San Bernardo, el
“Doctor Melifluo y el último de los Padres, mas no inferior a ellos",
según palabras de Pío XII, hijo de una familia de santos, a los 25 años es
nombrado fundador y abad de Claraval, reforma la Orden del Císter y funda
numerosos monasterios, siendo casi un millar los monjes que se consagraron a
Dios bajo sus manos. Pero su influencia trasciende al Císter y llega a toda la
Iglesia corrigiendo a reyes, emperadores y hasta incluso al Papa. Mas la
posteridad lo conocerá principalmente como el gran amante de Nuestra Señora, a
la que amaba con ternísimo afecto y a la que le compuso singulares y devotos
libros.
Fragmentos de la carta
de San Bernardo al Papa Eugenio en la que le suplica no se deje absorber
totalmente por las ocupaciones de tal modo que vaya a descuidar la oración.
1.Tengo
miedo, te lo confieso, de que en medio de tus ocupaciones, que son tantas, por
no poder esperar que lleguen nunca a su fin, acabes por endurecerte tú mismo y
lentamente pierdas la sensibilidad de un dolor tan justificado y saludable.
Sustráete
de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirte que
te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la
dureza del corazón...
¡Hasta
este extremo pueden llevarte esas malditas ocupaciones si, tal como empezaste,
siguen absorbiéndote por entero sin reservarte nada para ti mismo! Pierdes el
tiempo; y si me permites que sea para ti otro Jetró, te diría que te agotas en
un trabajo insensato, con unas ocupaciones que no son sino tormento del
espíritu, enervamiento del alma y pérdida de la gracia. El fruto de tantos
afanes, ¿no se reducirá a puras telas de araña?
Yo
te preguntaría: ¿Qué es eso de estar desde la mañana hasta la noche presidiendo
juicios y escuchando a litigantes?... Un día le pasa a otro sus pleitos y la
noche lega a la noche su maldad; y sin respiro alguno no sacas un momento para
orar... Gran virtud, por cierto, la paciencia. Pero en este caso no me gustaría
que la tuvieras tú. Hay ocasiones en que es preferible saber impacientarse. No
consiste la paciencia en consentir que te degraden hasta la esclavitud, cuando
puedes mantenerte libre. Y no quisiera que pasara inadvertida para ti esa
servidumbre en la que día a día te estás hundiendo sin darte cuenta. ¿Puede haber
algo más servil o indigno de un Sumo Pontífice como desvivirse por estos
negocios, no digo ya cada día, sino en todo momento? Así, ¿qué tiempo puede
quedarnos para orar?
Me
dirás: ¿Qué puedo hacer? —Abstenerte de tantas ocupaciones.
Escucha
mi reprensión y mis consejos: Si toda tu vida y tu saber lo dedicas a las
actividades y no te reservas nada de tiempo para la oración y consideración, acaso,
¿podría felicitarte? —No; por eso no te felicito...
Si
tienes ilusión en ser todo para todos, imitando al que se hizo “todo para
todos” (1 Cor. 9, 22), alabo tu bondad, a condición de que sea plena. Pero,
¿cómo puede ser plena esa bondad si te excluyes de ella a ti mismo? Tú también
eres un ser humano. Luego, para que sea total y plena tu bondad, su seno, que
abarca a todos los hombres, debe acogerte también a ti. De lo contrario, ¿de
qué te sirve —de acuerdo con la palabra del Señor— ganarlos a todos si te
pierdes a ti mismo? (Consideratione ad Eugenium Papam).
2.Es
normal que me desvele y me inquiete por vosotros, al veros en tanta miseria y
envueltos en tantos peligros. Nosotros mismos, como sabemos, llevamos la
trampa. Doquier vayamos, llevamos con nosotros a nuestro propio enemigo,
nuestro propio cuerpo: la carne, nacida y nutrida en el pecado; demasiado
corrompida en su origen y mucho más viciada por las malas costumbres. Por eso
lucha tan cruelmente contra el espíritu; murmura con tanta frecuencia y no
soporta la disciplina; sugiere lo malo y no se somete a la razón ni le asusta
temor alguno.
A
ella se le une y ayuda la astucia de la serpiente, y se sirve de ella para
atacarnos. Su deseo, su empeño y su propósito es la perdición de las almas.
Trama continuamente la maldad, instiga los deseos de la carne, alimenta el
fuego de la concupiscencia con sugestiones ponzoñosas, inflama los movimientos
ilícitos, prepara las ocasiones de pecar y no cesa de tentar el corazón del
hombre...
Pero,
¿qué aprovecha indicar los peligros, si no se da un consuelo ni se expone un
remedio? Vivimos en gran peligro en una lucha sin cuartel contra nuestro
huésped. Con el agravante de que nosotros somos peregrinos y él ciudadano. Él
está en su patria, mientras nosotros somos desterrados y peregrinos. Tenemos
con él una gran desventaja. ¿Quiénes somos nosotros y con qué fortaleza
contamos para poder resistir a tantas tentaciones? Pero esto es precisamente
lo que pretende el Señor, que al palpar así nuestra flaqueza nos demos cuenta
de nuestra incapacidad, y acudamos con toda humildad a su misericordia, convencidos
que no tenemos otro auxilio que nos pueda valer. Por eso os pido, hermanos, que
tengáis siempre a mano el refugio inexpugnable de la oración...
3.
Fuerte es el poder del infierno, pero la oración es más fuerte que todos los
demonios. En la dulce quietud de la oración es donde se adquieren las fuerzas
necesarias para hacer frente a los enemigos y practicar las virtudes...
Siempre
que hablo de la oración, me parece oír en vuestro corazón ciertas palabras
inspiradas en criterios humanos. Las he oído más de una vez y también yo las he
experimentado alguna vez en mi corazón. ¿Cómo se explica que aunque no dejemos
de orar no notamos el fruto de la oración? Como entramos, así salimos. Nadie
nos responde, nadie nos da nada, parece que trabajamos en balde. Sin embargo,
¿qué nos dice la fe? “Cualquier cosa que pidáis en vuestra oración, creed que
os la han concedido, y la obtendréis'' (Mc. 11, 24).
4.
Hermanos, no despreciéis vuestra oración, pues, os digo de verdad que no la
tiene en poco Aquel a quien se hace. Antes de que salga de vuestra boca, la
manda escribir en su libro. Y una de dos cosas podemos esperar sin ningún
género de duda: que nos dará lo que le pedimos, u otra gracia mejor si El la
cree más conveniente... La oración nunca es infructuosa. (Serm. 5.)
5.
Cuando vayas a hacer oración, debes pensar como el profeta cuando decía: “Voy a
entrar en el maravilloso tabernáculo y en la casa de Dios” (Sal. 41, 5).
Realmente, durante la oración nos conviene entrar en la corte celeste, esa
corte en la que el Rey de los reyes está sentado en un trono de estrellas,
rodeado de la multitud inefable e incontable de los espíritus bienaventurados,
de los que habla Daniel, diciendo: Miles y miles le servían, y miríadas de
miríadas estaban a sus órdenes (Dan. 7, 10).
6.
¿Con qué reverencia, temor y humildad no deberá acercarse, pues, este pobre
renacuajo que sale a rastras de su charca? ¿Con qué actitud de temblor, súplica
y humildad, y con qué cuidado y atención de todo su ser no se presentará este
miserable hombrecillo ante la majestad gloriosa, en presencia de los ángeles y
en medio de la asamblea y compañía de los santos?
Todas
las acciones nos exigen gran atención; pero sobre todo la oración. Como nos
dice nuestra Regla, en todo momento y lugar nos mira el Señor, pero muy
particularmente en la oración. Es cierto que siempre estamos bajo su mirada;
pero en ese momento nos presentamos y acercamos nosotros mismos para hablar
directamente con Dios...
7.
Así, pues, el que ora, ore como si hubiese sido elevado y puesto en presencia
del que está sentado en un trono glorioso rodeado de ángeles fieles, y por
encima de los hombres, esos desvalidos que ha levantado del polvo y esos pobres
que ha alzado de la basura. Véase así, repito, y convencido que está ante el
Señor de la majestad, diga con Abrahán: “Aunque soy polvo y ceniza, osaré
hablar a mi Señor” (Gen., 18, 27). Y me atrevo a ello, Señor, fuente de
misericordia, porque me lo mandas con tus preceptos y me lo enseña tu palabra.
(Serm. 25.)
8.
En este aspecto, creo que se requieren tres condiciones que deben impregnar
profundamente la atención del que ora: qué pide, a quién se lo pide y quién lo
pide.
A
los que oren así, dice el Señor por Isaías: Antes que me llamen, Yo les
responderé; aún estará hablando y ya les habré escuchado (Is., 65, 24).
El
que pide debe tener en cuenta estos dos aspectos de Dios: su bondad y su
majestad. Por su bondad quiere dar gratuitamente, y por su majestad puede
conceder cuanto se le pida. Y tampoco debe olvidar estas dos cosas: esté
convencido que no recibirá nada por sus propios méritos, y confíe recibir de la
misericordia divina todo cuanto pide. Cuando se dan todas estas condiciones, tal
como las hemos explicado, entonces se puede hablar de un corazón puro, y quien
ora con esta pureza e intención de corazón, crea que será escuchado. Lo
atestigua el apóstol Pedro: Dios no hace distinciones, sino que acepta al que
le es fiel y obra rectamente (Hech. 10, 34-35). (Serm. 107.)
9.
Todo pensamiento bueno procede de Dios. El consentimiento y la obra también,
pero se dan sin nosotros.
Estas
palabras no son mías, sino del Apóstol (2 Cor., 3, 5), que atribuía a Dios y no
a su libre albedrío todos los pensamientos, deseos y obras buenas. Por
consiguiente, si es Dios quien realiza en nosotros estas tres cosas, esto es,
quien nos hace pensar, desear y obrar el bien, es evidente que lo primero lo
hace sin nosotros, lo segundo con nosotros y lo tercero por nosotros.
Se
anticipa a nosotros inspirándonos un buen pensamiento. Nos une a El por el
consentimiento, cambiando incluso nuestros malos deseos. Y se convierte en el
artífice interior de la obra que nosotros hacemos externamente, dándonos la
facultad y facilidad de dar el consentimiento.
Nosotros
no podemos anticiparnos a nosotros mismos. Por lo tanto, Dios, ante quien nada
es bueno, a nadie puede salvar si El no se anticipa con la gracia. El comienzo
de nuestra salvación, sin duda alguna, viene de Dios. Y no por nosotros ni con
nosotros. El consentimiento y la realización tampoco proceden de nosotros,
pero no se dan sin nosotros.
10.
Sin la buena voluntad no son posibles ni el consentimiento ni las obras.
Por
tanto, ni lo primero tiene mérito, porque no hacemos nada; ni tampoco lo
último, pues muchas veces nos impulsa a ello un temor inútil o un disimulo
reprensible. Sólo tiene méritos lo segundo. Muchas veces basta la buena
voluntad. Y si ésta falta, todo lo demás es inútil. Repito que son inútiles,
pero para quien las hace, no para quien las contempla. Según esto, de la
intención nace el mérito. La acción sirve de ejemplo y el deseo que procede de
ambas sólo sirve para excitarlas.
Guardémonos,
pues, cuando sintamos todo esto dentro de nosotros, de atribuirlo a nuestra
voluntad, que es muy débil. O de pensar que Dios está obligado a hacerlo, lo
cual es absurdo. Sino sólo a su gracia, de la cual está lleno. Ella, la gracia,
excita el libre albedrío con la semilla de los deseos; lo sana cambiando los
sentimientos: le da vigor guiándolo mientras actúa, y sigue atendiéndole para
que no desmaye. Colabora con el libre albedrío de la siguiente forma:
Primeramente se anticipa a él, y después lo acompaña. Y se anticipa a él para
que después pueda ser su colaborador. De este modo, lo que solamente comenzó la
gracia, lo hacen después los dos. Avanza a la vez, no por separado. No uno
antes y otros después, sino a un mismo tiempo. No hace una parte la gracia y
otra el libre albedrío: cada uno lo hace todo en la misma y única obra. Los dos
lo hacen todo. Todo se hace con el libre albedrío, y todo se hace por la
gracia.
Creo
haber complacido al lector, por no haberme apartado en nada de la doctrina del
Apóstol, y en todos los puntos de mi expresión he usado sus mismas palabras. He
expresado como él que no es del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que
tiene misericordia (Mr. 9, 16).
Con
estas expresiones no pretendo afirmar que se puede querer o correr en vano,
sino que quien desea algo y corre tras ello no debe glorificarse de sí mismo,
sino de aquel de quien recibe el querer y el correr. Por eso, añade: ¿qué
tienes que no hayas recibido? (1 Cor. 4, 7).
Quien
creó al que debía salvar, da también los medios para que se salve... Y como
todo lo va realizando en nosotros el Espíritu divino, todo lo bueno que hacemos
son dones de Dios. Pero como se realiza con nuestro consentimiento, también
son méritos nuestros...
Pero
si no tienes nada de ti mismo, ¿cómo puedes pretender la salvación? —Invocaré
el nombre del Señor. Porque todos los que le invocan se salvarán (Hech. 2. 21).
El
mismo nos dice: Sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que
es poderoso para asegurar el encargo que me dio (1 Tm. 1, 12). Y confiando en
el que hizo la promesa, podemos reclamar con confianza lo prometido...
Resumiendo:
la voluntad divina se convierte así en ayuda, y esta ayuda hace merecer el
premio. Por lo tanto, si el querer viene de Dios, también el premio. No hay
duda que es Dios quien actúa en el querer y en el obrar de la buena voluntad.
Dios es, pues, el autor del mérito. El hace que la buena voluntad se entregue a
la obra y descubre la obra buena de la misma voluntad... (La Grac, y lib.
alb.)
11.Y
¿cómo conseguirlo? —Me invocará y lo escucharé (Sal. 90, 1). He aquí una clara
alianza de paz, un pacto de piedad, un acuerdo de misericordia y compasión.
No
dice: “Porque fue digno, porque fue justo, porque es hombre de manos inocentes
y de puro corazón; por eso lo libraré, lo protegeré y lo escucharé”. Si
hablase así, ¿quién no desconfiaría? ¿Quién se atrevería a decir: “Tengo la
conciencia pura”? ¡Oh, dulce ley, que establece el clamor de la oración como
único mérito para ser escuchado! (Sm. 16).
12.Yo
me siento manchado con tres clases de inmundicias: la concupiscencia de la
carne, el deseo de la gloria terrena y el recuerdo de los pecados pasados. Me
hallo combatido de los más diversos deseos y me siento incapaz de dominarlos
con mis propias fuerzas mientras estoy en este mundo y en este cuerpo mortal.
El único remedio para tantas miserias es la oración. Como están los ojos de los
esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor
Dios nuestro, esperando su misericordia (Sal. 122, 2). Él es el único purísimo
que puede sacar pureza de lo impuro, y para eliminar las huellas del pecado
tenemos el remedio de la confesión que todo lo purifica. Oración y confesión
son las dos medicinas que limpian el corazón (Sm. 1 Fiesta de Todos los
Santos).
13.Quien
sabe lo que debe hacer y no lo hace, está en pecado. Por tanto, sabiendo que en
la oración se nos da la buena voluntad, cuando sepas lo que debes hacer, haz
oración para ser capaz de realizarlo: ora con empeño y perseverancia, como
aquel que pasaba la noche orando a Dios, y el Padre dará el buen espíritu a los
que se lo piden (Sm. 4 en la Ascensión del Señor).
(Codesal.
“Antología de textos sobre la oración”, Editorial Apostolado Mariano)