LEONARDO CASTELLANI, La catarsis católica en los Ejercicios
Espirituales de Ignacio de Loyola, Epheta, Buenos Aires, 1991, 119 págs.
"Libro difícil”, me apuntó ceñudo el. P.
Ezcurra quien ciertamente hizo los deberes que yo no, con lo que acometo esta
recensión considerablemente asustado. Pero, bueno, querría dar testimonio,
nomás. Porque después de leer y releer este trabajo erudito y profundo, caí en
la cuenta de alguna que otra cosa que le debo a su autor. Permítaseme un
inventario de almacén:
a) Un gusto muy particular por las Sagradas
Escrituras.
b) Un doliente amor por la Argentina.
c) Una gran libertad interior por amor a la
Verdad.
d) Un ardiente deseo de que Cristo Vuelva.
e) Una clara noticia de quiénes son y qué
quieren los enemigos de la Iglesia.
f) Una aguda inteligencia de que los más
temibles enemigos están dentro y no fuera de Iglesia.
g) Un creciente desprecio por cierto
“jesuitismo” y un amor siempre incrementado por San Ignacio de Loyola y sus
mejores discípulos.
h) Una melancolía cruzada con una alegría
inmensa por lo que fue, por lo que es, por lo que hubiere de ser.
i) Una comprensión cada vez mayor de lo que
es el fariseísmo.
j) La convicción de que la mujer adúltera, la
pecadora en lo de Simón el Leproso, María de Betania y María Magdalena, son
todas la misma mujer. Y es asunto importante, si se quiere.
k) Una progresiva comprensión de lo que no es
la santidad y de la santidad del P. Castellani.
l) Una de las (pocas) razones por las que persevero
orgulloso de ser argentino.
m) Un deseo inmenso de estudiar, de aprender,
de oír, de saber más.
n) Ocasión, motivo y causa de las mejores y
más sustanciales mateadas que recuerde
o) Una tranquila mirada sobre el mundo
moderno, sabiendo por qué no camina bien.
p) Una renovada admiración por la España de
Teresa y por Teresa de España.
q) Un entusiasmo enorme por la literatura y
una luz en la inteligencia que me deja ver su puesto en el cosmos. (Es una luz
que baja al corazón. Muy raro, esto, muy raro).
r) Un siempre renovado respeto por los
fumadores de pipa, por los pobres, por los inútiles, por los que “no hacen
nada”, por los poetas, los fracasados y los locos.
s) Una alegre percepción de la necesidad del
buen humor.
t) Una profunda desconfianza de los solemnes
(eruditos o no) que pululan por doquier (aún hoy).
u) La convicción de que la Política no es lo
más importante. Pero sí que es allí donde se libran muchos combates.
v) Una intuición profunda e indecible acerca
de la misión sacerdotal y sus implicancias (en forma de Cruz).
w) Un deseo inmenso de ir al Cielo para
conocer al P. Castellani bajo la suave luz de Cristo.
x) Una carcajada siempre lista por si nos
topamos con uno de esos prelados de espesos anteojos, melifluas voces y
prudentísimas razones.
y) Uno cualquiera de sus libros a mano,
siempre, para cualquier oportunidad.
z) Un recuerdo de por qué mi hijo mayor se
llama Ignacio.
De éstas y otras cosas me di cuenta al leer
este trabajo asombroso. No sólo por el despliegue de conocimientos, la
profundidad del tema, la inteligencia en su desarrollo, el impecable estilo
(que revela un francés elegantísimo detrás de su desigual traducción)... no
sólo eso. Nada, que él tenía entonces 35 años y yo ahora, 36. Y sé lo que me
digo.
El “viejo” Castellani
Como que Castellani joven sigue siendo
Castellani, gracias a Dios. Uno siempre termina preguntándose si el cura
quería decir una cantidad de cosas y resolvió “disfrazarlas”, o si su amor a
la verdad lo conduce siempre por los mismos caminos. Un poco de ambas cosas, me
parece. En el caso de esta monografía plena de erudición psiquiátrica,
nuestro A. aclara con encantadora sencillez: “yo deseaba decir en términos de psicología moderna mi experiencia de
los Ejercicios” (pág. 109).
Como fuere. Castellani joven escribiendo en
francés una tesis doctoral bajo la severa mirada de sus examinadores de la
Sorbonne, sigue siendo el cura que después conocimos. No duda en arrimar, en
medio de consideraciones harto farragosas y de subido tono académico, apuntes
de su diario en el que había anotado lo que los Ejercicios Espirituales le
habían significado cuando mozo (pág. 59); divertidos apuntes al pasar (‘...cuenta en su detestable italiano
González de Cámara...” —pág. 12—); (San Ignacio) no es un charlatán de
feria —pág. 86—); síntesis geniales, sencillamente expuestas (“pienso que si los Ejercicios Espirituales
no existieran, -parecerían imposibles” —pág. 15—); una gran familiaridad
con San Ignacio (“cabeza dura y corazón
tierno”, —pág. 26—); y una conclusión de niño que deja pasmado aún al más
conocedor de Castellani y sus cosas: (los Ejercicios Espirituales) eran simple
reflexión. Reflexión de la buena —p. 112—).
Conversión “contagiosa”
Como introducción a su tesis, comienza por
explicar qué cosas son los Ejercicios. Se encontrará en diez brillantes páginas
su génesis, una semblanza de su autor, Ignacio de Loyola, y la tesis que se
propone demostrar acerca de la esencia de los Ejercicios: Fundamentalmente en
la calidad de “contagiosa" (pág. 41) que tiene la conversión de Ignacio: “Estado de alma particular, y conducta
personal, convertidas en un método universal y manejable” (pág. 16); “...algo así como un drama
ascético-místico, adaptado no a la escena, sino un plan, no para representar,
sino para vivir” (pág. 55); “aventura
interior reducida a su esqueleto psicológico y presentida (como) aplicable a
todos" (pág. 58).
Esta tesis de Castellani merece reflexión,
pues involucra una “enorme paradoja: El
hecho es éste: una experiencia religiosa concreta, una conversión ha sido como
desindividualizada y arquetipada, sin convertirse por eso ni en un rígido
esqueleto ni en un fantasma abstracto” (págs. 14-15). “Mucho más que un psicólogo de la conversión,
(Ignacio) es un converso contagioso” (pág. 41).
A los efectos de estos apuntes, me detengo
aquí, pero no sin antes dejar constancia de las implicancias profundas que
tiene la tesis de nuestro A.: brevemente dicho que —reunidas ciertas
condiciones— la conducta del hombre bueno o santo no sería solamente
“ejemplar” e “imitable” a la distancia, sino que sería factible “actuar” lo
mismo, lo bueno, lo santo, desde una serie de "ejercicios”. Pero me
apresuro a dejar el tema así para reflexión de mis mayores (como A. Caponnetto
que ha estudiado seriamente la cuestión), no sin antes subrayar el carácter
encendidamente anti-pelagiano de los argumentos del P. Castellani. No viene
mal aquí recordar que el propio Ignacio se convirtió a propósito de la lectura
de un par de libros: De Ignacio leyendo vida de santos a Ignacio Santo... pues
no hay tanto.
Acerca del voluntarismo jesuítico
Es más. Sentada la tesis precedente acerca
del carácter “contagioso” que tiene la conversión de Ignacio, nuestro A. se
va a extender con énfasis en el carácter (¡sorpresa!) primordialmente
intelectual de los Ejercicios, comenzando con “la famosa ‘indiferencia’, tan mal comprendida a veces, que no es más
que un juicio de valor” (pág. 66) puesto que “la indiferencia ignaciana es intelectual (‘judicium intellectus
practici’)” —pág. 68—. Desde luego, hay un ejercicio de acompañamiento del
“entendimiento entendiendo” con la “voluntad afectando’, pero “lo que debe quedar en el alma son siempre
verdades teológicas, prácticas o especulativas, después del filtrado del
emoliente afectivo e imaginativo” (págs. 42- 43).
Tampoco es Ignacio de Loyola (¡tan luego!) un
quietista (para esto, véase por ejemplo su conmovedor juramento en “La
Tortuga”, uno de sus relatos en Camperas).
El A. explica que los Ejercicios no corren peligro de hacerse "en el aire” (pág. 42) por su sesgo
intelectual puesto que “la imaginación y
la afectividad juegan ahí a veces un gran rol, pero solamente para ayudar al
espíritu a penetrar las verdades religiosas y vivirlas” (pág. 42). Tanto
es así que San Ignacio de Loyola espera un “tumulto afectivo" como infiere
brillantemente Castellani de la Anotación 6 en la que el Santo aconseja al
Director que, si advierte que el ejercitante “no está de ninguna manera agitado por los diversos espíritus, debe
interrogarlo cuidadosamente sobre los Ejercicios Espirituales, si los hace en
los tiempos prescriptos y cómo...” (pág. 32).
Y ciertamente sabe que los Ejercicios no son
“puro estudio" (pág. 45). Pero
ha de prevenir en páginas brillantes contra toda variante voluntarista que
pudiera desequilibrar las potencias afectivas del ejercitante: “Yo diría modestamente que si San Pablo se
convirtió y Judas se suicidó que renuncio a prever las sorpresas que nos
reserva la voluntad de los demás” (pág. 44). Es que, “se trata de rectificar el Fin Último de todas las acciones, punto focal
de la voluntad que orienta todos los juicios de valor” (pág. 45). No más,
como si dijéramos, ni menos. “No es
suficiente querer... para convertirse religiosamente... la conversión no es la
simple voluntad superficial (que constituye, normalmente, su punto de
partida)... la conversión hecha en nosotros y por nosotros, nos sobrepasa, sin
embargo, de alguna manera. Es lo que Bergson llamaría ‘un acto libre’ ”
(págs. 49-50).
Estas verdades fueron la médula de la
espiritualidad misma del P. Castellani tan
enfáticamente dramatizada en “El Ruiseñor Fusilado”, crípticamente detallada en
“El Libro de las Oraciones”, ardientemente defendida en sus cartas y llanamente
explicitada en cien lugares: por ejemplo, cuando explica por qué escribe lo que
no quiere: “Con mi voluntad, sí, por mi
voluntad, no” (Vide 'El Apocalipsis de S. Juan, México, 1967 JUS SA, pág 71).
No terminaré este párrafo sin escribir lo que quiero (con y por mi voluntad):
y es que adivino la sonrisa de más de uno al toparse con la expresión ‘
espiritualidad del P. Castellani”. No preocuparse: nadie lo va a canonizar.
Por lo menos, no antes del “milenio”.
Es desde aquí que se ve clarito cómo entiende
Teresa la Grande el papel de su “determinada determinación”, por ejemplo en la
oración: es para ir y para estar, y aún, para quedarse. Pero para “rezar”, la
voluntad no sirve de nada. En esto, como en todo, “es gran negación no traer arrastrada el alma, sino llevarla con su
suavidad para su mayor aprovechamiento” (Vida XI, 17).
¿Por qué “catarsis?
Castellani desarrolla una tesis brillante a
partir de la coincidencia entre los sentimientos que encuentra en la raíz de
toda religiosidad y los correlativos postulados de la moderna ciencia
psiquiátrica, de una parte. De otra, encuentra que el modo de San Ignacio de
acometer la “conversión” del ejercitante coincide con tales principios.
En apretada síntesis, el autor demuestra que
muchísimos autores de toda laya expresan en una variedad de términos y género
literarios que la “afección primordial en
la constitución del complejo religioso” —pág. 72— se enraíza en torno a
una “vaga nostalgia, deseo o desasosiego”
—pág. 74—, acompañada generalmente de una muy primitiva “emoción de insuficiencia e indigencia” —pág. 77—, que es anterior
aún al temor. Apoya sus aseveraciones en textos de Santo Tomás, Psichari,
Fenelon, William James, Santa Teresa, San Agustín, Verlaine, Pascal, George Eliot,
Thackeray, Dostoievski, y una larga lista de psicólogos y psiquiatras entre
los que no falta el mismísimo Freud —pág. 73—.
Ahora bien, Castellani advierte con enorme
perspicacia que todos los ejercicios de la Primera Semana van enderezados a
poner de manifiesto estos sentimientos a través de una serie de ejercicios de
contemplación que siguen un esquema intelectual simplísimo: “1. Esto existe; 2. Volvámoslo presente-, y
3. ¿Y entonces? ¿Yo?” —pág. 104—, E insiste permanentemente en el
carácter primordialmente intelectual del ejercicio: “Con sus procedimientos ‘sensoriales’ y su red de pequeñas precauciones
‘mecánicas’, Loyola no busca otra cosa que hacer subir un grado a su discípulo
en la escala del conocimiento” —p. 104—. Pues bien, los cuadros
conceptuales deben ahondarse “por medio
de la imaginación y del sentimiento” y así “devolverles la vida que les había
quitado por la abstracción” —pág. 105—.
Esto coincide con una necesidad de la psiquis
humana que en lo más profundo del alma reclama una catarsis: “Si el remordimiento es una función normal en
el psiquismo, es evidente que todo lo que ayudare a su liquidación en el
sentido de su propio movimiento funcional, será un buen elemento de equilibrio
mental. Tal es la catarsis que encontramos en los Ejercicios Espirituales de
Loyola” —pág. 84).
Allí se ve la tesis del Padre: A) En la raíz
del hombre se halla un sentimiento de indigencia (no de terror, pág. 87). B) En
la Primera Semana de los Ejercicios de San Ignacio se reactualiza dicho sentimiento
—mediante un proceso puramente intelectual— (meditación de los Tres Pecados,
de la Muerte, del Infierno). C) Porque no se puede eliminar este sentimiento,
lisa y llanamente (“el miedo formará
parte de nuestra naturaleza tanto tiempo como el mal forme parte del universo”
—pág. 88—), es que San Ignacio va a “organizar
el temor” —pág. 89—, para una catarsis que dispone a la “conversión” del
ejercitante.
Es por demás interesante anotar que
Castellani advierte una suerte de analogía de orden psicológico entre las
verdades intelectuales que predican los místicos (“vía negationis” primero
—pág. 90—), y los sentimientos que los Ejercicios suelen generar en el alma del
ejercitante.
Aclaraciones necesarias
Desde luego, el paso por los sentimientos de
indigencia, de temor, de inquietud y desasosiego que se generan por virtud de
una Primera Semana hecha con alguna aplicación por parte del ejercitante,
reclama una “curación”: “Revisar las
faltas es un quinto del examen periódico de Ignacio de Loyola; y un punto entre
cinco de una de las cuatro meditaciones de una de las cuatro ‘semanas’; el
resto se consagra a la operación" —pág. 81—.
Y no se trata de enredarse en la búsqueda de
las causas “profundas, inconscientes,
hasta el complejo de la niñez, y más lejos aún, si fuese necesario” —pág.
80— como lo pretende Freud y una legión de discípulos abocados al rastreo de
causas últimas cuya formulación tienen muchas veces el aspecto de “ser más útiles a los psiquiatras para sus
teorías, que a los enfermos para su salud” —pág. 81—.
No, Ignacio no se ha de meter en cosas de
brujos, como lo hace la imprudente e insensata ciencia moderna. Todo su
cometido está en tratar de “ordenar la vida sin afecto alguno que desordenado
sea”.
Para ello dispone el alma del ejercitante a
su conversión. Pero, claro, el arma con la que cuenta no está en manos de
ningún científico, por hábil que sea: la Confesión Sacramental, la Santa Misa,
en definitiva la gracia que supone, sana y eleva a los cristianos que Cristo
vino a salvar.
La enorme ventaja del Cristianismo sobre la
Ciencia Moderna está en que reconoce sus límites y sabe que el Salvador vino a
redimir a los pecadores (a los débiles, a los miserables, a los caídos). Todo
lo que hace falta es disponerse para ello. Y una de las mejores maneras del
mundo es hacer Ejercicios Espirituales a la manera de San Ignacio de Loyola.
Con esta esperanza, puede uno “déscéndre en soi méme qui est la plus grande
terreure de l’homme" como decía Bernanos. Porque la confesión, por
ejemplo, “pone una barrera cierta al
indefinido repliegue sobre sí mismo y sobre sus actos pasados; es una liquidación
psíquica” —pág. 81—. Como lo aclara Castellani una y otra vez “la estructura de la meditación está orientada
hacia lo alto y hacia afuera y el repliegue sobre sí mismo no es más que un
episodio” —pág. 82—. Es Claudel quien lo formula inmejorablemente: “La verdadera máxima cristiana...no es ‘¡Conócete
a ti mismo sino ' Olvídate de ti mismo!’ ” —p. 81—.
Castellani profeta
A medida que pasa el tiempo, Castellani
crece. Un poco como el Gardel de nuestros teólogos, caca día tiene más razón.
No sólo en lo que se refiere a la verdad intrínseca de sus escritos, sino, y
más aún, lo que importa. El cura
nunca se tomó en serio al marxismo (y menos aún sus variantes pseudocatólicas).
Y tema razón. Temía al liberalismo y al Nuevo Orden Mundial. Y temía las
variantes mundanas del catolicismo burgués y “mamonesco” que regía y rige
buena parte de la jerarquía eclesiástica. Y tenía razón. Se puede repetir
aquello escrito a propósito de la Pasión: “Hoy la escena ha cambiado
demasiado poco. Paganos, pecadores y Doctores de la Ley”.
Y todos esos temas que tanto le preocupan, el
veneno psicologista, la cuestión del milenarismo, el fariseísmo en la Iglesia,
la falta de una concepción clásica de la cultura, el carácter dañino de cierta
contrarreforma, su amor por los judíos (y esa la pruebo a quien me lo quiera
disputar), amor por la Verdad, su proverbial pobreza, su libertad interior...
su santidad y sabiduría hicieron de él un profeta: malas noticias para muchos,
pero también la encamación de una alegría profunda que todo lo supera (y que da
grande ánimo a sus atribulados discípulos).
Y releyendo a este Castellani de 35 años, se ve
con claridad por qué había de sufrir tanto en los años subsiguientes. Es que
hoy la escena ha cambiado demasiado poco: paganos, pecadores, Doctores de la Ley
y un pobre Cristo a merced de todos ellos.
Con todo eso, se comprende que los enemigos
de Castellani pensaban como sus antecesores:
"Si
lo dejamos seguir, todo el mundo ve a creer en Él” (Ioh. XI. 48)
Sebastián Randle – Revista Gladius
n° 22, 25 de diciembre de 1991.