Pío Moa
La
identificación de la izquierda con la cultura ha sido uno de los clichés
propagandísticos que más éxito han tenido ya desde mediados de los años 60.
Según esa versión, el aspecto más característico de la república en su fase
izquierdista habría sido su extraordinario florecimiento cultural y el intenso
afán de sus gobernantes por elevar el nivel cultural de las masas. República de
los profesores” se la ha llamado, para destacar su alto nivel intelectual
combinado con una cierta ingenuidad política que le habría impedido actuar más
decisivamente contra la “reacción”. Ésta, por contraste, representaba el oscurantismo,
“la caverna”, y bien se vería durante la guerra civil, cuando la casi totalidad
de los intelectuales habría optado por el bando izquierdista, debiendo luego
exiliarse, al perder la guerra ante la fuerza bruta, quedando así España
convertida en un “erial” o un “páramo” cultural.
Teniendo en
cuenta que los hechos distan muchísimo de abonar tal estereotipo, su éxito es
realmente asombroso. Durante la república hubo un notable florecimiento
cultural, pero nada debía a aquel régimen, pues simplemente continuaba el que
vivía España desde finales del siglo XIX. En la república coincidieron, en
plena creatividad, las llamadas generaciones del 98, del 14 y del 27 (de la
dictadura, podríamos decir). Otra cosa es que en amplios medios intelectuales
-aunque no en todos, desde luego- la república fuera saludada con entusiasmo.
Un entusiasmo que decayó rápidamente en los años siguientes.
La primera
y temprana indicación sobre el concepto de cultura de los republicanos fue la
llamada quema de conventos, que no fue sólo de conventos, como se dice,
ocultando su vertiente directamente cultural, pues también fueron reducidas a
cenizas varias de las bibliotecas más importantes de España, laboratorios,
escuelas y trabajos de investigación muy valiosos, sin contar invalorables
joyas del arte. El propio Vidarte, socialista y masón distinguido, cuenta cómo,
con motivo de la insurrección de octubre del 34, aconsejó a algunos seguidores
que no perdieran el tiempo en destruir magníficas obras artísticas, como habían
hecho en 1931. Según todos los indicios, la oleada de incendios partió de los
republicanos más exaltados del Ateneo de Madrid. Aparte de la conocida reacción
de Azaña, debe subrayarse, además, que la izquierda en general se identificó
implícitamente con las turbas de fanáticos autores de aquellos desmanes
criminales, al atribuir éstos al “pueblo”. Pues las izquierdas se proclamaban,
sin más averiguaciones, representantes privilegiadas del “pueblo”.
Y es cierto
que una de las deficiencias de la Restauración había sido su escasa atención a
la instrucción pública y que, en ese sentido, los republicanos hicieron un
esfuerzo indudable. Pero ese esfuerzo tuvo tres graves limitaciones, pocas
veces mencionadas: en primer lugar, los recursos dedicados a instrucción
pública (577 millones de pesetas en el primer bienio), aunque mayores que
antes, seguían siendo mediocres, manteniéndose proporcionalmente entre los más
bajos de Europa, como señala S. Payne (se construyeron algo más de 5.000
escuelas no las 13.000 de la propaganda). Otro fallo fue la improvisación de
miles de maestros mediante cursillos demasiado rápidos. Esos maestros eran a
menudo menos expertos que politizados, y concebían su tarea como una especie de
adoctrinamiento en sentido izquierdista. Un tercer error, producto del
sectarismo, y que neutralizaba en buena medida los otros avances, fue la
prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas, obstaculizando o cerrando
centros de gran solera y prestigio, como el único centro español dedicado a la
enseñanza de las ciencias económicas, en la universidad de Deusto. Con todo
esto, está claro que la tan elogiada revolución cultural de la república no
pasa de ser una entelequia. En cuanto al segundo bienio, de centro derecha,
también tradicionalmente motejado de oscurantista, aumentó notablemente los
presupuestos de enseñanza, que pasaron a 685 millones, y la construcción de
escuelas continuó prácticamente al mismo ritmo.
Puede
añadirse que durante la insurrección de octubre de 1934, principio real de la
guerra civil, fue volada, entre otras obras de arte, una de las joyas europeas
del románico, así como la valiosísima biblioteca de la universidad de Oviedo, o
incendiado el palacio de Salazar, en Portugalete, que albergaba un verdadero
museo de pinturas y una gran biblioteca.
Dejaré aquí
de lado las terribles destrucciones y saqueos del patrimonio histórico y
artístico español (bibliotecas, archivos, pinturas, esculturas, edificios…)
durante la guerra, y señalaré, una vez más, la falsedad de que entonces la
intelectualidad casi en pleno se volcase del lado del Frente Popular. En
realidad, como en otros ámbitos, la intelectualidad se dividió prácticamente
por la mitad. Merece la pena reseñar que los más destacados intelectuales
catalanes y vascos (Pla, D´Ors, Valls Teberner, Unamuno, Maeztu, Baroja, etc.)
se inclinaron por el bando de Franco, pero especialmente significativa fue la
reacción de los “padres espirituales de la república”, así llamados por el peso
de su opinión en la formación de la opinión pública republicana en 1930: Ortega
y Gasset, Gregorio Marañón, Pérez de Ayala, Antonio Machado o Unamuno. Sólo
Machado defendió al Frente Popular, llegando a elogiar la pistola de Líster por
encima de su propia labor literaria. En cuanto a los demás, Marañón escribiría
las palabras más acerbas contra los republicanos, a quienes trata de “cretinos
criminales”, y de “bellacos”: “Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera
podido hacerse dueña de España. Sin quererlo siento que estoy lleno de
resquicios por donde me entra el odio, que nunca conocí”. Pérez de Ayala los
trata de “desalmados mentecatos”, cuyo “crimen, cobardía y bajeza nunca hubiera
podido imaginar”. Ortega fustigaba a los intelectuales extranjeros, que,
ignorando todo o casi todo de España, se solidarizaban con el Frente Popular,
desacreditando la función del pensamiento. Unamuno fulminó contra el bando
izquierdista, y aunque con el paso de los meses tuvo su célebre enfrentamiento
con los falangistas, mantuvo su condena frontal a aquél.
En cuanto
al supuesto erial de la posguerra, otro tópico por el estilo, ha sido
desmentido eficaz y repetidamente por Julián Marías y otros. No hubo tal páramo
cultural, sino el empeño, bastante exitoso hasta hoy, de las izquierdas por
ocultar y borrar la cultura de entonces, desde luego muy valiosa. Lo más
llamativo es que la condena a la cultura de aquella época no se hace desde un
apabullante florecimiento intelectual, sino desde la mediocridad más ramplona.
Pero, gracias a la repetición y a un cierto griterío, el tópico ha terminado por
imponerse en buena medida.
En la
lamentable realidad, nadie ha incendiado más bibliotecas, más centros de
cultura, más obras de arte, nadie ha destruido más patrimonio artístico e
histórico español que esos partidos y grupos que se presentan como apóstoles de
la cultura. Su balance es estremecedor, pero no impide que hablen alto y con
autoridad, y acusando a los demás a troche y moche. ¡En qué país estamos!