NOTA PREVIA: La siguiente carta fue escrita por San
Agustín en tiempos donde las invasiones bárbaras y los crímenes de los herejes
llevaban un terrible dolor y angustia a los fieles cristianos. La Iglesia se
veía devastada y nada parecía sustraerse al desorden y la barbarie. Por eso
mismo es muy propicia para los tiempos que corren. La tiranía sanitaria está
siendo un azote de Dios, para que expiemos, nos purifiquemos, nos convirtamos, nos
volvamos a Él porque por habernos alejado de Él y haberlo expulsado de nuestra
sociedad han venido estos males. Los hombres han dejado al verdadero y único
Dios por “otros dioses”, incluso con la “Democracia” se han erigido en pequeños
dioses de los cuales emana la soberanía y el poder, mediante el cual sus “representantes”
deciden qué es el bien y qué es el mal. Este desorden no puede sino traer el
mayor de los azotes y Dios lo permite para escarmiento, hasta que sea la hora
en que Él intervenga directamente.
Especialmente hay que
recordar esto, aun combatiendo la mentira que nos rodea, resistiendo con todos
nuestros recursos a las medidas tiránicas que nos son impuestas y demás
restricciones, porque hay muchos que se llenan de la palabra “libertad” pero
luego no saben contestar “libertad, ¿para qué?” ¿Para adorar al Dios único y
verdadero, para cumplir su Voluntad y alcanzar el Cielo, o para seguir su vida
liberal de espaldas a Dios?
Al fin, también podemos
preguntarnos si muchos de los que se oponen a la “plandemia” asesina –por
supuesto, pensamos sobre todo en los católicos- no piensan más y sobre todo en
los males del cuerpo, y hasta los temen, que en los del alma. Porque lo que acá
está en juego, sobre todo, es la salvación de las almas. Y casi nadie habla de
ello. Eso es lo que nos vino a advertir la Virgen en Fátima.
Pero los que sólo ponen
el énfasis en la plandemia, sin hacer
mención de que esto es un castigo que la Misericordia de Dios permite para
hacernos abrir los ojos al hecho de que debemos hacer reparación por los
pecados tan graves nuestros, de toda la Iglesia en su conjunto particularmente
quienes la pervierten desde el Vaticano II, quizás están dando a entender, en
esa su preocupación extrema acerca de la salud o la libertad amenazada, que se
olvidan por completo de que no merecemos nada mejor que esto, y que debemos
afrontar esto en primer lugar como una oportunidad de hacer penitencia, pedir
clemencia, insistir en la súplica, y también combatir por las almas, por la
verdad católica y por la Iglesia, y luego recién por la “verdad sanitaria”.
Porque ¿no vale más el alma que lo cuerpo? Lejos de caer en una actitud
victimista y quejosa, o simplemente maniquea, debemos aceptar que no somos
buenos como para poder gozar de la paz que tanto ansiamos. Es hora de volver a
Dios, pero en serio. "Las luchas de la vida terrenal tienen por objeto probarnos", dice Mons. Straubinger. Estamos siendo probados como nunca antes y debemos entender que sólo recurriendo absolutamente a Dios podremos pasar estas tan duras y decisivas pruebas.
“Y no temáis a los que matan el cuerpo, y que
no pueden matar el alma; mas temed a aquel que puede perder alma y cuerpo en la
gehena” (Mt. 10,28)
Carta CXI – Las
invasiones bárbaras
Por San Agustín
Hipona: Finales del año 409.
Agustín saluda en el Señor a Victoriano, señor
amadísimo, hermano muy deseado y copresbítero.
1. Ha llenado de inmenso dolor mi alma tu carta. Me pides que te dé
algunas contestaciones en una obra prolija, cuando a tales desgracias más se
deben prolijos gemidos y lamentos que prolijos libros. Porque el mundo entero se ve afligido de tantas catástrofes, que ya
apenas queda parte alguna de la tierra en que no se cometan y lamenten los
males que tú citas. Hace muy poco tiempo, en aquellas soledades de Egipto, en
que los monasterios, apartados de todo estrépito, parecían estar a cubierto de
toda contingencia, fueron degollados los hermanos por los bárbaros. Creo que no
ignoras las atrocidades que ahora se cometen en las Galias e Italia.
Ya han comenzado a llegar noticias semejantes de las numerosas regiones
de España, que durante tanto tiempo parecían exentas de tales atrocidades. Pero
a qué ir tan lejos. Y ya que los bárbaros no han llegado a nuestra región de
Hipona, los latrocinios de los clérigos
donatistas y circunceliones devastan la Iglesia de tal modo, que los crímenes
de los bárbaros quizá sean más tolerables. ¿Qué bárbaro pudo imaginar, como
éstos, el echar en los ojos de nuestros clérigos cal y vinagre, después de
maltratar los demás miembros con llagas y golpes horrendos? Desvalijan también
las casas de algunos y las incendian; les arrancan los frutos áridos, les
derraman los líquidos y, amenazando a los demás con semejantes venganzas,
obligan a muchos a rebautizarse. Un día antes de dictarte esta carta, me
anunciaban que en un lugar se rebautizaron cuarenta y ocho almas bajo la
influencia de parecidos terrores.
2. Estas cosas no deben causarnos extrañeza, sino dolor. Tenemos que suplicar a Dios que nos libre
de tanta aflicción, no según nuestros méritos, sino según su grande
misericordia. Porque ¿qué es lo que ha de esperar el género humano, estando
todas estas cosas profetizadas hace tanto tiempo en los Profetas y en el
Evangelio? No debemos contradecirnos a nosotros mismos hasta el punto de
creerlas cuando las leemos y quejarnos cuando sentimos que se cumplen. Por
el contrario, aquellos que eran incrédulos cuando leían u oían tales profecías
en los libros santos, deben por lo menos ahora creer, cuando ven que se van
cumpliendo. Así, de estas apreturas, como si estuviésemos en el lagar del Señor
Dios nuestro, no debe de cesar de exprimirse y correr el aceite de los fieles
que confiesan y oran. ¡Cómo cunde el orujo de los infieles y blasfemos! Hay
quienes no dejan de lanzar quejas impías contra la fe cristiana, diciendo que
el género humano no padecía tantas desventuras antes de que esta doctrina se
predicase en el mundo. A ésos es fácil contestarles lo que dijo el Señor: El
siervo que no conoce la voluntad de su señor y hace cosas dignas de azotes,
sufrirá pocos; pero el siervo que conoce la voluntad de su señor y hace cosas
dignas de azotes, sufrirá muchos1. ¿Qué
extraño es que este mundo, que en los tiempos cristianos es como un siervo que
conoce la voluntad de su señor y hace cosas dignas de azotes, sufra tantos?
Miran los impíos con cuánta rapidez se predica el Evangelio y no miran con
cuánta perversidad se le desprecia. Pero
los humildes y santos siervos de Dios, que sufren por duplicado los males
temporales, porque padecen por obra de los impíos y con los impíos, no dejan de
tener sus consuelos con la esperanza del siglo futuro. Por eso dice el Apóstol: No
son los padecimientos de este tiempo dignos de la futura gloria que se revelará
en nosotros2.
3. Dices que no puedes tolerar las palabras de esos que objetan: «Si
nosotros hemos merecido esto por nuestros pecados, ¿por qué los siervos de Dios
son pasados a cuchillo por los bárbaros? ¿Por qué las siervas de Dios fueron
llevadas cautivas?» Contéstales, carísimo, humilde, veraz y piadosamente: «Por mucha justicia que tengamos, por mucha
obediencia que prestemos a Dios, ¿acaso podemos ser mejores que aquellos tres
varones que fueron arrojados al horno de las llamas por mantener la ley de
Dios?3 Y,
sin embargo, lee lo que allí dice Azarías, uno de los tres. Abrió su boca en
medio del fuego y dijo: Bendito
eres, Señor, Dios de nuestros padres y digno de alabanza; y laudable y glorioso
tu nombre para siempre, porque justo eres en todas las cosas que nos has hecho,
y todas tus obras son verdaderas y rectos tus caminos. Y todos tus juicios son
verdad, e hiciste juicios de verdad en todo lo que nos has infligido a nosotros
y a Jerusalén, la ciudad santa de nuestros padres. Porque en verdad y juicio
nos infligiste todo esto por nuestros pecados. Porque hemos pecado y no
obedecimos a tu ley, no escuchamos tus mandamientos para que nos fuera bien. Y
todo lo que nos has infligido, en juicio y verdad lo infligiste, y nos
entregaste en manos de los enemigos, perseguidores, tránsfugas, y de un rey
injusto y pésimo más allá de toda la tierra. Y ahora no podemos ni abrir la
boca. Verdaderamente nos hemos convertido en confusión y oprobio para tus
siervos y para aquellos que te adoran. No nos entregues para siempre por tu
nombre, Señor, y no desprecies tu alianza y no levantes tu misericordia de
nosotros, por Abrahán, que le amó, y por Isaac, tu siervo, e Israel, tu santo,
a quienes dijiste que multiplicarías su linaje como las estrellas del cielo y
las arenas del mar. Porque, Señor, hemos sido reducidos más que todas las
naciones y estamos hoy humillados en la tierra por nuestros pecados4.
Ya ves, hermano, qué varones, qué santos, qué fuertes en medio de la
tribulación. En cuanto podían y en cuanto la misma llama se avergonzaba de
abrasarlos, confesaban sus culpas y no ocultaban las maldades por las que
conocían hallarse digna y justamente humillados.
4. Tampoco podemos ser mejores que el mismo Daniel, de quien dice el
Señor al príncipe de Tiro, por medio del profeta Ezequiel: ¿Acaso eres
tú más sabio que Daniel?5 Es
colocado entre aquellos tres únicos justos que el Señor promete salvar,
mostrando en ellos ciertos tipos de justos que el Señor promete librar; pero de
modo que la liberación los alcance a ellos solos y ni siquiera a sus hijos, a
saber: Noé, Daniel y Job6.
Lee también la plegaria de Daniel, y
verás cómo, reducido a cautividad, confiesa no sólo los pecados de su pueblo,
sino también los propios, y dice que fue reducido a la pena y oprobios de
aquella cautividad por la justicia de Dios por culpa de los pecados. Así
está escrito: Y volví mi rostro al Señor Dios para buscar plegaria y
súplica en los ayunos y en el saco, y oré al Señor, Dios mío, y confesé y dije:
Señor, Dios grande y admirable, que guardas tu alianza y tu misericordia para
los que te aman y para los que guardan tus preceptos; hemos pecado, hemos
obrado contra la ley; nos hemos conducido impíamente, nos hemos retirado y
desviado de tus mandamientos y tus juicios, no hemos escuchado a tus siervos
los profetas, que hablaron en tu nombre a nuestros reyes y a todo el pueblo del
país. A ti, Señor, justicia, y a nosotros confusión de semblante hasta hoy para
el varón de Judá, y para los habitantes de Jerusalén, y para todo Israel, los
que están próximos y los que están lejos en toda la tierra. En ella los has
diseminado por su contumacia, porque te han injuriado, Señor. Y a nosotros
confusión de semblante, a nuestros reyes, a nuestros príncipes y a nuestros
padres, porque nos hemos desviado y no hemos oído la voz del Señor, Dios
nuestro, para acomodarnos a los preceptos de esta ley que dio en nuestra
presencia por manos de sus siervos los profetas. Y todo Israel pecó contra tu
ley y se desviaron para no oír tu voz. Y cayó sobre nosotros la maldición del
juramento que está escrito en la ley de Moisés, tu siervo, porque nosotros
hemos pecado y él estableció sus palabras, las que habló a nosotros y a nuestros
jueces que nos juzgaban, las que habían de descender sobre nosotros grandes
males, cuales nunca hubo bajo el cielo, según las cosas que habían de acontecer
en Jerusalén. Como está escrito en la ley de Moisés, todos estos males cayeron
sobre nosotros y no suplicamos al Señor, Dios nuestro, para que apartara de
nosotros nuestros delitos y para que entendiéramos toda tu verdad. Y vigiló el
Señor Dios a todo su santo y llevó a cabo todo lo que hizo contra nosotros,
porque es justo el Señor Dios en todo el mundo suyo que hizo, y no hemos
escuchado su voz.
Y ahora, Señor, Dios nuestro, que sacaste a tu pueblo de la tierra de
Egipto con mano fuerte y te hiciste un nombre hasta este día, hemos cometido
delitos contra tu ley. Señor, en toda tu misericordia apártese tu ímpetu y tu
ira de tu santa ciudad de Jerusalén y del Monte Santo. Porque por nuestros
pecados y las iniquidades de nuestros padres, Jerusalén y tu pueblo llegaron a
la confusión para todos los que están en derredor nuestro. Y ahora escucha, Señor,
Dios nuestro, las preces de tu siervo y su oración y muéstranos tu rostro en tu
santificación, que ha quedado desierta. Por ti inclina, Señor, tus oídos, y
escucha. Abre tus ojos y ve nuestra ruina y la de tu santa ciudad Jerusalén,
sobre la cual ha sido invocado tu nombre, porque no en nuestra justicia
fundamos nuestra súplica en tu presencia, sino en tu misericordia, que es
grande. Escucha, Señor; apiádate, Señor; mira, Señor, y no tarden por ti, Dios
mío. Porque tu nombre ha sido invocado en tu ciudad, sobre tu ciudad y tu
pueblo. Y todavía hablaba yo y oraba y enumeraba mis pecados y los de mi pueblo7.
Mira cómo primero dijo sus pecados y
luego los de su pueblo. Exalta esa justicia de Dios y pronuncia esa alabanza de
Dios, porque El flagela también a sus mismos santos, no injustamente, sino por
los pecados de ellos. Si dicen estas cosas los que por su excelentísima
santidad tuvieron inofensivos a los leones y a las llamas en torno suyo, ¿qué
deberemos decir nosotros en nuestra humildad, pues estamos tan lejos de
asemejarnos a ellos, por mucha que parezca nuestra justicia?
5. Mas para que nadie piense que aquellos siervos de Dios, que, según
dices, degollaron los bárbaros, debieron librarse de la muerte, como aquellos
tres varones se libraron del fuego y Daniel se libró de los leones, sepan que
aquellos milagros se hicieron para que los reyes que les condenaban a tales
suplicios creyesen que ellos adoraban al verdadero Dios. En el oculto juicio y
misericordia de Dios entraba el mirar de ese modo por la salvación de los
mismos reyes. En cambio, no quiso Dios mirar por el rey Antíoco, que mató a los
Macabeos con crueles suplicios, sino que por los gloriosos padecimientos de
ellos castigó el corazón del endurecido monarca con una severidad más rigurosa.
Y, con todo, mira lo que dice uno de ellos, el que padeció en sexto lugar: Y
después se dirigieron al sexto. Y cuando éste moría torturado en los suplicios,
dijo: «No te engañes respecto a
nosotros. Esto padecemos porque hemos pecado contra nuestro Dios, y nos ha
sobrevenido esto que es digno de nosotros. Pero tú no pienses que quedarás
impune, pues quisiste pelear con tus leyes contra Dios y su ley»8.
Ve asimismo cuan humilde y verazmente son sabios éstos, al confesar que
el Señor los flagela por sus propios pecados. Por eso está escrito: A
quien el Señor ama, le castiga, y flagela a todo hijo que recibe9. Por
eso mismo dice el Apóstol: Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no
seríamos juzgados por el Señor. Mas, cuando somos juzgados por el Señor, nos
castiga para que no seamos condenados en este mundo10.
6. Lee esto fielmente, predícalo fielmente, evítalo cuanto puedas y
enseña a evitarlo, para que no se murmure contra Dios en estas tribulaciones.
Dices que los siervos de Dios, buenos y santos y fieles, cayeron bajo la espada
de los bárbaros. ¿Y qué
interesa que les haya separado de los cuerpos la fiebre o bien el hierro? Dios
no mira en sus siervos con qué ocasión llegan, sino cuáles llegan a Él. Aun
causa mayores sufrimientos la agonía lenta que una muerte rápida. Ya ves que
leemos que es lenta y horrenda una agonía como la que sufrió Job, de cuya
justicia da tal testimonio Dios mismo, que no puede engañarse11.
7. Gravísima es y muy de lamentarse la cautividad de las mujeres castas
y santas; pero no está cautivo su Dios ni abandonará a sus cautivas, si las
reconoce por suyas. También aquellos santos cuyos padecimientos y confesión he
citado por las Santas Escrituras, fueron arrastrados y llevados cautivos por
los enemigos y dijeron estas cosas que ahora leemos y así advirtiéramos que los
siervos de Dios no son abandonados por su Señor. ¿Cómo sabremos qué maravillas
suyas quiere el Señor que acaezcan en la misma tierra de los bárbaros por medio
de estas cautivas? Únicamente no ceséis de gemir por ellas ante el Señor y de
averiguar lo que les haya ocurrido, en cuanto lo permitan Dios y vuestras
posibilidades de tiempo y de medios, o bien qué consuelos les podéis enviar.
Porque una monja, sobrina del obispo Severo, fue llevada hace pocos años
cautiva por los bárbaros, y por una admirable misericordia de Dios fue devuelta
a sus parientes con gran honor. La casa de los bárbaros en que entró la cautiva
comenzó a verse castigada de una repentina enfermedad de sus señores, hasta el
punto de que todos los hermanos, tres o más, si no me engaño, cayeron
peligrosamente enfermos. Su madre advirtió que la muchacha estaba consagrada a
Dios, y creyó que por las oraciones de la monja podría librar a sus hijos del
peligro de muerte. Le pidió que rezase por ellos, prometiendo que, si se
salvaban, la devolverían a sus padres. Ayunó la muchacha y oró y al momento fue
escuchada. Para esto había acaecido todo, según se ve por el éxito. De este
modo, los bárbaros, al recobrar la salud por tan repentino beneficio de Dios,
cumplieron la promesa hecha por su madre, honrando y admirando a la muchacha.
8. Ruega, pues, a Dios, y ruega para que les enseñe a decir tales
razones cuales dirigió a Dios en confesión y oración, entre otras cosas, el
arriba citado y santo Azarías. Porque ellas están en la tierra de su
cautividad, como estaban aquéllos en una tierra en la que ni podían sacrificar
a Dios, según su costumbre. Tampoco pueden éstas ni presentar la oblación ante
el altar de Dios ni encontrar un sacerdote para sacrificar a Dios por medio de
él. Conceda el Señor que sepan decirle lo que dijo Azarías en sus preces
siguientes: No hay en este tiempo príncipe, ni profeta, ni caudillo, ni
holocaustos, ni oblación, ni suplicaciones, ni lugar para el sacrificio en tu
presencia y para hallar misericordia. Pero seamos aceptos a ti por nuestra alma
contrita y espíritu humillado. Como en la muchedumbre de holocaustos de
carneros y toros y en la muchedumbre de rebaños gruesos, así sea hoy nuestro
sacrificio acepto en tu presencia, para que socorras a los que te presentan sus
obsequios, porque no habrá confusión para los que en ti confían. Y ahora te
seguimos con todo el corazón y te tememos y buscamos tu rostro, Señor. No nos
confundas, sino haz con nosotros según tu mansedumbre y según la muchedumbre de
tu misericordia. Líbranos conforme a tus prodigios y da gloria a tu nombre,
Señor. Avergüéncense todos los que hacen mal a tus siervos, y sean confundidos
por tu omnipotencia, y sea quebrantada su fuerza, y sepan que tú eres, Señor,
el único Dios, glorioso en todo el orbe de la tierra12.
9. Si ellas dicen esas plegarias
y gimen ante Dios, las asistirá, sin duda, quien siempre acostumbró a asistir a
los suyos. Así no permitirá que la pasión enemiga contamine sus miembros, o, si
lo permite, dado que el alma no se mancha con torpeza alguna de consentimiento,
libra también del crimen a su cuerpo. Y todo lo que en el cuerpo no fue
cometido ni consentido por la pasión carnal de la paciente, será culpa del solo
agresor. Y cualquier violencia no será estimada como torpeza de corrupción,
sino como herida de pasión. Porque la integridad
de la castidad de la mente vale tanto, que, mientras ella no sea violada, no
puede tampoco ser violada la pureza del cuerpo, aunque puedan los miembros ser
violados. Esta carta, breve para tu deseo, muy prolija para mis ocupaciones
y muy improvisada por las prisas del correo, baste a tu caridad. Mucho más
generosamente os consolará el Señor si leéis con esforzada atención sus
Escrituras.
1 Lc
12,47-48, 2 Rm 8,18, 3 Dn 3,13-23, 4 Dn 3,25-37, 5 Ez 28,3, 6 Ez 14,14, 7 Dn 11,2-30, 8 2M 7,18-19, 9 Hb 12,6, 10 1Co 11,31s,
11 Jb 1,8, 12 Dn 3,38-45.
http://www.augustinus.it/spagnolo/lettere/index2.htm