrinas», de tener miedo de «predicar la pureza y la santidad»,
con «silencios
cobardes ante la arrogancia del mal».
Las ovejas los seguirán, pero los pastores
tienen que aprender a apartarnos del mundo y llevarnos de vuelta a Cristo.
Dios bendiga y guarde al arzobispo Viganò. Es
una voz que clama en el desierto, y ruego a nuestros lectores que recen por él
y le pidan a Dios que le conceda la gracia y el valor para seguir haciendo
sonar la voz de alarma antes de que sea tarde. Tanto las naciones como los
hombres tienen que regresar al Dios Todopoderoso para que recuperemos la paz y
la tranquilidad.
Michael
J. Matt
Entrevista al arzobispo Carlo Maria Viganò
Michael
J. Matt: ¿Cómo le parece que deben evaluar los católicos la epidemia de Covid-19?
+ Carlo Maria Viganò: La epidemia de este
coronarvirus, como todas las enfermedades y como la muerte misma, son
consecuencia del pecado original. El pecado de Adán, nuestro primer padre, lo
privó y nos privó no sólo de la gracia divina, sino de todos los elementos
buenos con que Dios había dotado la creación. La enfermedad y la muerte
entraron en el mundo como castigo por desobedecer a Dios. La Redención, que se
nos prometió en el Protoevangelio (Génesis 3), se profetizó en el Antiguo
Testamento y se completó con la Encarnación, Pasión, muerte y Resurrección de
Nuestro Señor, libró a Adán y a sus descendientes de la condenación eterna;
pero quedaron consecuencias como señal de la Caída que no serán corregidas
hasta la resurrección de la carne, como anunciamos en el Credo, la cual tendrá
lugar antes del Día del Juicio. Esto hay que tenerlo presente, sobre todo en un
momento en que se desconocen o niegan las enseñanzas fundamentales del
Catecismo.
Los católicos sabemos que la enfermedad -y
por lo tanto las epidemias, los sufrimientos y la pérdida de seres queridos- es
algo que debemos aceptar con actitud de fe y humildad, e incluso como expiación
por nuestros pecados personales. Gracias a la Comunión de los Santos, que
permite que los méritos de todos los bautizados se transmitan al resto de la
Iglesia, podemos soportar también estas pruebas en expiación por los pecados
ajenos, por la conversión de los que no creen, y para abreviar el tiempo que
deben pasar en el Purgatorio las ánimas benditas. Algo tan terrible como el
Covid-19 puede resultar una oportunidad de progresar en la Fe y en la Caridad
activa.
Como hemos visto, si sólo tenemos en cuenta
el aspecto clínico de la enfermedad -la cual, lógicamente, debemos combatir por
todos los medios a nuestro alcance-, se excluye totalmente el lado
trascendental de nuestra vida, y perdemos por consiguiente la perspectiva
espiritual y terminamos irremediablemente en un egoísmo ciego y desesperado.
Varios
obispos y sacerdotes han afirmado que «Dios no castiga» y que entender el
coronavirus como una plaga supone una «mentalidad pagana». ¿Está de acuerdo?
Como dije, el primer castigo se aplicó a
nuestro primer padre. Ahora bien, como leemos en el Exultet que se canta en la
Vigilia Pascual, O felix culpa, qui talem ac tantum meruit
habere Redemptorem!, feliz culpa que nos hizo acreedores a tan
gran Redentor.
Un padre que no castiga a sus hijos no los
quiere; es negligente con ellos. El médico que se queda cruzado de brazos
mientras ve cómo su paciente empeora y termina siendo víctima de la
gangrena, no quiere que se recupere. Dios es un Padre que nos ama, porque nos
enseña lo que debemos hacer para merecer la felicidad eterna en el Paraíso.
Cuando desobedecemos sus mandamientos pecando, no nos deja morir sino que sale
a nuestro encuentro y nos manda muchos avisos, que son con frecuencia severos.
Entonces nos enmendamos, nos arrepentimos, hacemos penitencia y nos
reconciliamos con Él. «Sois mis amigos si hacéis lo que Yo os digo.» A mí me
parece que las palabras de Nuestro Señor no dejan lugar a dudas.
Me gustaría añadir que la verdad sobre un
Dios justo que premia a los buenos y castiga a los malos es parte del legado
común de la ley natural que hemos recibido del Señor a lo largo de la historia.
Una vocación irresistible a nuestro paraíso terrenal que demuestra a los mismos
paganos que la Fe católica es el necesario cumplimiento de lo que le indica
todo corazón sincero y bien dispuesto. Me sorprende que hoy en día, en vez de
recalcar esta verdad grabada a fuego en el corazón de todo hombre, los que
simpatizan hondamente con los paganos no acepten lo que la Iglesia siempre
consideró la mejor manera de conquistarlos.
¿Cree
Vuestra Excelencia que hay pecados que acarrean más que otros la ira de Dios?
Cada delito que nos mancha a los ojos de Dios
es otro martillazo sobre los clavos que traspasaron las sagradas y venerables
manos de Nuestro Señor, otro latigazo que desgarra su sagrado Cuerpo, otro
esputo en su adorable rostro. Si nos diéramos cuenta de ello, nunca volveríamos
a pecar. Los pecadores llorarían transidos de dolor por el resto de su vida. Y
sin embargo, ésta es la realidad: durante su Pasión, nuestro Divino
Salvador cargó no sólo con nuestro pecado original, sino con todo pecado que
han cometido y cometerán los hombres. Lo más grandioso es que Nuestro Señor
llegó a morir en la Cruz cuando una sola gota de su preciosísima Sangre habría
bastado para redimirnos a todos. Cujus una stilla salvum facere totum mundum
quit ab omni scelere, como nos enseña Santo Tomás.
Además de los pecados individuales, están los
pecados cometidos por las sociedades, por las naciones. El aborto, que sigue
asesinando niños inocentes durante la pandemia; el divorcio, la eutanasia, la
abominación de los supuestos matrimonios entre personas de un mismo sexo, la
celebración de la sodomía y otras terribles perversiones como la pornografía,
la corrupción de menores, las especulaciones de las élites financieras, la
profanación del domingo y un largo etcétera.
¿Le
importaría aclarar por qué distingue entre pecados individuales y pecados
nacionales?
Santo Tomás de Aquino enseña que toda persona
tiene el deber de reconocer, adorar y obedecer al único Dios verdadero. Del
mismo modo, las sociedades, que se componen de muchos individuos, no pueden
dejar de reconocer a Dios y ocuparse de que sus leyes permitan a los miembros
de la sociedad llegar a la meta espiritual a la que están destinados. Hay
naciones que no sólo hacen caso omiso de Dios, sino que lo niegan abiertamente.
Las hay que exigen a sus ciudadanos que acepten leyes que contravienen la moral
natural y la doctrina católica, como las que reconocen el derecho al aborto, la
eutanasia y la sodomía. Otros corrompen a los niños y vulneran su inocencia.
Quienes consienten que se blasfeme la divina majestad de Dios no pueden quedar
impunes ante Él. Los pecados públicos exigen confesión y expiación públicas
para que Dios los perdone. No olvidemos que la Iglesia, que también es una
sociedad, no está exenta de los castigos divinos cuando sus dirigentes son
culpables de ofensas colectivas.
¿Afirma
Vuestra Excelencia que la Iglesia puede tener culpa?
La Iglesia siempre ha sido impecablemente
santa, porque es el Cuerpo Místico de Nuestro Señor y Salvador. No sólo sería
temerario, sino incluso blasfemo el menor atisbo de considerar que esta divina
institución, que la Providencia instaló en el mundo para proporcionarlos la
Gracia a todos como única Arca de Salvación, pueda ser mínimamente imperfecta.
Las alabanzas que cantamos a la Madre de Dios –a la que llamamos precisamente Mater
Eclessiae–, se pueden cantar también de la Iglesia, mediadora de
todas las gracias a través de los sacramentos; Madre de Nuestro Señor, cuyos
miembros genera. La Iglesia es al Arca de la Alianza que custodia el Santísimo
Sacramento y los Mandamientos. La Iglesia es Refugio de los Pecadores, a los
que otorga el perdón tras una buena confesión. Es Salud de los Enfermos, a los
que siempre ha prodigado cuidados. Reina de la Paz, que promueve la armonía con
la predicación del Evangelio. Pero también es terrible como un ejército en
orden de batalla, porque Nuestro Señor ha concedido a sus sagrados ministros
potestad para aplastar demonios y la autoridad de las Llaves del Cielo. No
olvidemos que la Iglesia, además de ser Iglesia Militante en este mundo, es
Iglesia Triunfante e Iglesia Purgante, los miembros de las cuales son todos
santos.
Pero hay que decir igualmente que aunque la
Iglesia sea santa, algunos de sus integrantes y de los miembros de la jerarquía
en la Tierra pueden ser pecadores. En los tormentosos tiempos que vivimos, hay
muchos sacerdotes indignos de ser llamados tales, como se ha visto en los
escándalos y abusos protagonizados por algunos de ellos, desgraciadamente hasta
por obispos y cardenales. La infidelidad de los pastores sagrados es un
escándalo para sus hermanos en el sacerdocio y para muchos fieles, no sólo en
lo relativo a la lujuria o a la ambición de poder, sino también -y yo diría que
sobre todo- en lo referente a la integridad de la Fe, la pureza de la doctrina
de la Iglesia y la santidad moral. Han llegado a cometer acciones de una
gravedad inusitada, como pudimos observar en la adoración del ídolo de la
Pachamama en el propio Vaticano. La verdad es que me parece que el Señor está
justamente indignado con la muchedumbre de escándalos cometidos por quienes por
ser pastores deberían dar ejemplo a la grey que se les ha confiado.
No olvidemos que el mal ejemplo de muchos
miembros de la jerarquía es algo más que un escándalo para los católicos: es un
escándalo para los que no pertenecen a la Iglesia y tienen a ésta como un faro
y un punto de referencia. Y eso no es todo; el azote que estamos padeciendo no
puede dispensar a la jerarquía eclesiástica de hacer el debido examen de
conciencia por haberse dejado subyugar por el espíritu del mundo. No puede
eludir su deber de condenar enérgicamente todos los errores a los que ha dado
cabida desde el Concilio, y que le han acarreado todos estos justos castigos.
Tenemos que enmendarnos y volver a Dios.
Me duele tener que decir que aun después de
ver cómo se derrama sobre el mundo la cólera divina seguimos ofendiendo a la
majestad de Dios al decir que la Madre Tierra exige respeto, como
dijo hace unos días el Papa en su enésima entrevista. Lo que debemos hacer es pedir
perdón por el sacrilegio cometido en la Basílica de San Pedro, y volver a
consagrarla antes de que se puede decir allí nuevamente el Santo Sacrificio de
la Misa. Hay que convocar también una procesión pública en señal de penitencia,
aunque sólo participen prelados dirigidos por el Sumo Pontífice. Tienen que
implorar la misericordia de Dios para ellos y para su pueblo. Sería la
verdadera manifestación de humildad que todos esperamos para reparar las
ofensas cometidas.
No podemos ocultar nuestro estupor al oír
palabras como las pronunciadas en la casa de Santa Marta el pasado día 26. El
Papa dijo: «Que el Señor no nos encuentre, al final de nuestras vidas, y diga
de cada uno de nosotros: “Te has pervertido. Te has desviado del camino que te
había indicado. Te has postrado ante un ídolo”». Son palabras que causan gran
desconcierto, sobre todo teniendo en cuenta que él mismo cometió un terrible
sacrilegio a la vista y al oído del mundo entero, ante el mismo Altar de la
Confesión en San Pedro; una auténtica profanación, un acto de apostasía, con
esas asquerosas y satánicas imágenes de la Pachamama.
El
día de la Anunciación de Nuestra Señora, los obispos de Portugal y de España
consagraron sus respectivas naciones al Sagrado Corazón de Jesús y el
Inmaculado Corazón de María. Otro tanto hicieron los prelados de Irlanda,
Inglaterra y Gales. En muchas diócesis y localidades, los obispos y las
autoridades municipales han puesto a su ciudad bajo la protección de María
Santísima. ¿Qué piensa Vuestra Excelencia de dichos actos?
Son actos que me llenan de esperanza. Aunque
no son suficientes para expiar nuestras culpas, las máximas autoridades de la
Iglesia no se han dado por enteradas, aunque los creyentes de a pie llevaban
mucho tiempo clamando por que sus pastores realizasen esos actos solemnes.
Nuestra Señora de Fátima pidió al Papa y a los obispos que consagraran Rusia a
su inmaculado corazón, y anunció que mientras eso no se hiciera habría guerras
y catástrofes. No han hecho caso de sus exhortaciones. ¡La Jerarquía tiene que
enmendarse y hacerle caso a la Madre de Dios! ¡Es una vergüenza y un escándalo
que ningún obispo de Italia se haya adherido a tan importante iniciativa!
¿Cómo
evalúa la suspensión de sacramentos que observamos en casi todo el mundo?
Es un padecimiento terrible para los fieles,
posiblemente el peor que han conocido hasta la fecha. Parece mentira que se les
pueda negar a los moribundos.
En la actual situación, parece que, con
escasas excepciones, la Jerarquía no ha tenido escrúpulos para cerrar las
iglesias y evitar que participen los fieles del Santo Sacrificio de la Misa. Se
han comportado como fríos burócratas que cumplen las órdenes del sátrapa,
y la mayoría de los fieles lo han visto como una demostración de falta de fe. Y
no me extraña nada.
Me pregunto -y da miedo pensarlo- si el
cierre de los templos y la suspensión de todo acto de culto no será otro
castigo de Dios, además de la pandemia. «A fin de que conociesen cómo por
aquellas cosas en que uno peca, por esas mismas es atormentado » (Sab. 11,17).
Con lo ofendido que está el Señor por la negligencia y las faltas de respeto de
sus sacerdotes; con lo indignado que está por las profanaciones del Santísimo
Sacramento que tiene lugar cada día cuando se da de comulgar en la mano; con lo
harto que está de cancioncillas estúpidas y de homilías heréticas, todavía se
contenta desde el silencio del Sagrario con la alabanza austera y formal de
muchos sacerdotes que todavía dicen la Misa de siempre. La Misa que se remonta
al tiempo de los Apóstoles. La que siempre ha sido el corazón cuyos latidos han
movido a la Iglesia a lo largo de los siglos. Tengamos presentes esta sobria
advertencia: Dios no se deja burlar.
Entiendo perfectamente y comparto la
preocupación esencial y las medidas de protección impuestas por las autoridades
para salvaguardar la salud pública. Pero del mismo modo que tienen derecho a
aprobar leyes relativas a los que afecta a nuestro cuerpo, las autoridades
eclesiásticas tienen el derecho y el deber de velar por la salud de las almas.
No pueden negar a los fieles el alimento espiritual que obtienen de la
Eucaristía, por no hablar del Sacramento de la Confesión, la Misa y el Viático.
Cuando tantas tiendas y restaurantes estaban
todavía abiertos, muchas conferencias episcopales ya habían suspendido todo
acto de culto, y eso que ni siquiera se lo habían exigido aún las autoridades
civiles. Eso es otra prueba del lamentable estado de la Jerarquía; demuestra
que los obispos están gustosamente dispuestos a sacrificar el bien de las almas
para contentar a las autoridades establecidas o a la dictadura del pensamiento
único.
A
propósito de los restaurantes abierto. ¿Qué opinión le merecen las comidas
que se han servido a los pobres en los últimos meses en lugares de
culto?
Para los católicos, ayudar a los necesitados
es una obra de caridad. Nos recuerda que Dios es caridad. Debemos amar a Dios
sobre todas las cosas con todo nuestro corazón, y al prójimo por amor de Él.
Por eso, de acuerdo con las bienaventuranzas, podemos ver al Señor en los pobres,
los enfermos, los presos y los huérfanos. Desde el mismo principio, la
Iglesia ha dado siempre un ejemplo magnífico en ese sentido. Los mismos paganos
nos admiraban por ello. La Historia da cuenta de las numerosas e impresionantes
labores de asistencia iniciadas por la generosidad de los fieles, incluso en
épocas de gran hostilidad por parte de las autoridades civiles. Muchas veces
las autoridades se han adueñado de dichas entidades siguiendo órdenes de la
Masonería, que despreciaba las grandes obras de muchos buenos católicos. Ayudar
a los pobres y los marginados no es algo que empezara con Bergoglio ni con
organizaciones alineadas según una ideología determinada.
Ahora bien, es significativo que la nueva
insistencia en la ayuda a los pobres, además de no hacer la menor referencia a
lo sobrenatural se limita a las obras de misericordia corporales, evitando
cuidadosamente las espirituales. Y no acaba ahí la cosa; este pontificado ha
eliminado toda forma de apostolado, y dice que la Iglesia no debe realizar actividades
misioneras, a las que califica de proselitismo. Que sólo podemos proporcionar
comida, alojamiento y atención médica, pero nadie está facilitando alimento,
hospedaje o atención médica a las almas que los necesitan con tanta urgencia.
La Iglesia actual se ha convertido en una ONG filantrópica. Pero la verdadera
Caridad no es un derivado de su sucedáneo masónico, por mucho que se procure
disimularlo con un vago barniz de espiritualidad; es todo lo contrario, porque
la solidaridad que se estila hoy niega que haya una sola Iglesia verdadera cuyo
mensaje salvífico deba predicarse a todos los que no forman parte de ella. Y
hay más: desde el Concilio la Iglesia ha ido a la deriva y se ha alejado tanto
con cuestiones como la libertad de culto y el ecumenismo que muchas entidades
benéficas confirman actualmente en el error de su paganismo o su ateísmo a las
personas cuyo cuidado se les confía. Hasta les ofrecen locales donde pueden
reunirse para rezar. Hemos visto asimismo casos deplorables de misas en las que,
a petición expresa del celebrante, en vez del Santo Evangelio se lee el Corán
o, como ha sucedido últimamente, se ha practicado la idolatría en templos
católicos.
Yo diría que la idea de transformar las
iglesias en refectorios o dormitorios para los necesitados es prueba de esa
hipocresía de fondo que, como hemos observado con el ecumenismo, utiliza algo
en apariencia loable (por ejemplo, dar de comer al hambriento o acoger a los
refugiados) como instrumento para cumplir progresivamente el plan masónico de
instaurar una gran religión universal sin dogmas, sin ritos y sin Dios.
Utilizar una iglesia como si fuera un albergue, en presencia de prelados de
obispos pagados de sí mismos que sirven pizzas y chuletas con un mandil sobre
la sotana, equivale a profanarla. Sobre todo cuando esos que se muestran
sonrientes ante los fotógrafos se guardan de abrir la puerta de su palacio
episcopal a quienes, en el fondo, consideran útiles para sus fines políticos.
Volviendo a lo que iba diciendo, me parece que también estos actos sacrílegos
son causa subyacente de la pandemia y de la clausura de los templos.
Por otro lado, yo diría que con demasiada
frecuencia se instrumentaliza la pobreza y la necesidad de tantos desventurados
para aparecer en primera plana. Lo hemos visto en los desembarcos de
inmigrantes transportados por organizaciones constituidas por auténticos
negreros, con la sola idea de poner en marcha la industria de la acogida, que
no sólo oculta mezquinos intereses económicos, sino una disimulada complicidad
con quienes quieren destruir la Europa cristiana comenzando por Italia.
En
otros casos, como en la localidad de Cerveteri aledaña a Roma, las fuerzas del
orden interrumpieron la celebración de una Misa. ¿Cómo reaccionaron las
autoridades eclesiásticas?
Lo de Cerveteri puede haber sido un exceso de
celo por parte de la policía, sobre todo si los agentes estaban estresados por
el clima de alarma que se ha desatado desde el brote de la epidemia. Pero hay
que dejar claro que -y más en un país como Italia en el que rige un concordato
entre la Iglesia y el Estado-, las autoridades eclesiásticas tienen
jurisdicción exclusiva sobre los lugares de culto. La Santa Sede y el ordinario
del lugar deberían haber protestado por semejante incumplimiento de los Pactos
de Letrán, confirmados en 1984 y que siguen vigentes. Una vez más, la autoridad
de los obispos, que les fue conferida directamente por Dios, se deshace
como la nieve bajo el sol demostrando una pusilanimidad que puede llevar a
cometer abusos peores. Aprovecho la ocasión para pedir una firmísima condena de
estas intolerables injerencias de las autoridades civiles en cuestiones que son
competencia de las eclesiásticas.
El
pasado día 25 el papa Francisco invitó a rezar el Padrenuestro a todos los
cristianos, sean o no católicos, para pedir a Dios que ponga fin a la pandemia,
dando a entender que también podían rezar con él los seguidores de otras
religiones.
El relativismo religioso que ha traído el
Concilio ha llevado a muchos a creer que la Fe católica no es el único medio de
salvación o que la Santísima Trinidad no sea el único Dios verdadero.
En la Declaración de Abu Dabi, el papa
Francisco afirmó que todas las religiones son queridas por Dios. Además de una
herejía, es una forma gravísima de apostasía y una blasfemia. Porque afirmar
que Dios acepta que lo adoren de forma diferente a la revelada significa que no
tienen ningún sentido la Encarnación, la Pasión, la Muerte y la Resurrección de
nuestro Salvador. Equivale a decir que no tiene sentido que la Iglesia exista,
que innumerables mártires hayan dado la vida y que existan los Sacramentos, el
sacerdocio y el Papado mismo
Por desgracia, precisamente cuando debería
hacerse expiación por esos ultrajes a la Majestad de Dios, alguien nos pide que
le recemos junto con quienes se niegan a honrar a su Santísima Madre, y
precisamente en el día de su festividad.
¿Es esa la manera más apropiada de implorar
el fin de la plaga?
También
es cierto que la Penitenciaría Apostólica ha concedido indulgencias especiales
para los aquejados de la enfermedad y para quienes les asistan corporal y
espiritualmente.
Ante todo hay que insistir en que las
indulgencias jamás pueden sustituir a los sacramentos. Debemos resistir
enérgicamente las infames decisiones de algunos pastores que han prohibido a
los sacerdotes confesar y administrar el bautismo. Estas disposiciones, junto
con la suspensión de las Misas y de la Comunión, vulneran el derecho divino y
demuestran que detrás de todo esto anda Satanás. Sólo la Serpiente, enemiga de
nuestras almas, puede inspirar disposiciones que provocan la pérdida espiritual
de tantas almas. Es como si se ordenase a los médicos que no administrasen
tratamientos vitales a pacientes en peligro de muerte.
El ejemplo del episcopado polaco, que ha
ordenado multiplicar las misas para que los fieles puedan asistir sin riesgo de
contagio, debería ser imitado por toda la Iglesia, si es que todavía se
preocupa la jerarquía por la salvación eterna del pueblo cristiano. Es
significativo que en Polonia el impacto de la pandemia haya sido inferior al
que ha tenido en otros países.
La doctrina de las indulgencias no ha sido
barrida por los novatores, y eso es bueno. Con todo, si bien el Romano
Pontífice tiene potestad para distribuir a manos llenas el tesoro inagotable de
la Gracia, no es menos cierto que no se pueden trivializar las indulgencias, ni
considerarlas como una especie de rebajas de fin de temporada. Los fieles han
tenido la misma impresión que en el último Jubileo de la Misericordia, con
motivo del cual se concedió indulgencia plenaria en unas condiciones en que
quien se beneficiaba de ella no era consciente de lo que significaba.
Y por otra parte está el problema de la
Confesión y la Comunión sacramentales necesarias para lucrar la indulgencia, y
que según las normas dictadas por la Penitenciaría se aplazan sine
die con un genérico «apenas les sea posible».
¿Considera
que la disposición sobre la absolución general en vez de individual es de
aplicación en la actual epidemia?
La inminencia de la muerte legitima la
solución a la que siempre ha recurrido generosamente la Iglesia en su celo por
salvar a las almas. Por ejemplo, la absolución general que se da a los soldados
antes de entrar en batalla, o a quienes se encuentran en un barco en naufragio.
Si la situación excepcional de una sala de cuidados intensivos no permite el
acceso de un sacerdote salvo en momentos determinados, y en esos momentos no es
posible escuchar en confesión a los moribundos, creo que la solución propuesta
es legítima.
Ahora bien, si con esta disposición se
pretende crear un peligroso precedente para extenderla más tarde al uso
general, será necesario redoblar la vigilancia para que lo que otorga la
Iglesia magnánimamente en casos extremos no se convierta en la norma.
Recuerdo además que las misas transmitidas
por internet o por televisión no eximen del precepto. Son un modo loable de
santificar el Día del Señor cuando no es posible ir a la iglesia. Pero hay que
tener claro que la vida sacramental no debe sustituirse por una virtualización
de la misma, como tampoco en el orden natural el cuerpo se nutre contemplando
la foto de un alimento.
¿Qué
le gustaría aconsejar a Vuestra Excelencia a quienes tienen el deber de
defender y guiar la grey de Cristo?
Es indispensable e impostergable una auténtica
conversión del Papa, los obispos y todo el clero, así como de los religiosos.
Los laicos la reclaman mientras sufren confundidos por la falta de guías fieles
y seguros. No podemos permitir que el rebaño que nos confió el Buen Pastor para
gobernarlo, defenderlo y conducirlo a la salvación eterna sea dispersado por
mercenarios infieles. Tenemos que convertirnos y ponernos otra vez totalmente
de parte de Dios sin transigir con el mundo.
Los obispos deben volver a tomar conciencia
de su autoridad apostólica, que es personal y no puede delegarse en cuerpos
intermedios como conferencias episcopales o sínodos, que han desnaturalizado el
ejercicio del ministerio apostólico y causado con ello graves daños a la divina
constitución de la Iglesia tal como Cristo la quiso.
Basta de caminos sinodales. Basta de
colegialidad mal entendida. Basta de ese absurdo complejo de inferioridad y
adulación en las relaciones con el mundo. Basta del hipócrita diálogo en
lugar de anunciar intrépidamente el Evangelio. Basta de enseñar falsas
doctrinas y de que dé miedo a predicar la pureza y la santidad de la vida.
Basta de silencios cobardes ante la arrogancia del mal. Basta de disimular
terribles escándalos. ¡Basta de mentiras, engaños y venganzas!
La vida cristiana es una milicia, no un
despreocupado paseo hacia el abismo. A cada uno de los que hemos recibido
órdenes sagradas nos pedirá por ello Cristo cuentas de las almas que hayamos
salvado y de las que se hayan perdido por no haberles advertido y socorrido.
Volvamos a la integridad de la Fe, a la santidad de las costumbres, al culto
que verdaderamente agrada a Dios.
Así que, conversión y penitencia, como nos
exhorta la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia. Pidámosle a Ella, tabernáculo
del Altísimo, que inspire a nuestros pastores una intrepidez heroica para
salvar a la Iglesia y para que triunfe su Corazón Inmaculado.
+Carlo
Maria Viganò
Domingo de Pasión de 2020