«El
Papa cierra las cien fuentes del Vaticano»,
a la vez que cierra las fuentes de la gracia
al posar sus garras sobre los sacramentos.
a la vez que cierra las fuentes de la gracia
al posar sus garras sobre los sacramentos.
Es difícil dejar de ver en la sequía que
afecta a Roma -la peor en, al
menos, sesenta años- algo como un oportuno signo, a la vez que un azote
punitivo. Allí donde estuvo la cátedra de Pedro y hoy se invita a disertar a
viejas abortistas paradójicamente devenidas promotoras de la inmigración
"para compensar la abrupta caída de la natalidad", allí donde se
recibe como a visitantes ilustres a yuntas de sodomitas y se celebra con
cinismo impar que «por primera vez
el magisterio del Papa es paralelo al de la ONU», allí viene hoy a faltar el más vital de los
elementos. De similar tenor al de los numerosos acontecimientos que, a modo de
señales, van sazonando el pontificado de Francisco (la paloma lanzada por él y
arrebatada en los aires por un cuervo; el terremoto sufrido en la nación de
aquel mandatario que lo visitó en el Vaticano, desatado casi en el mismo
momento de estrecharle la mano; los siniestros inmediatamente consecutivos a
sus viajes, como los ocurridos en Belén y en Lourdes, etc.), éste de la sequía
sobre Roma viene a ponerle el sello cósmico a las primaveriles ilusiones de la
vulgata conciliar, que en el orden del espíritu ya había difundido una aridez
en verdad insuperable. Si la transposición modernista del ritual de los sacramentos
trajo consigo la consabida tasa negativa de vocaciones sacerdotales y la
práctica extinción del matrimonio ante el altar, a más de la apostasía
colectiva y la renuencia de la Iglesia a testimoniar el Evangelio, poca cosa
será que en la ciudad de las fontane se riña a empellones por
un sorbo. A propósito del anuncio de catástrofes naturales presuntamente
contenido en el Tercer Secreto de Fátima, fue suficientemente claro el entonces
obispo de aquella localidad portuguesa: la pérdida de la fe de
un continente es peor que la aniquilación de una nación.
Ya conocemos el contenido del Tercer Secreto: hace
años que se impone a nuestros ojos. El corolario de las catástrofes telúricas,
en irónica correspondencia con su typos espiritual, no hace
más que confirmar lo conocido. En este tiempo de coyundas con los protestantes
para facilitar un servicio litúrgico común que excluya explícitamente las
incómodas nociones de sacrificio y presencia
real, en este rarefacto tiempo de conmixtión de lo sacro -o sus
requechos- y lo profano o profanísimo, con abundancia de sacrilegios ofrecidos
a la carta por la misma Jerarquía, difícilmente podrá asimilarse a la iglesia
sedente en Roma con aquella imagen del Templo ofrecida por el profeta Ezequiel
(47, 1ss.), debajo de cuyo umbral brotaban vivíficas aguas que, a poco andar,
se hacían más y más profundas, símbolo de la gracia y su efecto en las almas.
Más bien parece que Roma quiso volver a ser aquella Babilonia que el Príncipe
de los Apóstoles supo estar hollando en sus días, cuando la urbs imperial
perseguía sañudamente a los de Cristo.
No tenemos noticia de que los dos testigos del Apocalipsis (11,3 ss.) hayan ya comenzado su profética misión. Pero consta que a ellos les será concedido «cerrar el cielo para que no llueva durante los días de su predicación» antes de yacer en la Gran Ciudad, «que simbólicamente se llama Sodoma y Egipto».