La desmitificación del
Papado promovida por los progresistas consiste esencialmente en
ridiculizarlo y profanarlo, o sea volverlo profano, desacralizarlo. Es inaudito
y gravísimo que semejante operación subversiva la lleve a cabo nada menos que
quien ejerce el pontificado y aunque torpemente se desempeñe como papa.
Análogamente, la profanación de la Iglesia la llevan a cabo con método
científico las altas esferas mismas de la Jerarquía, que se vuelven impopulares
para el pueblo de Dios y se hacen compadecer por el mundo bajo la mirada complaciente
de los medios mayoritarios de difusión.
05/10/2020
En estos últimos días
han corrido ríos de tinta sobre el enésimo escándalo vaticano, en el que esta
vez se ha visto envuelto el cardenal Becciu, prefecto de la Congregación para
las Causas de los Santos. En vista de las acusaciones, que todavía deben
probarse, la reacción de Jorge Mario Bergoglio parece más fruto de la ira que
del amor a la verdad, delirio de omnipotencia más que voluntad de justicia; en
todo caso, un grave y despótico abuso de autoridad.
Desde esta
perspectiva, podemos considerar que despojarlo de la sagrada púrpura y
reducirlo al estado laico ha sido una ejecución sumaria de fortísimo impacto
mediático favorable a quien la impone, más allá de las responsabilidades
morales y penales en que pudiera haber incurrido el imputado. El señor
McCarrick, acusado de delitos gravísimos, fue condenado directamente por el
Papa sin que los actos procesales y los testimonios fueran hechos
públicos. Mediante este escamoteo, Bergoglio ha querido dar una imagen de sí
mismo que contrasta sin embargo con la realidad de los hechos, dado que su
presunta voluntad de hacer limpieza en el Vaticano no se
concilia bien con estar rodeado de personajes gravemente
comprometidas -empezando por el propio McCarrick- a los que ha encomendado
cargos oficiales para luego expulsarlos en cuanto salen a la luz sus
escándalos. Sobre todos ellos, como bien saben cuantos frecuentan la Curia,
pesaban graves sospechas, por no decir indicios vehementes de culpabilidad.
Para confirmar esta
instrumentalización, así como el pretexto de la acción moralizadora
bergogliana, hay casos de personas integérrimas y del todo inocentes a las que
no se les ha escatimado la infamia del descrédito, la pena de telediario y la
picota judicial: pensemos nada más en el caso del cardenal Pell, al que dejaron
solo en una farsa procesal montada por un tribunal australiano. En su caso, la
Santa Sede se abstuvo de toda intervención, que habría sido muy apropiada. En
otros, por ejemplo el de Zanchetta, Bergoglio se ha desvivido por defender a ultranza
a su pupilo, llegando al extremo de acusar de falso testimonio a las víctimas
del prelado, al que después nombró para un cargo importante en la
Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica creado expresamente para
él. Actualmente Galantino y Zanchetta son de facto administradores de todo el
patrimonio de la Santa Sede, y ahora también de la cartera de la Secretaría de
Estado. ¿Y qué decir de sujetos impresentables como Bertone, Madariaga, Peña
Parra o Paglia? Escándalos vivientes…
Dejémonos de
inocentes y culpables, víctimas comunes del linchamiento provocado por quienes
querían desembarazarse de ellos o porque habían demostrado ser reacios a las
transigencias, o bien porque su celo por la casa de Santa Marta los había
llevado a exhibir un peligroso descaro al estar tan seguros de su impunidad. A
personas de impecable honradez y gran fe como Ettore Gotti Tedeschi o el
cardenal Pell, sin olvidar a Eugenio Hasler y los propios verdugos de Becciu en
la Secretaría de Estado, se las trata peor que a abusadores en serie como
Theodor McCarrick o a un (presunto) malversador como Becciu. Y hay motivos para
creer que el desagrado de tener colaboradores honrados e incorruptibles haya
determinado su expulsión, del mismo modo que la presencia de colaboradores
inmorales y deshonesto a los que se puede chantajear fácilmente se considere
una especie de garantía de su fidelidad y silencio. El tiempo ha demostrado que
los hombres de honor han sabido sufrir con dignidad la injusticia sin poner en
descrédito al Vaticano o a la persona del Papa; es de creer que en el otro
bando los corruptos y los viciosos recurrirán a su vez al chantaje con sus
acusadores, como han hecho siempre los cortesanos que no son honrados.
La constante que se
observa en este reciente incidente es la actitud de la Casa Santa Marta, que
algunos han comparado con una junta militar sudamericana. Yo creo que por el
contrario que tras este goteo incesante de escándalos que afectan a
personalidades destacadas de la Curia romana se oculta una voluntad deliberada
de demoler la propia Iglesia, de desacreditarla ante el mundo, de comprometer
su autoridad ante los fieles. La operación a la que asistimos desde hace ya
siete infaustísimos años tiene claramente por objetivo destruir la institución católica
mediante la pérdida de la credibilidad, la desafección y el disgusto por las
acciones y el comportamiento indigno de sus miembros. Se trata de una operación
iniciada con los escándalos sexuales que ya se dieron con pontífices
anteriores, pero que en esta ocasión tiene por protagonista, por actor
principal, a quien ocupa la silla de S. Pedro, que con sus propias palabras y
acciones está en situación de poder asestar los más devastadores golpes al
Papado y a la Iglesia.
La desmitificación
del Papado promovida por los progresistas consiste esencialmente en
ridiculizarlo y profanarlo, o sea volverlo profano, desacralizarlo. Es inaudito
y gravísimo que semejante operación subversiva la lleve a cabo nada menos que
quien ejerce el pontificado y aunque torpemente se desempeñe como papa.
Análogamente, la profanación de la Iglesia la llevan a cabo con método
científico las altas esferas mismas de la Jerarquía, que se vuelven impopulares
para el pueblo de Dios y se hacen compadecer por el mundo bajo la mirada complaciente
de los medios mayoritarios de difusión.
Este modus
operandi no tiene nada de nuevo. Fue adoptado, si bien con menor
impacto mediático pero con la misma finalidad, en vísperas de la Revolución
Francesa: hacer odiosa la aristocracia; corromper la nobleza con vicios
desconocidos para el pueblo; erradicar el sentido de responsabilidad moral para
con los súbditos; provocar escándalos y fomentar la injusticia hacia los más
débiles y menos pudientes; someter a la clase dominante a los intereses de las sectas
y las logias. Tales fueron las bases, sentadas a propósito por la Masonería
para suscitar el descrédito de la monarquía y legitimar las revueltas de las
masas predispuestas por un puñado de sediciosos a sueldo de las logias. Y si
los nobles no caían en la trampa del vicio y la corrupción, los conspiradores
podían acusarlos de bajezas ajenas y condenarlos al patíbulo motivados por el
odio cultivado en los rebeldes, los delincuentes y los enemigos del Rey y de
Dios; una turba infame que no tenía nada que perder y sí mucho que ganar.
Hoy en día, después
de dos siglos de tiranía del pensamiento revolucionario, la Iglesia es víctima
del mismo sistema adoptado contra la monarquía. La aristocracia de la Iglesia
está tan corrompida como los nobles franceses, tal vez más, y no se da cuenta
de que esta herida infligida a su reputación y su autoridad es el inevitable
antecedente de la guillotina, de la masacre, de la furia de los rebeldes. Y
también del terror. Que se lo piensen bien los moderados que creen que un próximo
papa ligeramente menos progre que Bergoglio podrá calmar los ánimos y salvar al
Papado y a la Iglesia. Porque una vez eliminados los buenos pastores y alejados
los fieles, el odio teológico de los enemigos de Dios no se detendrá ante
quienes deploran el pontificado actual pero defienden su matriz conciliar; los
conservadores que creen que podrán guardar las distancias tanto con los
modernistas como con los tradicionalistas acabarán como los girondinos.
«Mundamini, qui
fertis vasa Domini» (purificaos los que lleváis los utensilios de Yavé), dice
la Sabiduría (Is.52,11). La única manera
de salir de la crisis que atraviesa la Iglesia, que es una crisis de fe y de
moral, es reconocer las desviaciones con que se ha apartado del buen camino,
desandar la vía y retomar la que señalizó Nuestro Señor con su sangre: la
vía del Calvario, de la Cruz, de la Pasión. Cuando los pastores ya no
tengan olor a oveja sino el suave aroma del crisma que los ha
hecho como el Sumo Sacerdote se conformarán nuevamente al modelo divino de
Cristo, y sabrán inmolarse con Él para la gloria de Dios y la salvación de las
almas, y el Divino Pastor no dejará que les falte su Gracia. Mientras deseen
los placeres del mundo, el mundo les pagará con sus engaños, mentiras y vicios
más abyectos. En el fondo, la elección es siempre radical: hay que decidir
entre la gloria eterna con Cristo y la condenación eterna lejos de Él.
+Carlo Maria Viganò