Es necesario, por tanto, estar
atentos a no emplear en sentido estrictamente teológico los términos “Iglesia
conciliar” e “Iglesia tradicional”, considerando que la Iglesia jerárquica y
romana haya dejado de existir con el Vaticano II y que la verdadera Iglesia de
Cristo subsista sólo en los Pastores y en los fieles vinculados a la Tradición.
La infalibilidad, la unidad y la
antigüedad de la Sinagoga y de la Iglesia (II)
La Tradición católica y la
Tradición gnóstico-judía pervertida (o Cábala)
– Julio Meinvielle
Desaparecido en 1973, el
argentino don Julio Meinvielle retoma y profundiza, estudiando la Cábala judía,
la tesis sostenida en la Contrarreforma por Pighius a la luz de la Sagrada
Escritura y de la Tradición, sosteniendo que Dios, mediante la Revelación,
transmitió a la humanidad, desde el primer hombre, la Verdad sobre los
misterios de su vida íntima (cfr. S. Th., II-II, q. 2, a. 7). Sin embargo,
la Revelación oral primordial comunicada por Dios a Adán fue deformada y
falsificada por la rebelión y la malicia del hombre: «Desgraciadamente, por la
Tradición oral judía (…), bajo la instigación del espíritu del mal, tuvo origen
una Tradición espuria, la gnóstico-cabalista (…). Se parte de
un “dios” indeterminado… que contiene en sí a los contrarios (…mal y
bien…) que se convierte en mundo y hombre. El hombre, en la concepción
gnóstico-cabalista, sería el culmen del proceso de emanación del universo» (J.
Meinvielle, Infusso dello gnosticismo ebraico in ambiente cristiano, Sacra
Fraternitas Aurigarum, Roma, 1988, p. 14 [original: De la Cábala al
progresismo, Ed. Calchaquí, Salta, 1970, ndt]).
Para la Tradición verdadera, la
Tradición católica, el hombre, con un acto de Fe o de firme asentimiento del
intelecto a la enseñanza de Dios, puede conocer los misterios que Dios ha
querido revelar, mientras que para la falsa Tradición gnóstico-cabalista el
hombre no se conforma y no se ajusta a la realidad sino que la elabora y la
construye, mediante un sistema subjetivo y fantasioso, en el que el mundo
y “dios” son la misma cosa (Panteísmo).
Julio Meinvielle explica así la
perversión de la primitiva Tradición (Cábala) judía: «La esclavitud del pueblo
elegido en Egipto (1300 a. C.) y la esclavitud en Babilonia (alrededor del 586
a. C.) provocaron, en el seno de Israel, una inmensa perturbación, y la
Tradición cabalista ortodoxa terminó cayendo en el olvido. Más tarde, cuando se
cumplieron los tiempos, la culpabilidad de los doctores de la Sinagoga
consistió… en el celoso cuidado que tuvieron… de esconder al pueblo la
llave de la ciencia o la exposición tradicional de los Libros sagrados,
por medio de la cual Israel habría reconocido al Mesías. Hacia los últimos
tiempos de Jerusalén (150-100 a. C.), el culto fue invadido… por el Fariseísmo.
La atención de los doctores se dirigió, por tanto, a la teología talmúdica. La
Tradición talmúdica, entonces… desnaturalizada en su parte esencial, recibió la
impura mezcla de las fantasías rabínicas…» (J. Meinvielle, op. cit., Roma,
1988, pp. 21-22).
Según la Tradición católica, Adán
recibe la Revelación de los Misterios divinos de Dios mismo, como afirma Santo
Tomás: «… Al principio, Dios hablaba con los primeros hombres del mismo modo
con el que habla con los ángeles…» (S. Th., II-II, q. 2, a. 7).
Por ello, antes del Pecado
Original, Adán tuvo conocimiento explícito de la Encarnación del Verbo y de la
Santísima Trinidad (cfr. S. Th., II-II, q. 2, a. 7) y con él comienza la
verdadera Tradición, que propone al hombre las verdades naturales y
sobrenaturales necesarias a la salvación.
Esta Tradición fue comunicada al
hombre en tres diferentes “economías”: 1ª) Tradición primordial (Adán); 2ª)
Tradición oral escrita o Ley mosaica (1280 a. C.); 3ª) Tradición evangélica o
Ley Nueva.
Por ello, el pueblo elegido,
antes aún de la Ley escrita de Moisés (1280 a. C.), poseía una Tradición
primordial oral (Cábala ortodoxa), que fue después confiada a un cuerpo
especial de 70 doctores, puestos bajo la autoridad suprema de Moisés y de sus
sucesores (los Sumos Sacerdotes).
– Paul Drach
A las tres economías de la
Tradición católica corresponden tres “contra-economías”: a) la Cábala primera o
luciferina y la Cábala primordial o adamítica post peccatum; b) la Cábala
oral farisea (175 a. C.); c) la tradición escrito anti-mosaico-cristiana
(Talmud, siglos III-V d. C.). En el siglo XIX, un ex-rabino convertido, Paul
Louis Bertrand Drach, profundizó de manera admirable la cuestión de las
relaciones entre la Iglesia de Cristo y la Sinagoga del Antiguo Testamento a la
luz de la Cábala.
Según Drach, la Cábala todavía no
pervertida de la antigua Sinagoga mosaica, no repudiada por Dios [hasta el
Jueves Santo], trataba de la naturaleza de Dios, de sus atributos, «de la
Encarnación y de la Trinidad; esto está probado… también por muchos Rabinos que
se convirtieron al cristianismo leyendo la Cábala [verdadera]. (…) Esta es la
Cábala antigua y verdadera, que distinguimos… de la Cábala moderna, falsa,
condenable y condenada por la Santa Sede, obra de los Rabinos, que falsificaron
y desnaturalizaron del mismo modo la Tradición talmúdica. Los doctores de la
Sinagoga la hacen remontarse a Moisés, admitiendo al mismo tiempo que las
verdades principales que contenía eran conocidas, a través de la Revelación
oral de Dios, por los primeros patriarcas» (P. L. B. Drach, De l’harmonie
entre l’Église et la Synagoge”, Paul Mellier edit., Paris, 1844, tomo 1, pp.
XIII, XXVII).
Es útil en este punto leer cuanto
escribe el Rabino convertido Drach sobre el afirmarse, junto a la verdadera, de
una Cábala nueva y falseada por los Rabinos y por los Fariseos: «[existe] una
Cábala verdadera y sin mezclas, que se enseñaba oralmente [y en privado, entre
los doctores solamente] en la Sinagoga antigua, cuyo carácter es francamente
cristiano [esto es, anunciaba a Cristo como segunda Persona de la Santísima
Trinidad y como Verbo Encarnado y Redentor crucificado]. Existe una segunda
Cábala, falsa, llena de supersticiones ridículas y que se ocupa también de
magia y de medicina… como llegó a ser en manos de los rabinos [fariseos y
saduceos] de la Sinagoga infiel [después del Jueves Santo]… Una parte notable
de la Tradición, cuyo depósito había sido confiado a la Sinagoga antigua,
consistía en las explicaciones místicas, alegóricas y anagógicas del Texto
sagrado; en resumen, todo lo que la Tradición enseñaba sobre… el mundo espiritual
(…). Esta doctrina oral, que es la Cábala, tenía por objeto las más sublimes
verdades de Fe y reconducía incesantemente al Redentor prometido». (Cfr. también: R. Gougenot des Mousseaux, Le judaïsme et la
judaïsation des peuples chrétiens, Paris, 1869, Henry Plon editeur, pp.
509-525).
Indignos pero siempre Sacerdotes
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento
En el Evangelio según San
Juan (XI, 45-53), se lee que Jesús había resucitado a Lázaro, muerto desde
hacía cuatro días, y entonces, «muchos judíos creyeron» (v. 45). Sin embargo,
otros fueron a denunciarle a los fariseos y a los Sumos Sacerdotes (vv. 46-47).
Entonces, «los Sumos Sacerdotes y los fariseos reunieron al sanedrín» (v. 47)
para decretar jurídicamente la condena a muerte de Jesús, que ya habían
decidido en su corazón[i].
El Angélico, en su In
evangelium Ioannis expositio (lección VII, par. II, n. 1567), explica: «a
propósito de aquella reunión del sanedrín, emerge la malicia de los Sumos
Sacerdotes, que querían hacer morir a Jesús […] especialmente de
la condición de sus personas, ya que no se trataba de simples fieles o
gente del pueblo, sino de sacerdotes y fariseos. Antes bien,
los Sumos Sacerdotes estaban a la cabeza de las cosas sagradas». Se
advierte que la “malicia” de los sacerdotes de la Antigua Alianza no se debió a
su vida privada, sino a la incredulidad con relación al Mesías prometido por la
Revelación divina y a su voluntad perversa e incluso deicida de hacerlo morir,
y, sin embargo, son siempre llamados por los cuatro Evangelios “Sumos
Sacerdotes”, igual que Judas es llamado “diablo” por el Evangelio (Jn., VI,
70-71; XIII, 2), pero ninguno entre los Apóstoles, los Padres, los teólogos y
los exegetas consideró a Judas un no-Apóstol o Apóstol sólo en potencia y
materialmente y no en acto o formalmente, sino Apóstol tout court.
Además, la malicia de los
miembros del sanedrín es extrema precisamente porque eran sacerdotes, que,
puestos a la cabeza de las cosas sagradas, en cambio las violan, mientras que
la culpabilidad de los fieles es mucho menos grave en cuanto que les siguen
precisamente porque son sacerdotes. Los jefes sabían claramente, como
enseña Santo Tomás de Aquino (S. Th., III, q. 47, a. 5,6; S. Th., II-II,
q. 2, a. 7, 8), que Jesús era el Mesías y querían ignorar o no querían admitir
que era Dios (ignorancia afectada, que agrava la culpabilidad).
San Juan escribe: «pero uno de
ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año» (v. 49). El Angélico
(lec. VII, par. V, n. 1574) comenta: «la persona que pronunció la sentencia [de
muerte contra Jesús] es indicada mediante su nombre: “Caifás” y
su dignidad: “era Sumo Sacerdote”. A este propósito, debe notarse
que el Señor había instituido (Levítico, VIII) un único Sumo Sacerdote[ii], a cuya muerte debía solamente tomar su relevo un sucesor que habría
ejercitado el oficio de Sumo Sacerdote de por vida. Pero, más tarde, al crecer
la ambición y los litigios entre los judíos, fue permitido que hubiera varios
Sumos Sacerdotes, que ejercitaran por turno dicha dignidad, uno cada año. Ellos,
a veces, compraban el cargo, como narra Flavio Josefo (Antigüedades
judías, lib. XX, cap. 10)».
La simonía, por tanto, existía ya
en la Antigua Alianza, antes de Simón el mago (Hch., VIII, 18), y no era un
impedimento para la legítima detentación de la autoridad por parte de quien la
hubiera comprado sacrílegamente con dinero: los Sumos Sacerdotes simoníacos no
eran considerados Pontífices sólo materialmente o virtualmente y no formalmente
o en acto, sino sólo Sumos Sacerdotes y basta. El “simoníaco”, aunque fuera un
infiel, incrédulo o ateo, que no cree en nada, ni siquiera en Dios, ya que
compra con dinero cosas espirituales como si fueran materiales (cfr. S.
Th., II-II, q. 100, a. 1), tiene la autoridad espiritual que ha comprado
también en la Nueva y Eterna Alianza, aunque haya cometido un pecado mortal de
sacrilegio (San Pío X, Constitución dogmática Vacante Sede Apostolica, 25
de diciembre de 1904; Pío XI, Motu proprio Cum proxime, 1 de marzo de
1922; Pío XII, Constitución dogmática Vacantis Apostolicae Sedis, 8 de
diciembre de 1945)[iii].
La simonía es un pecado contra la
Fe, más aún es su negación total (incredulidad, infidelidad o irreligiosidad) y
no de uno o algunos artículos de Fe (herejía), pero no hace perder la autoridad
a quien la ha usurpado comprándola sacrílegamente. San Jerónimo, en
su Comentario a Mateo IV (XXVI, 57), escribe: «narra Flavio Josefo
que Caifás había comprado con dinero a Herodes el sumo pontificado por un solo
año. No debemos asombrarnos, por tanto, de que este malvado pontífice juzgue
injustamente». El Evangelio prosigue y narra que Caifás dijo entonces: «Es
mejor que muera uno solo por todo el pueblo» (v. 50) y San Juan añade: «esto no
lo dijo por propio impulso sino que, al ser Sumo Sacerdote, profetizó» (v.
51). El Doctor Común de la Iglesia comenta (lec., par. VII, n. 1576): «cuando
un hombre habla usando su propia razón, habla por propio impulso, pero, cuando
habla movido por una causa superior y por inspiración eterna, no habla por
propio impulso»: y más adelante (n. 1577) el Angélico especifica: «habiendo
añadido Juan “al ser Caifás Sumo Sacerdote ese año”, Juan se refiere a
la dignidad pontifical de Caifás para deducir que habló en aquel momento
bajo impulso del Espíritu Santo. Esto nos hace comprender que el Paráclito
impulsa también a los malvados[iv] constituidos en autoridad para que expresen algunas cosas futuras para
la utilidad de sus súbditos». Finalmente (n. 1579), el Aquinate explica que «el
Espíritu Santo no convirtió en buenas su [de Caifás, ndr] mente y
voluntad, las cuales siguieron estando dirigidas al mal, sino sólo su lengua,
para que declarase que se habría cumplido la salvación y la redención del
pueblo».
San Agustín, en
su Comentario a Juan (XI, 49-51, Discurso XLIX), explica: «San Juan
evangelista atribuye a un diseño divino el hecho de que Caifás fuera
Pontífice, esto es, Sumo Sacerdote». Dios quiso que Caifás fuera Sumo Sacerdote
para que decretase con su boca la muerte de Jesús, debida a su mala voluntad.
Sin embargo, Dios impulsó sólo su lengua para profetizar la Redención del
género humano mediante la muerte de Cristo, pero la voluntad de Caifás siguió
siendo mala y él, no obstante todo esto, siguió siendo Sumo Sacerdote.
Inconsistencia del sedevacantismo
aun mitigado
El Evangelio según San
Mateo (XXVI, 65) narra que, cuando Jesús confesó, interrogado por Caifás,
su divinidad, «el Sumo Sacerdote se rasgó las vestiduras». El Aquinate, en
su Catena aurea, trae el
comentario de diferentes Padres de la Iglesia sobre este pasaje, entre los
cuales el de San Jerónimo, que es muy fuerte y debe ser leído en el contexto de
su ‘Homilía 85 sobre el Evangelio de Mateo’ para ser comprendido adecuadamente:
«Caifás, por el hecho de que se rasga las vestiduras, muestra o vaticina que
los judíos han perdido la gloria sacerdotal y que está vacío el trono del
pontífice» (Catena aurea, Expositio in Matthaeum, cap. XXVI, lec. 16, Torino,
Marietti, 1953). Ahora bien, en el contexto de la Homilía 85 de San
Jerónimo in Matthaeum, se lee que «el celo rabioso con el que Caifás rasga
sus vestiduras, fue un vaticinio o una profecía del final del sacerdocio
del Antiguo Testamento, el cual sería remplazado, después del
deicidio y el rasgado del velo del Templo, por el Nuevo y Eterno
Testamento hasta el final del mundo» (Homilia in Matth., 85). Por lo que el
gesto de Caifás, como el rasgado del velo del Templo, muestra, profetiza o
vaticina el final de la Antigua Alianza, pero eso no significa que, según San
Jerónimo, Caifás no era Sumo Pontífice; en efecto, a lo largo de
la Homilía 85 y del Comentario IV a Mateo, San Jerónimo sigue
llamando a Caifás Sumo Pontífice como lo hacen todos los Evangelios y los demás
Padres de la Iglesia.
Melchor Cano (Libri XII de locis
theologicis, Roma, Cucchi, 3 voll., 1900) puso entre los “Lugares teológicos” la
Sagrada Escritura, la Tradición apostólica y patrística, los Doctores
eclesiásticos y la Liturgia, todos los cuales concuerdan en considerar a Caifás
Sumo Sacerdote y a Judas Apóstol, aunque deicidas y diablos, por lo que la
tesis del sedevacantismo aun mitigado (Papado material pero no formal) no está
teológicamente fundada.
San Gregorio Magno, en
su Sermón XLIV, 2, escribe: «Caifás, al rasgar sus vestiduras, se privó de
su decoro de Sumo Pontífice; en efecto, el Levítico (XXI, 10) enseña:
“no rasguéis vuestras vestiduras”. El mismo desgarro que rompe su vestidura y
decoro sacerdotales rasgará pronto por en medio el velo del Templo». También
Santo Tomás, en la Catena aurea In Marcum (XIV, 63), cita a San León
Magno: «rasgándose las vestiduras, Caifás, el Sumo Sacerdote, ignorando el
significado profético de este gesto, se desviste del honor sacerdotal[v], contraviniendo
el Levítico, capítulo VIII: “no rasgues tus vestidos”. […]. Como
demostrando que la Antigua Ley habría terminado, aquel rasgado de su ornamento
sacerdotal es el mismo que poco después habría rasgado el velo del
Templo». Finalmente, el Angelico cita a San Beda: «Caifás se rasga las
vestiduras, la túnica de Jesús no fue rasgada ni siquiera por los soldados que
se la sortearon. Esto es figura del sacerdocio del Antiguo pacto, que
habría terminado por culpa del deicidio, en cambio, la firmeza de la Iglesia,
simbolizada por la vestidura inconsútil de Cristo, no terminará jamás». Además,
todos los versículos de los cuatro Evangelios llaman a Caifás “Sumo Sacerdote”
y ninguno de los Padres que los han comentado afirma que Caifás no fuera Sumo
Sacerdote o que lo fuera sólo virtual o materialmente.
Giuseppe Ricciotti
El abad Giuseppe Ricciotti, en
su Vita di Gesù Cristo (Milano, Mondadori, 5ª ed., 1974, 2º vol.,
par. 562-568, “Il Processo di Gesù davanti al Sinedrio”, pp. 642-648),
llama hasta en seis ocasiones a Caifás “Sumo Sacerdote”; además (página 647,
par. 567), escribe específicamente: «El que interrogaba [a Jesús] estaba
revestido de la Autoridad Suprema y Oficial en Israel. […]. Por peligroso
que fuera, había llegado [para Jesús] el momento de declarar abiertamente su
propia cualidad delante de todo Israel, representado por el Sumo Sacerdote
y por el Sanedrín». Por tanto, se debe concluir con los Evangelistas, los
Padres de la Iglesia, el Doctor Común y los exegetas aprobados, que Caifás era
Sumo Sacerdote como Judas era Apóstol.
Antonino Romeo / Francesco
Spadafora
Monseñor Antonino Romeo, en
el Dizionario biblico dirigido
por monseñor Francesco Spadafora (Roma, Studium, 3ª ed., 1963,
voz “Caifas”, pp. 94-95), escribe: «Caifás, Sumo Sacerdote judío […]
durante 18 años consecutivos (del 18 al 36 d. C.). […]. El consejo de Caifás de
sacrificar a Cristo para salvar al pueblo contiene dos significados, uno
querido por el impío Sumo Sacerdote y el otro por el Espíritu Santo y
expresado por San Juan en el Evangelio». La impiedad de la que habla Mons.
Romeo se refiere a la falta de pietas (S.
Th., II-II, q. 80 y 101), que es una parte potencial de la virtud de la
justicia (II-II, qq. 58-79), la cual nos hace dar a cada uno lo que le es
debido. Por tanto, la piedad con respecto a Dios es la virtud de religión
(ibid., q. 81) y exige la adoración (ibid., q. 84). La simonía (II-II, q. 100)
es un pecado de impiedad o irreligiosidad que consiste en la irreverencia hacia
Dios y hacia las cosas sagradas queriéndolas comprar con dinero. Como se ve,
Caifás y los Pontífices irreligiosos, impíos, ateos o simoníacos pecan
gravemente contra la Fe entera, pero siguen siendo igualmente – jurídica o
canónicamente – Pontífices, aunque moralmente son gravemente pecadores.
Pighius contra Lutero: el Luteranismo
es esencialmente un error eclesiológico
Pero, se pregunta Pighius contra
Lutero[vi], ¿qué une y hace participar a los hombres de la Antigua y la Nueva
Alianza en la única Iglesia de Dios y de Cristo? No es la santidad, la gracia
santificante o la virtud sobrenatural de la Caridad (como querían los
Donatistas y más tarde los Husitas y los Luteranos); de otro modo, los
pecadores no pertenecerían al cuerpo de la Iglesia, la cual, en cambio, es
representada por el Evangelio como una gran red de pesca, que recoge todo tipo
de peces buenos y malos, y por el Pentateuco como el Arca de Noé en la que
estaban todas las especies de animales. Ahora bien, ya en el siglo XIV, el papa
Juan XXII (Constitución Gloriosam Ecclesiam, DB 484 ss.) condenó la teoría
excogitada por los “Fraticelli” de las “Dos Iglesias”[vii], una
espiritual, pobre, pura y santa, de la que hacían parte sólo los
“Fraticelli” con sus “puros” seguidores, y otra carnal, rica, corrupta,
jerárquica, petrina a cuya cabeza está el Papa y el resto de cristianos “normales”.
Herejía esta derivada del error del Montanismo del siglo II, condenada por el
papa San Ceferino (199-217) y de la herejía del Donatismo del síglo V, contra
la que combatieron Optato, obispo de Milevi, en el África mediterránea
correspondiente a la actual Argelia, en el 365, escribiendo 6 libros
titulados De schismate Donatistarum o Contra Parmenianum
Donatistam[viii] (PL
XI, 883-1104; CSEL 26) y San Agustín (Bapt., IV, 17, 24; C. ep. Parm., II,
11, 25; Sermo IV, 30, 33; Ep., XLIII, 1).
Optato de Milevi, en el 365 (De
schismate Donatistarum, II, 2-3), enseña contra los donatistas que no se puede
hacer de la sola Santidad (y además personal) la nota esencial y única de la
verdadera Iglesia de Cristo. Explica claramente, anticipando la confutación
hecha por Pighius del Luteranismo, que las notas de la Iglesia son también la
Catolicidad, la Unidad y la Apostolicidad. Por tanto, la descendencia de los
Apóstoles por sí sola no basta (Apostolicidad material), sino que es necesaria
también su dependencia de Pedro, y de los Obispos del Papa (Apostolicidad
formal). En efecto, Pedro fue la Cabeza del Colegio apostólico y el Papa es la
Cabeza del Cuerpo de los Obispos, por lo que la única Apostolicidad verdadera
(que es la formal, mientras que la Apostolicidad material sola no es
suficiente) se encuentra en la Primera Sede, que es la legítima heredera de la
Cátedra de Pedro, el único a quien Cristo concedió las “Llaves del Reino de los
cielos”[ix].
La doctrina enseñada por Optato
de Milevi se encuentra de nuevo en la común Tradición patrística, la cual
enseña: «En el pasaje del Evangelio de Marcos (VI, 47-56), está escrito
precisamente que la Nave (o sea, la Iglesia) se encontraba en medio del
mar, mientras Jesús estaba solo en tierra firme: ya que la Iglesia no sólo
es atormentada y oprimida por tantas persecuciones por parte del mundo,
sino a veces es ensuciada y contaminada de manera que, si fuera
posible, su Redentor, en estas circunstancias, parecería
haberla abandonado completamente» (San Beda, In Marcum, cap. VI, lib.
II, cap. XXVIII, tomo 4). Y también: «La Iglesia es semejante a una nave que es
continuamente agitada por las olas y por las tempestades, pero no podrá
naufragar jamás porque su palo mayor es la Cruz de Jesús, su timonel es Dios
Padre, el guardián de proa el Espíritu Santo y sus remeros los Apóstoles» (San
Ambrosio, Liber de Salomone, c. 4).
También San Agustín, contra los
mismos Donatistas confutados por Optato, enseña que «pertenecen a la Iglesia no
sólo aquellos que existen hoy, sino incluso los que han existido y existirán
desde Adán y Abel hasta el fin del mundo» (Serm., 341); «La Iglesia no es una
comunidad hecha exclusivamente de Santos, sino una comunión mixta [corpus
permixtum], ya que la intención de Jesús fue la de instituir una comunidad
mixta en la que se encontraran mezclados los buenos junto con los malos» (De
civitate Dei, XVIII, 49; cfr. De doctrina christiana, III, 45 y el
entero De Baptismo contra Donatistas, en Migne, PL, voll. 32-47, Paris,
1841).
CONCLUSIÓN
La Iglesia verdadera, en la que
hay que encontrarse para salvarse, es como una ciudad puesta sobre un monte
para que pueda ser vista y reconocida fácilmente por todos y no sólo por los
filósofos, los teólogos y los “iluminados”. Por tanto, el elemento que
constituye la esencia de la sociedad espiritual o eclesial no puede y no debe
ser invisible como la caridad, la gracia santificante, la predestinación, el
Papado sólo material o virtual. Es necesario un elemento visible y sensible,
perceptible por nuestros sentidos y constatable para todos. El elemento visible
y sensible que une la multitud de los fieles en un solo “Cuerpo Místico, que es
la Iglesia” (Ef., I, 23), consiste en el orden y sumisión de todos a uno que
tiene el primado[x]. En
efecto, no existe y no puede existir ninguna multitud perfectamente reunida y
estructurada (“ratio unitatis”) sin orden interno y sin la ordenación a cierto
primer principio (“ordinatio ad unum”). Este orden “ad unum” existe y
se constata entre los cuerpos celestes, entre los ángeles, que son una
jerarquía de Coros, entre los miembros del cuerpo humano, que dependen de las
órdenes del cerebro, y también entre las abejas, que están sometidas a la abeja
reina. Pues bien, si, sin la ordenación “ad unum”, no subsisten el
Estado civil, la ciudad, la familia, con mayor razón no puede subsistir la
Iglesia universal, compuesta de pueblos de toda la tierra, de lenguas, culturas
y mentalidades muy diferentes. Por tanto, es necesario un vínculo sensible y
visible que mantiene la unidad de la Iglesia, a partir del cual se comprende
fácilmente quién hace parte de ella o no. El orden es la subordinación de todos
los miembros al Jefe Supremo y la naturaleza de la Sociedad civil y espiritual
exige dicho orden “ad unum”, tanto más en cuanto que Jesús lo instituyó en
la persona física, real, visible, concreta y no abstracta o virtual del Sumo
Pontífice.
Pues bien, según Pighius, si la
Iglesia debe ser una, por naturaleza y por divina institución, es necesaria la
autoridad y la jerarquía, o sea, el Papa y el Episcopado esparcido por todo el
mundo, ya que la Iglesia de Cristo es universal o católica y no nacional o
particular, ni mucho menos un conventículo. Por tanto, contra Lutero, debe
haber una distinción jerárquica entre clero y laicos, entre consagrados y
fieles y también entre los mismos consagrados hay una serie de escalones por
los que se accede al único Orden sagrado. Por tanto, Jesús instituyó la Primera
Sede en una persona física, real y viva, que es el Sumo Pontífice, a la cual
los fieles, los sacerdotes y los obispos deben estar subordinados, de otro modo
existirían tantos cismas y “religiones” como son los pastores o incluso los
fieles[xi], como
sucedió con los Luteranos.
Como entre los fieles y entre los
mismos pastores pueden surgir disputas, es necesario que la Cabeza de la
Iglesia tenga tanta autoridad que pueda dirimir todas con un juicio definitivo,
definitorio y obligante, manteniendo así el orden entre los diferentes grados y
la unidad entre todos los cristianos. Las controversias no se pueden dirimir
recurriendo a la sola Escritura o a la sola Tradición, ya que la Biblia y el
Denzinger son libros y juicios mudos, que no pueden responder a las cuestiones
que se les plantean y que cada uno puede interpretar a su gusto. Por tanto, es
necesario que las cuestiones sean sometidas y referidas al magisterio del Papa
vivo en acto y no en potencia o virtualmente en la mente de cualquier teólogo.
El Papa no puede ser un ente de razón sino que debe ser un ente real. Por
tanto, el Sumo Pontífice debe tener el poder de definir, obligar y enseñar
infaliblemente cuál es la verdadera doctrina que debe ser mantenida por todos y
cuál debe rechazarse. El Señor había dado el mismo poder al juez y al sacerdote
de la Sinagoga mosaica: «Irás a los sacerdotes de la estirpe de Leví y al juez
que esté entonces en el cargo; les pedirás un justo juicio y ellos te lo darán.
Harás todo lo que los jefes de la ‘ecclesia’ del Señor te hayan
enseñado y, según la Ley de Dios, te atendrás a su definición y no te alejarás
ni a derecha ni a izquierda. Si alguno no quiere obedecer al mandato y a la
sentencia del sacerdote que será en ese momento el ministro del Señor, será
condenado a muerte» (Deut., XVII, 9-12). Con mayor razón, Dios debía proveer
también y especialmente a la Iglesia de la Nueva Alianza, que está destinada a
durar hasta el fin del mundo y que no está circunscrita a un solo pueblo como
la Sinagoga de la Antigua Alianza, sino que se extiende a todos los pueblos del
mundo entero, por lo que las disputas doctrinales podrían ser más frecuentes y
encendidas haciendo todavía más necesaria la autoridad que conserve la unidad
de la fe y las costumbres.
He aquí por qué, cuando en la
Iglesia reina un Papa que no es bueno, el principio de unidad es
desestabilizado más o menos intensamente y hoy se puede hablar, en sentido
amplio o no estrictamente teológico, de hombres de
una “contra-iglesia”, que intentan erosionar modernistamente la Iglesia
católica desde dentro (cfr. San Pío X, Encíclica Pascendi, 8 de septiembre
de 1907).
Es el plan que la “Sinagoga
de satanás” (Apoc., II, 9) ha tenido siempre en mente, a partir de Judas
desde la fundación de la Iglesia de Cristo y ha intentado poner en acto a lo
largo de los siglos, persiguiendo a la Iglesia o “Cristo continuado en la
historia”, con algún éxito parcial (cfr. la crisis arriana del siglo IV; el
siglo X, llamado “siglo de hierro” de la Iglesia; el Gran Cisma de Occidente;
el Concilio Vaticano II y el post-concilio desde Pablo VI a Francisco I), pero,
no obstante todos los esfuerzos del infierno y de sus acólitos, «las puertas
del Infierno no prevalecerán sobre ella». La fe nos asegura que también este
último intento por destruir la Iglesia de Cristo (Vaticano II) está destinado a
fracasar como todos los demás que lo han precedido y como la persecución del
Anticristo final, la cual concluirá la historia de la humanidad y de la Iglesia
con la victoria definitiva de Cristo[xii]. «
¡Dios salve a la Iglesia de las culpas de los hombres de
Iglesia!» (d. Francesco Putti).
(fin)
Albertus
(Traducido por Marianus el
eremita)
[i] Mons. Antonino Romeo
escribe: «En Israel, el sacerdote (kohén, aquel que está en pie o asiste)
aparece en tiempos de Moisés. El Pentateuco habla de un sacerdocio pre-mosaico,
que se injerta en la historia general de las religiones, cuando en los tiempos
más remotos cada uno ofrecía a Dios sacrificios privados. […]. Después, Moisés
unificó las funciones cultuales en la tribu de Leví; los levitas eran
asistentes o acólitos de los sacerdotes y el sacerdocio residía en la familia
de su hermano Aarón, que junto a Moisés hacía parte de la tribu de Leví. […].
Moisés consagró a Aarón sumo sacerdote con la unción en la cabeza, esta única
consagración de Aarón habría pasado a sus descendientes directo y el sumo
sacerdocio al primogénito de la familia de Aarón, mientras que los demás
miembros de la tribu de Leví permanecían agregados solamente al culto como
‘asociados’, ayudantes o sirvientes de los sacerdotes. […]. Los requisitos para
el sacerdocio eran sobre todo la descendencia, demostrable mediante tablas
genealógicos, de Aarón. […]. Los sacerdotes ofrecían los sacrificios en el
Templo de Jerusalén, instruían al pueblo en la fe o lo guiaban en la ley con el
poder de aclarar y aplicar las prescripciones, además, administraban la
justicia con poder coercitivo. […]. El final del mosaísmo y la destrucción del
Templo en el 70 d. C. quitó al sacerdocio israelita toda razón de ser. El
judaísmo no tuvo ya sacerdotes, ni sacrificio, que podía ser ofrecido solamente
en el único Templo de Jerusalén y solamente por los descendientes de Aarón,
mientras que las tablas genealógicos se perdieron con la destrucción del
Templo» (en Dizionario biblico, dirigido por F. Spadafora, Roma, Studium,
3ª ed., 1963. pp. 531-533; cfr. A. Romeo, Enciclopedia del Sacerdozio,
voz “Il Sacerdozio d’Israele”, Firenze, 1953, pp. 393-498).
[ii] Leví era hijo de Jacob y
vivió alrededor del año 1700 a. C., mientras que Moisés vivió en el 1300 a. C.,
o sea, alrededor de 400 años después que Leví, y pertenecía a la tribu de Leví
junto a su hermano Aarón (cfr. Antonino Romeo, voz “Levi”,
en Dizionario biblico, a cargo de Francesco Spadafora, Roma, Studium, 3ª
ed., 1963, p. 369; cfr. A. Romeo, Enciclopedia del Sacerdozio, voz “I
Leviti”, Firenze, 1953, pp. 423-435, 438 ss.)
[iii] Por la analogía
que existe entre la constitución divina y las propiedades de la Iglesia de
Cristo y de la Sinagoga o Iglesia del Antiguo Testamento (antes del deicidio)
véase: D. P. L. B. Drach, De l’harmonie entre l’Église et la Synagogue,
Paris, Mellier, 1844, trad. it. Roma, 1864; cfr. Eugenio Zolli, voz “Drach
David Paul”, en “Enciclopedia Cattolica”, Città del Vaticano, 1950, vol. IV,
coll. 1919-1920.
[iv] No malvados por su vida privada
moralmente pecaminosa, sino por incredulidad pública y manifiesta, en cuanto
que habían comprado el sacerdocio y querían usarlo para hacer crucificar a
Jesús.
[vi] Definido por San
Lorenzo de Brindis (Doctor de la Iglesia): “Lugarteniente e instrumento de
satanás para su siglo” (Lutero, Siena, Cantagalli, 3 voll., 1932-1933).
[vii]
Es necesario, por tanto, estar atentos a no emplear
en sentido estrictamente teológico los términos “Iglesia conciliar” e “Iglesia
tradicional”, considerando que la Iglesia jerárquica y romana haya dejado de
existir con el Vaticano II y que la verdadera Iglesia de Cristo subsista sólo
en los Pastores y en los fieles vinculados a la Tradición.
[viii] Traducción en italiano a cargo de L. Dattrino, con
el título La vera Chiesa, Roma, Città Nuova, 1988.
[ix]
Cfr. L. Dattrino, La Tradizione di Ottato di
Milevi, en AA.VV., La Tradizione, forme e modi, Roma, Città Nuova, 1990,
pp. 389-405.
[xii]
Cfr. A. Lémann, L’Anticristo, Proceno di
Viterbo, FDF, II ed., 2013; H. Delassus, Il Problema dell’ora presente,
Proceno, FDF, 2 voll., II ed., 2014-2015; M. Pinay, Complotto contro la
Chiesa, Proceno, FDF, II ed., 2015.
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Sinagoga y de la Iglesia”