Como todas
las catedrales célebres, Agustín es más admirado por fuera y de lejos que
visitado en sus airosos cruceros y en sus criptas. Si alguno conoce de él una
sola obra, estamos seguros de que ha leído las Confesiones. Las Confesiones
figuran en el breve inventario de la literatura universal con
los mismos derechos que la Odisea, que el Paraíso perdido. Al
lado de la Imitación de Cristo y de La Divina comedia, es el
libro cristiano más divulgado, reimpreso, traducido y comentado en todo el
Occidente, uno de esos libros que los mismos agnósticos y los incrédulos sienten el
deber de leer. En la Edad Media, la Ciudad de Dios superó, quizá, la
popularidad de las Confesiones, porque aquellos moradores de las
tinieblas amaban las catedrales de piedra y de idea; hoy, en cambio, las Confesiones ocupan el
campo. Hemos llegado a ser indagadores, a veces petulantes e irreverentes, de
las virtudes ajenas, y más que la filosofía de la historia nos apetece la
anatomía de las almas: menos metafísicos y más
psicólogos.
Agustín era
más rico que nosotros: es el último de los grandes metafísicos y el primero de los
psicólogos modernos. Si en otras obras es ariete contra los baluartes
heterodoxos o arquitecto ciclópeo, en las Confesiones se dan al mismo
tiempo especulación e introspección, teología y autobiografía, Dios y el yo. La
mayoría, en nuestros tiempos, buscan en ella casi sólo esto último y,
especialmente después del capítulo IX, sienten dentera y dislocación. Buscaban
un alma fanfarrona y se sienten transportar a las alturas de la plegaria.
Entre los
modernos y Agustín hay una equivocación. La palabra “Confesiones”, adoptada por
tantos, no tiene el mismo sentido para él y para nosotros. Agustín no ha querido
escribir memorias, una vida propia, como tantos han hecho después de él e
inspirados por él. Confessio, para Agustín, equivale a reconocimiento
del pecado propio; pero, sobre todo, elogio de la misericordia, de la gracia,
de la sabiduría de Dios. El adoptó el significado bíblico de «confiteri»,
confieso tu gloria, soy testimonio de tu grandeza. Soy, pues, ante todo, algo
semejante a una oferta: “Accipe sacrificium confessionum mearum”, escribe al
principio del libro V. Mucho más que autobiografía, las Confesiones son
elevación a Dios, continua declaración de amor a Dios. Narra su vida pasada,
pero sólo con hechos estrictamente necesarios, porque constituye un documento
del poder de la Gracia divina, el testimonio apologético de lo que Dios supo
hacer para iluminar a un ciego y para limpiar a un enlodado. Hay, es cierto,
dos clases de confesiones: confesión de alabanza y confesión de acusación; pero
esta segunda, por fuerza personal, forma parte de la primera a título de
prueba: es un corolario de la primera, ejerce la función de ella.
¿A quién iba
Agustín a confesarse en el sentido que nosotros entendemos por lo regular? ¿A
Dios? Ciertamente, no, pues sabe todo; sería repetición superflua. ¿A los hombres?
Pero en calidad de catecúmeno ya se ha confesado, y hace tiempo, a Simpliciano
y a Ambrosio, a quienes refirió las culpas y los errores de su vida anterior al
bautismo.
Escribe, sí,
también para los hombres, y no se avergüenza de darse a conocer hasta en lo
íntimo del corazón, hasta en sus vestigios de lepra, no para satisfacer extraña
curiosidad o pavonearse, sino con la esperanza de servir de ejemplo al
caminante y de alcanzar las oraciones de sus hermanos.
Él mismo, en
las Retractaciones, ha dicho cuál fue su verdadera intención: «Los trece
libros de mis Confesiones alaban por mis bienes y por mis males a Dios
justo y bueno: elevan hacia Él el entendimiento y el corazón del hombre.» El
objetivo, pues, como el de las otras obras agustinas, es teocéntrico. Si
hubiese podido prescindir de hablar de sí, lo habría hecho; pero como su caso
personalísimo es una alegación más que llevar al archivo de la Gracia, se ha
obligado a referir la parte indispensable de sus recuerdos. Si hay en ellas
alguna razón suplementaria, fuera de la glorificación de Dios, es precisamente
todo lo opuesto a la ostentación. Cuenta Posidio, quien no se separó de él hasta la muerte, que para escribir las Confesiones
«fue movido a fin de que ninguno, según el dicho del Apóstol, le estimase
más de lo que él sentía ser, o que se podía saber por sus palabras, según es
propio de la santa humildad, para no sembrar humo, sino para dar alabanzas, no
a sí, sino a Dios, por los favores recibidos de la liberación, e impetrar de él
otros nuevos que deseaba por las súplicas de los hermanos». No las escribió,
por tanto, como supone Erasmo, para lavarse de las acusaciones de los
donatistas, ¡cuánto menos para proveer de armas a los acusadores!
Pero la
empresa, aun hecha con estas intenciones, todo lo que se quiera menos
autobiográficas, era por entonces nueva, especialmente por la forma en que fue
llevada a cabo. Los antiguos no hablaban con gusto de sí o lo hacían para
defenderse o gloriarse. El archiserio Aristóteles dictaminó que el hombre
perfecto «no habla nunca ni de los otros ni de sí mismo». No todos le dieron la
razón, y los antiguos que escribieron sus propias hazañas, aun en tercera
persona, como Jenofonte o César, tuvieron por fin alabarse, o, como Emilio
Scauro o Cicerón, justificarse. Mas, de todas formas, narraban sucesos
exteriores, y no los espirituales, mientras que las Confesiones agustinianas
pueden llamarse verdaderamente, como la obra de Leopardi, Historia de un
alma. El único que en este sentido precedió a Agustín fue Marco Aurelio,
pero los Recuerdos acerca de sí mismo son todo lo que puede estar más
lejos de las Confesiones; no son ni relato dramático: son una sarta de
favores agradecidos, seguida de fragmentos de reflexiones genéricas, de
consejos y de apuntes de conferencias. En Marco Aurelio hay toda la frialdad
satisfecha del aprendiz estoico; en Agustín, todo el incendio de un alma redimida,
que se acusa para mejor exaltar a su Dios.
Ni siquiera
el frío y corto poema autobiográfico de San Gregorio Nacianceno puede ponerse
al lado de la trepidante polifonía del africano.
Aquí es el
hombre que imprime en los fondos eruptivos de su jubilosa atestación todas sus
inquietudes, su batir de alas hacia el fuego central del universo, su deseo de hundirse
en el abismo del ser. Espejismo de deleite, fulgores de éxtasis, zozobras de
corazón, sediciones de pensamientos, todo un vivo pulular de un espíritu que
luce y arde, hace claro y milagroso este fulgurante complejo. Si la tierra,
según la profunda definición de Keats, es «el valle de la creación del alma»,
este libro es una tierra, un mundo. Aquí se ve a un alma que, paulatinamente,
va dejando la enfermedad por caridad del Sumo Médico; que surge, desde el
cenagal de los lujuriosos, a embriagarse, en el alto banquete, con el vino de
la luz eterna. Agustín se hace delator
de sí mismo, su arrebato desnudador descubre los aguijones clavados en su
carne, pero para mostrar, al final, que cada espina puede convertirse en remo o
ala. Y vemos al sacamuelas de la juventud cambiarse, ante nuestros ojos, «en la
mesa de bronce en que escribe el Señor».
Al par de La
Divina Comedia y del Pilgrim's Progress, es la historia de un hombre
que de la selva de los pecados asciende a las esferas de la salvación y de la
contemplación. No tiene como fondo al linaje de Adán repartido en tres reinos,
o una geografía alegórica y mística, sino al mundo todo humano de las pasiones
y de las ideas. El esquema ideal es, no obstante, el mismo: metamorfosis de lo bajo
en lo alto, «comedia» de dos personajes, el yo y Dios, de final alegre. A qué
género pertenezca el libro, nadie puede decirlo. No es biografía, pues faltan
demasiadas cosas: por momentos, desahogo; por momentos, oración; ya es el
profesor que explica, ya el filósofo que recapacita en nuestra presencia, ya el
teólogo que enseña, ya el poeta que llega a hacer
que el dolor beba en la casta belleza de las evocaciones, ya el místico que se
lanza a decir lo indecible.
Si acaso,
pertenece al género epistolar. Agustín, cuando escribe, tiene siempre necesidad
de sentir a una persona delante, saber a quién habla. No habla nunca en el vacío,
sobre un plano genérico y a oyentes confusos en el universal
anónimo. En los tratados polémicos se dirige a los adversarios; en los
diálogos, a su interlocutor; en las cartas, a los amigos; en los sermones, a
los fieles: toda obra suya lleva por delante un nombre y una dirección. Y las Confesiones,
¿qué otra cosa son sino una gigantesca epístola a Dios, una grandiosa carta
del esclavo al amo, del redimido al salvador, del ignorante al omnisapiente, del
beneficiado al bienhechor? A Él se confía, a Él pide, a Él recuerda la antigua
caridad, a Él se encomienda, y le suplica como se hace al escribir a un amigo
poderoso, y le celebra como se hace con quien se ama más que a todas las cosas.
Los hombres,
si leéis atentamente, no aparecen en ellas sino para dar los claros a las
andanzas del que escribe ; las Confesiones están concebidas en una
especie de abstracto desierto en que divisamos solamente a Agustín y a Dios:
Agustín, abajo, en la tierra, que habla a Dios; Dios, en los cielos, en
apariencia destinatario mudo, pero que ha hablado con los rayos de su Gracia.
Las Confesiones son una carta que tuvo su primera contestación antes de
ser escrita: es el cántico de la gratitud, entonado por el pobre a los pies del
rico que ha saciado su hambre.
En las Confesiones,
Agustín se quita, se arranca, dirá mejor, de encima las diferentes
vestiduras que ha de llevar cada día para estar solo, al fin, consigo mismo y
con Dios. Y por mucho que se asome, aquí y allí especialmente al final, o el exégeta
o el teólogo o el filósofo, este libro es un verdadero espejo interior, su
examen de conciencia en la perspectiva del absoluto. Para él, «cristiano» no
significa nada añadido a «hombre», sino la explicación y el complemento
necesario del hombre: una cosa sola.
Esto
desenmascara a los que quieren ver en las Confesiones a un Agustín que
crea, a propósito, casi fantásticamente, una «experiencia religiosa» que
sobrepone a su verdadero yo. Para él, el hombre sin Dios no puede vivir realmente,
ser él mismo, y, por consiguiente tiene el deber de estar en su presencia, en
su compañía, digamos más, en su intimidad, todo lo más que pueda, si realmente
quiere existir. Y, por lo menos una vez, dejando a un lado al polemista y al
obispo, Agustín quiere estar solo con Dios y hablar con Él solo y sentirse
vivir en Él.
A Dios, que
nada ignora, se le puede decir todo, hasta lo que se oculta a los hombres,
hasta los secretos vergonzosos de nuestra miseria, siempre grande, aun después
del más grande don.
Muchos
inconvertibles se imaginan que en el convertido debe nacer, de hoy a mañana, lo
que ellos llaman «el hombre nuevo», y cuando no lo encuentran con toda aquella absoluta
novedad que su incompetencia exige y pide, niegan, sin más, la verdad, o la
sustancialidad de la conversión. El ejemplo de Agustín, convertido célebre,
debería bastar para desengañarlos. La conversión, aun la más profunda, no
suprime ni puede suprimir la naturaleza ingénita del hombre viejo: le reforma,
le poda, le sublima, pero no le aniquila. Aquellas fuerzas que estaban
dirigidas al mal las dirige al bien; pero son siempre las mismas en cuanto que
son potencias del ánimo y del espíritu; las facultades de la inteligencia, que
se satisfacían con el error, ahora se ocupan en la verdad, pero siguen siendo las
mismas facultades, no debilitadas, sino, por el contrario, vigorizadas, pero
siempre las mismas. El alma cambia de rumbo, pero no de índole. El que era dado
a la indignación, a la intransigencia, a la teoría pura, a la polémica apasionada,
permanece el que era, con la diferencia, importantísima, de que usa de estas
disposiciones suyas para la gloria de Dios en vez de para servicio del diablo.
Agustín, que era maestro de retórica, amante de la filosofía, siguió, aún
después, siendo filósofo, y en el estilo un retórico; pero empleó su sabia
oratoria y su destreza filosófica en defensa de Cristo, en lugar de usarlas a
favor del apostolado maniqueo o para adquirir fama y ganancias.
Y ni siquiera
los vicios son expulsados inmediata y enteramente: son refrenados, domados,
reducidos y debilitados, aunque en una u otra forma intenten florecer de nuevo
en la misma santidad. La profundidad del cambio consiste en que, mientras antes
se los toleraba, ahora se los detesta; si antes no se los reconocía como
pecados, ahora se ve toda su suciedad; si antes nos servían de motivo de
renombre, ahora se los siente como una vergüenza.
Y en las Confesiones
Agustín nos da una prueba decisiva. Escribió las Confesiones entre
el 397 y el 398; hacía, pues, casi doce años que era un convertido. Y, sin
embargo, en el análisis que hace, en el libro X, de su alma actual, encontramos
la transformación en camino, pero no completa. El pecador no ha llegado aún a
santo, y algunas tendencias pecaminosas de su antigua naturaleza lo perturban
todavía, no victoriosas ya, pero tampoco extirpadas. Él
mismo lo reconoce: «Tú has «empezado» mi transformación, y Tú sabes en «cuánta»
parte estoy cambiado.»
A los
cuarenta y cuatro años, sacerdote, y obispo, la vida se le presenta todavía a
Agustín como una tentación «sine ullo interstitio». La sensualidad, que tan
joven le ha asaltado, y que por tantos años ha retrasado su vuelta no está
apagada aún en él: ha renunciado a ella, pero continúa asaltándole; las
imágenes de aquellos placeres, reforzadas por la costumbre, «son débiles cuando
estoy despierto; pero en el sueño me llevan, no sólo hasta su deleite, sino
hasta al consentimiento y a la ilusión del acto». Y no se puede renunciar a la
comida como se renuncia a la mujer; aunque poco, es necesario alimentarse. Y
entonces se percata de que en la satisfacción de esa necesidad
anida siempre la sensualidad, no tanto en el beber como en el comer. Y la
concupiscencia del oído le hace ser demasiado indulgente para el canto, aun el de
la Iglesia, y quizá se deja arrebatar más por la dulzura de los
sonidos que por el sentido de los himnos. Y los ojos se complacen con demasía
en las bellezas de lo creado, en las formas de las cosas, en la perfección del
arte; «libido sentiendi», arrojada por un lado, vuelve por otro bajo formas más
decorosas, pero siempre culpables. Y el placer del mirar, del observar, del
buscar, es honesto ante la conciencia del deseo de conocer, pero muy a menudo
no es sino delectación y satisfacción de curiosidad. Aun viejo, Agustín se
distrae siguiendo con la vista al perro que persigue a la
liebre, a la lagartija que caza la mosca, a la araña que prepara su tela para coger
a sus víctimas.
Y a cada paso
se da cuenta de que obra para contentar aquel doble instinto del hombre de ser
amado y temido; está tentado por el
contentamiento de sí mismo y, por mucho que de él se defienda, se complace más en
la necesidad de las alabanzas.
Las tres
concupiscencias fundamentales—la sensualidad, la curiosidad, el orgullo—, las
que Dante encontrará bajo el pelaje de las tres fieras, en la selva, están en Agustín
calmadas y condenadas, pero no cercenadas y quizá ineliminables.
En Agustín ha nacido el hombre nuevo, pero no ha dado muerte al viejo. El
antiguo Adán, en él está en parte encadenado y en parte sublimado, pero
continúa y a veces se rebela. En la primera parte de las Confesiones Agustín
parece decir: «¿Quién podrá consolarme de mi pasada felicidad?» Ahora, ya
cercano a la vejez, pregunta: ¿«Qué castigos podrán merecerme la plenitud de la
futura felicidad?».
«¡ Tarde te
he amado, Belleza tan antigua y tan nueva, tarde te he amado!», exclama el
renacido en convulso clamor. Después de tantos años de obras y de súplicas, de
purificaciones y de éxtasis, sabe que es todavía imperfecto e infeliz.
«Nosotros te manifestamos nuestro afecto confesando nuestras miserias y tus
misericordias para que nos libres del todo, ya que has empezado, para
que dejemos de ser desgraciados y seamos felices en ti.» En Agustín encontramos
la señal de la verdadera santidad, que es no creerse santo.