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Es
inútil ocultar la verdad: San Ignacio no es popular. Entre los mismos
católicos muchos lo admiran como a un gran santo pero pocos lo aman.
El
pagano Goethe pudo contemplar con agrado la imagen de San Felipe Neri; el
protestante Sabatier pudo consagrarse a San Francisco; el ateo Shaw pudo entusiasmarse
por Santa Juana de Arco; pero al creador de la Compañía de Jesús nadie lo
acaricia. Aquellos mismos que lo veneran no saben acercarlo con el corazón e
iluminarlo con la imaginación; algunos lo estiman como político y místico
cuando saben, o lo desprecian como el' corifeo de los hipócritas cuando no
saben nada de él y de los suyos.
Esta
aversión proviene de diversas causas: en primer lugar, como se ha dicho, de la
ignorancia; la segunda, del odio hacia la Orden que repercute en su fundador
y también, creo, por el hecho de que ningún verdadero escritor, después de
Daniel Bartoli, ha empleado su arte para representar la belleza de la vida y
del alma de Loyola (1). Pero existe una razón más profunda y menos conocida;
esto es, que San Ignacio, por su naturaleza y por la empresa que eligió es, en
cierto sentido, el más absolutamente católico de los santos. Los enemigos del
Catolicismo, los ausentes de Roma y los católicos tibios (que son los más) se
hallan demasiado distantes para comprenderlo plenamente, id est para amarlo.
Entendámonos:
entre los santos no existen grados de catolicidad y todos los santos
reconocieron y aceptaron la disciplina de la Iglesia y la autoridad del papa.
Pero los más, aun conservando siempre una adicta reverencia al jefe visible,
consagráronse más bien a la oración, a la predicación de la palabra de Dios, y
al consuelo de las miserias del cuerpo y del espíritu. San Ignacio unió más
estrechamente estos ejercicios de la santidad con la defensa directa del cuerpo
terrestre de Cristo que es la Iglesia. Esta originalidad, que constituyó la
fuerza y el éxito de la Compañía, y respondía a la urgente necesidad de la
época, es también la razón por la cual aparece tan hosca su alma a los no
católicos, atraídos generalmente por los aspectos humanitarios o pintorescos de
la santidad, y también a los católicos, los cuales, prefieren y aprecian más a
aquel que se desvela en curar las heridas y alimentar al hambriento y no
comprenden a aquel que se sacrifica en pro de la conexión necesaria para la
salvación de las almas. Ved, para comprender mejor la novedad y el alcance, la
sucesión de las grandes Órdenes que de tiempo en tiempo surgieron para salvar,
ante la inminencia del peligro, la Fe y la Iglesia.
Los
hijos de San Benito eran campesinos contemplativos, mas luego, con el tiempo,
convirtiéronse en señores demasiado ricos y poderosos. Surgieron entonces los
hijos de San Francisco y de Santo Domingo que fueron los apóstoles mendicantes:
pobres entre los pobres. Mas a principio del siglo xv la gran revuelta luterana
amenazó, por otra parte, toda forma de monaquismo y de ahí que surgieron los
hijos de San Ignacio que fueron maestros y guerreros de acuerdo a las
exigencias de los tiempos. Todas estas órdenes se distinguen entre sí por las
diversas empresas exigidas por la época, y por los diversos genios de los
fundadores. De esta manera, para los Benedictinos la virtud característica era
la contemplación; para los Franciscanos la pobreza; para los Jesuitas fue la
obediencia. Debían defender y reconquistar; por consiguiente debían convertirse
en soldados y no existe ningún regimiento o ejército que pueda mantenerse sin
la obediencia. Pero entre todas las virtudes cristianas, la que atañe a la
obediencia es, en los tiempos modernos, la más repudiada: y a ello se debe
también que la Compañía Ignaciana aparezca tan opuesta al encarnizado espíritu
de rebelión de los últimos siglos y sea, por esta razón, tan impopular.
Sin
embargo la obediencia, para un cristiano consciente, tiene tantos derechos a la
absoluta admiración como la castidad y la oración: el pecado original, aun
siendo soberbia en la sustancia, manifestóse como desobediencia. Quien quiera
volver a la perfección de Adán en su inocencia, ha de hacer desaparecer de sí
toda resistencia a la divina voluntad y a los que hacen sus veces.
“Renunciar
a la propia voluntad — escribió San Ignacio—, tiene más mérito que resucitar a
los muertos...” Palabras que parecen blasfemias a la gazmoñería luterana que
también hoy oscurece el entendimiento de las semibestias modernas, pero
palabras muy profundas, puesto que la voluntad propia significa casi siempre,
egoísmo, orgullo, es decir, la quintaesencia de todo delito de lesa divinidad.
El famoso perinde ac cadaver no es
más que una imagen violenta, de las que acostumbran los genios, para significar
que hemos de extirpar de nosotros el Adán carnal y soberbio, para que nuestro
espíritu logre una mayor vitalidad y una mayor disposición al trabajo
necesario. Pero es así: cuando Epicteto habla del hombre como de un alma
apocada que se arrastra tras un cadáver, todos los espíritus fuertes, los
filósofos desamorados y falsificados exultan y aplauden; si un santo habla de
“cadáver” estos mismos jumentos antropocéfalos se horrorizan y protestan.
Pero
esta absoluta obediencia que quiso e impuso San Ignacio era muy necesaria,
entonces, por graves razones, si bien contingentes. La Iglesia, a principios
del siglo xv, fue asaltada, asediada y desmembrada como nunca: había necesidad,
más que de orates y de mendicantes, de soldados. El heroico oficial de Pamplona
fue la respuesta victoriosa de la España romana a la Alemania herética y
separatista: el Antilutero.
2
En
el mismo año de la Dieta de Worms (1521), cuando perdióse la esperanza de una
posible retractación del frenético agustino cuyos librejos venenosos fueron
quemados por orden de Carlos V, un audaz caballero vasco, herido en una pierna
por un cañón de Francisco I de Francia, era conducido al castillo paterno de
Loyola y durante su convalecencia resolvía abandonar el servicio del Mundo y de
los príncipes, para consagrarse a la divina Majestad y al servicio de la
Iglesia. También Lutero, en aquellos mismos meses, era recluido, aunque no
herido en el cuerpo, en un castillo, en Wartburg, pero para mejor aprestar,
libre de todo peligro, sus nuevas agresiones contra Roma.