"Denme un ejército que rece
el Rosario y vencerá al mundo" (San Pío X).
Nos referiremos en esta ocasión
la victoria de la batalla de Lepanto. Este triunfo dio origen a la fiesta de
Nuestra Señora del Rosario, que celebramos hoy.
Hacia 1571 Europa era amenazada
por los musulmanes turcos, que habían conquistado el Norte de África y el medio
oriente, y controlaban el Mediterráneo. España y Portugal se habían librado de
los musulmanes después de ocho siglos de lucha. Los turcos se preparaban para
invadir Europa y tal cosa habría significado el fin del Cristianismo.
La situación era desesperada. El
Papa San Pío V trató de unificar a los cristianos para la defensa militar del
continente, pero contó con poco apoyo. Finalmente, logró reunir un ejército de
20.000 soldados y una flota de 101 galeones y otros barcos más pequeños. Los
turcos, por su parte, poseían la flota más poderosa del mundo, con 300 galeras
en las cuales había miles de esclavos cristianos que eran usados como remeros.
Los cristianos estaban en gran
desventaja siendo más pequeña su flota, pero poseían un arma invencible: el
Santo Rosario. En la bandera de la nave capitana de la escuadra cristiana
ondeaban la Santa Cruz y el Santo Rosario.
Conociendo el poder del Rosario,
San Pío V pidió a toda la Cristiandad que lo rezara y ayunara, suplicando a la
Santísima Virgen su auxilio ante aquel peligro. El Papa ordenó, además, que
antes entrar en combate, se sacara de la armada católica a cualquier soldado
cuyo comportamiento pudiese ofender a Dios.
Poco antes del amanecer del 7 de
octubre, la flota cristiana encontró a la flota turca anclada en el puerto de
Lepanto, Grecia. La flota católica se ordenó en forma de cruz y la flota turca,
en forma de media luna, mientras los fieles en todo el mundo dirigían su
plegaria a la Santísima Virgen, Rosario en mano, para que ayudara a los
cristianos en aquella batalla decisiva.
En nuestra flota se dio la señal
de batalla izando la bandera enviada por el Papa, que tenía las imágenes de Cristo
crucificado y de la S. Virgen. Los generales cristianos animaron a las tropas y
ordenaron rezar, y los soldados cayeron de rodillas ante el crucifijo y
continuaron en fervorosa oración hasta que las flotas se aproximaron. El
Almirante Don Juan de Austria arengó en estos términos a los combatientes
españoles: "Hijos, a morir hemos venido, o a vencer si el cielo lo
dispone. No deis ocasión para que el enemigo os pregunte con arrogancia impía
¿dónde está vuestro Dios? Pelead en su santo nombre, porque muertos o
victoriosos, habréis de alcanzar la inmortalidad".
Los turcos se lanzaron sobre los
cristianos con gran rapidez, pues un fuerte viento les era favorable. Pero
sucedió que éste se calmó justo al comenzar la batalla, y pronto cambió de
dirección, favoreciendo a los católicos. La batalla fue terrible y sangrienta.
Duró desde alrededor de las 6 de la mañana hasta que oscureció.
El Papa Pío V, desde el Vaticano,
no cesó de rogar a Dios. Durante la batalla se hizo una procesión del Rosario
para pedir la victoria. Estaba conversando con algunos cardenales cuando
repentinamente los dejó, se quedó algún tiempo con sus ojos fijos en el cielo,
y dijo: "No es hora de hablar más sino de dar gracias a Dios por
la victoria que ha concedido a las armas cristianas". El Cielo le
había revelado la victoria, confirmada por los mensajeros que llegaron varios
días después.
El carácter milagroso del triunfo
de Lepanto se corrobora por los testimonios de los prisioneros capturados en la
batalla: ellos testificaron que habían visto a N.S. Jesucristo, a San Pedro, a
San Pablo y a una gran multitud de ángeles, espada en mano, luchando contra los
turcos y cegándolos con humo.
En la batalla de Lepanto murieron
unos 30.000 turcos y 5.000 fueron tomados prisioneros. Unos 15.000 esclavos
cristianos fueron encontrados encadenados en las galeras y fueron liberados.
Los musulmanes perdieron más de 200 naves. La flota cristiana sufrió 7.600
bajas y la pérdida de 12 galeras. Dios, que en su justicia había permitido que
parte de las naciones cristianas cayeran bajo la opresión turca, impuso aquel
día un límite al Islam y no permitió que el Cristianismo desapareciera.
Los católicos logramos
ese 7 de octubre una milagrosa victoria que cambió el curso de la historia. Con
este triunfo se fortaleció grandemente la devoción al Santo Rosario. En 1569,
(dos años antes de la batalla) el mismo San Pío V había fijado la forma
tradicional del Rosario, que se mantuvo intacta hasta que el modernista Juan
Pablo II osó modificarla.
En agradecimiento a
Dios por la victoria, el Papa Pio V instituyó la fiesta de N.S. de las
Victorias, el primer domingo de octubre. A las letanías de Nuestra Señora
añadió la invocación "Auxilio de los cristianos". El Papa Pío V murió
el primero de mayo de 1572 y fue canonizado en 1712. En 1573, el Papa Gregorio
XIII cambió el nombre a la fiesta, por el de Nuestra Señora del Rosario.
San Pío X la fijó para el 7 de Octubre y afirmó lo siguiente: "Denme
un ejército que rece el Rosario y vencerá al mundo".
Lo acontecido en
Lepanto por intercesión de la Virgen y el rezo del Rosario se repitió en otros
enfrentamientos con los turcos, como la batalla de Viena, el 12 de septiembre
de 1683. En agradecimiento a N. Señora por esta victoria, se estableció la
fiesta del Dulce Nombre de María.La victoria en la batalla de Temesvar, en Rumania, el 5 de agosto de 1716,
también se debe a la intercesión de la S. Virgen María, etc.
En la actualidad los
católicos estamos en situación similar a la de la época de Lepanto. El enemigo
parece muy superior y el cáncer modernista triunfante en la Iglesia desde el
fatídico Vaticano II se extiende cada vez más. El 29 de enero de 1975, Pablo
VI, fiel a los sueños pacifistas y ecumenistas de los liberales, devolvió a los
turcos el estandarte que los enemigos de Cristo izaron en su nave principal en
Lepanto. Este insigne trofeo había sido conservado casi 400 años en Santa María
la Mayor, como un exvoto de eterna gratitud a la Sma. Virgen, Protectora de la
Cristiandad.
Y hoy, mientras los traidores
liberales entregan Europa a los musulmanes, el astuto demonio ha logrado
inocular el veneno liberal también en la FSSPX. El Superior General de la congregación
ya ha entregado algunas banderas a los destructores de la Iglesia: ha preferido
ceder en ciertos puntos doctrinales ante la amenaza de una nueva excomunión, y
sigue dispuesto a poner a la tradición bajo el poder de los liberales, como lo
prueba su diplomático silencio ante los constantes escándalos
del Papa Francisco y de la secta conciliar.
Estimados fieles: aunque la
situación es terrible, tengamos confianza porque la victoria absoluta de Cristo
es cierta, indudable, inevitable: es una verdad revelada por el mismo Dios.
Nosotros hagamos nuestra parte: “a los soldados toca combatir y a Dios dar la
victoria”, decía Santa Juana de Arco: nuestro deber es combatir hasta el final,
y para eso contamos con las armas invencibles de Dios: la fe íntegra, el santo
Sacrificio de la Misa y el Santo Rosario.
"Denme un ejército que rece
el Rosario y vencerá al mundo".