Un fenómeno que hubiera sido
imprevisible hace unos años, visto el avance imparable de la impiedad y la
creciente indiferencia y escarnio para con todo lo tocante a la religión, es
éste de la presión ostensible de las masas sobre la Iglesia para instarla a
mudar la disciplina de los sacramentos, requiriendo a viva voz un indulto para
su recepción incondicional. Como en todos los casos en los que se manifiesta el
monstruo tele-dirigido de la opinión pública, haremos bien en desconfiar de la
espontaneidad del clamor y en atribuirle un agente oculto, pero lo cierto es
que este reclamo cunde entonces cuando todo hacía entender, humanamente
hablando, que la atención a la práctica religiosa se extinguiría al mismo paso
que la tecnología siguiera propiciando una indefinida inmersión en los goces
terrenos, sin margen para recordar las postrimerías ni por azar.
Pero no. Y como este imprevisto interés por la Eucaristía parece escaparle a toda lógica humana -y máxime en atención a lo que supone- tendremos que remitirlo a influjo demoníaco, no sin profunda analogía con la increíble condensación de injusticia y crueldad verificadas en la Pasión del Señor, cuando Él mismo -en atención a la acción conjunta de hombres y demonios- pronunció esa sentencia por siempre memorable: haec est hora vestra et potestas tenebrarum.
Consta que esta manifestación del
misterio de iniquidad próxima a verificarse -el de la admisión oficial a
comulgar el Cuerpo de Cristo a quienquiera, sin importar las disposiciones:
adúlteros, invertidos, impenitentes de toda ralea, quizás incluso animales-
viene copiosamente precedida de vistosos jalones anticipatorios: la reforma
-mejor «ruptura»- litúrgica; la práctica de la comunión en la mano, impartida a
menudo por los mismos fieles; la reducción al mínimo del ayuno eucarístico, que
resulta irónico seguir llamando ayuno, etc. No ha faltado,
para mayor oprobio, el obispo presidente de Conferencia Episcopal dando la
comunión a un notorio transexual; ni se les ha ahorrado a las sufrientes
conciencias cristianas el espectáculo de la sustitución del copón por vasitos
de plástico en las misas papales multitudinarias, incluyendo las hostias
consagradas caídas en el fango por inadvertencia, y la omisión ya constante y
definitiva de las respectivas genuflexiones, de parte del pontífice, al momento
de la doble consagración...
En las Flores de poetas ilustres, de Pedro Espinosa (antología de autores del Siglo de Oro preparada por un contemporáneo) se cuenta un soneto de Alonso de Salas Barbadillo al Bautista en el que, luego de encomiar al Precursor, le dirige a éste un retórico reproche a propósito del Ecce Agnus Dei, y dice:
En las Flores de poetas ilustres, de Pedro Espinosa (antología de autores del Siglo de Oro preparada por un contemporáneo) se cuenta un soneto de Alonso de Salas Barbadillo al Bautista en el que, luego de encomiar al Precursor, le dirige a éste un retórico reproche a propósito del Ecce Agnus Dei, y dice:
¿Para qué le mostráis, varón famoso,
a un pueblo que después tiranamente
ha de ser de su sangre carnicero?
Encoged vuestro dedo milagroso,
y advertid que mostrarle a aquesta gente
es mostrar a los lobos el cordero.
Esto es, señaladamente, lo que ya
se viene ejecutando en la nueva Iglesia, en la que, al par que el sacramento de
la confesión se ha vuelto superfluo, las filas para comulgar rebosan gente.
Esto es lo que, con una nueva torción en las crapulosas maquinaciones de los
responsables, se intentará lograr después de octubre: exhibir al Cordero de
Dios a la angurria de los lobos, que ahora vale retocar el dicho de Hobbes en homo,
homini Deoque lupus. No sabemos aún si la novedad en ciernes incluirá
una alteración de la epíclesis consacratoria, de modo que la misa deba ser
considerada a todas luces inválida -y por tanto, una parodia del verdadero
Sacrificio- o bien si, para mayor daño, las fórmulas continuarán inmutables y
la Presencia Real será mancillada más a sabiendas, con acrecido ultraje. En
cualquier caso, la autoafirmación del hombre y el afán deicida conocerán una
profundización inaudita. Se surtirá una redención automática, a la medida del
más patán, y el Señor seguirá sufriendo en sus miembros; y no sería de extrañar
que, recitada por el sacerdote la invitación a comulgar, los asistentes
respondan «soy digno, dignísimo, de que entres en mi casa...». Hasta
que, después de esta suprema humillación inscrita en su obra redentora, Él
mismo disponga manifestarse -para estupor de todos aquellos que proclamarán el
definitivo«Ecce»- como aquel Cordero degollado «digno de recibir el
poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza».
Entonces se verificará el doble y pendiente veredicto que hacía felices a los
que lloran y pronunciaba el ¡ay! sobre los satisfechos.