10 DE DICIEMBRE DE 2014
“El papa Francisco fue el 25 noviembre a
Estrasburgo, invitado por el Parlamento Europeo. El pensamiento ultra
progresista del papa jesuita no alentaba muchas esperanzas como para que
pronunciase un discurso propio del Vicario de Cristo, delante de una
institución que ha rechazado la identidad cristiana de su continente. La
ovación general y el concierto de alabanzas proveniente de los afiliados a las
logias masónicas no dejaron dudas sobre el contenido del discurso pontifical.
La palabra “dignidad” fue pronunciada 17
veces, la de “derecho” 13 veces, la de trascendencia seis veces y la de Dios 5
veces. Más allá de las cifras que muestran una cierta orientación, es una
visión muy antropocéntrica de la sociedad que el Papa ha presentado, teñida de un
deísmo que no parece muy alejado de los pensadores del “siglo de las luces”.
No es que todo el discurso del Papa no
estuviese totalmente desprovisto de sentido, porque contiene observaciones
justas sobre el mal funcionamiento de las instituciones, pero los derechos del
hombre están omnipresentes, y el discurso no va más allá de los trillados
caminos de la democracia, de la dignidad, de la ecología etc., sin olvidar la
inmigración.
Sobre este último punto, el discurso fue
izquierdizante a pedir de boca: antes de recordar a los dirigentes de los
países ricos sus deberes de desarrollar los países más pobres para que sus
poblaciones se establezcan, el Papa pide que Europa reciba a los inmigrantes, a
pesar de que la inmigración en masa pone en peligro en el corto plazo su
identidad misma. Seguramente que estos inmigrantes son víctimas, pero no son
las víctimas de los países que rechazan acogerlos, sino más bien de esta
mundialización política, económica y financiera, de la cual la Unión Europea es
uno de sus elementos.
El papa Pío XII, no obstante ser
europeísta convencido y hasta obsesionado, y que alentó fuertemente la
construcción de la unión europea, pronunció un discurso muy distinto -por muy
católico- a los asistentes al segundo Congreso internacional para el
establecimiento de la Unión Federal Europea el 11 noviembre de 1948:
“Nadie, a nuestro parecer, podrá rehusar
suscribir esta afirmación: que una Europa unida, para mantenerse en equilibrio
y para allanar las diferencias que surjan en su propio continente-sin hablar
ahora de su influencia en la seguridad de la paz mundial-tiene necesidad de
apoyarse en una base moral inquebrantable. ¿Dónde encontrar esa base? Dejemos
que responda la historia: hubo un tiempo en que Europa formaba, en su unidad,
un todo compacto, y, en medio de todas las debilidades, a pesar de todos los
desalientos humanos, esta unidad constituía para ella una fuerza; merced a esta
unión, Europa realizaba grandes cosas. Ahora bien, el alma de esta unidad era
la religión, que impregnaba a fondo toda la sociedad de fe cristiana.
“Desde el momento en que la cultura se
separó de la religión, la unidad quedó disgregada. A lo largo de la historia,
prosiguiendo como una mancha de aceite su avance lento, pero continuo, la
irreligión ha penetrado más y más en la vida pública, y es a ella a la que ante
todo debe este continente sus desgarraduras, su malestar y su inquietud.
“Si, pues, Europa quiere salir de esta
situación, ¿no es necesario que restablezca en sí misma el vínculo entre la
religión y la civilización?
“Por esta causa, Nos hemos sentido gran
placer al leer, al frente de las resoluciones de la Comisión cultural,
redactadas a continuación del Congreso de La Haya en el pasado mayo, la mención
de “la común herencia de la civilización cristiana”. Sin embargo, esto no será
bastante si no se llega hasta el reconocimiento expreso de los derechos de Dios
y de su ley, fondo sólido sobre el cual están anclados los derechos del hombre.
¿Cómo podrían estos derechos, aislados de la religión, asegurar la unidad, el
orden y la paz?”
En síntesis, el papa Pío XII, recordaba,
ni más ni menos, la doctrina de la Iglesia: la laicidad es un veneno mortal,
mortal para las almas de las personas a las que se aleja de Dios, pero mortal
también para los países y las instituciones despojadas de toda base moral y de
toda posibilidad de resistir a una religión peligrosa como el Islam.
Frente a la realidad de falsas
religiones peligrosas, las palabras “derechos del hombre”, “dignidad” y
“trascendencia” no constituyen a lo sumo más que eslóganes inútiles, cuando no
un caballo de Troya mortal para la civilización cristiana, o lo que queda de
ella. El discurso con un vocabulario masónico del Papa Francisco podría haber
sido “catolicizado” por esta exigencia recordada por Pío XII y que Pío IX, en
la carta encíclica Quanta cura, expresaba en estos términos:
“Allí donde la religión está excluida de
la sociedad civil, y la doctrina y la autoridad de la revelación divina
rechazadas, la verdadera noción de la justicia y del derecho humano se oscurece
y se pierde, y la fuerza material ocupa el lugar de la justicia y del verdadero
derecho”.
Pero he aquí que el papa Francisco habló
de los derechos del Hombre, pero jamás de los derechos de Dios, cayendo en la
ilusión perfectamente descripta por Jean Ousset en Para que Él reine:
“Es demasiado grande el número de
aquellos que hoy olvidan que la Iglesia está ordenada en primer lugar a la más
grande gloria de nuestro Señor Jesucristo. Así se originan los desengaños de
aquellos que pretenden convertirla, antes que nada, en una oficina
internacional de defensa de los dichos del hombre o de lucha contra la
injusticia social”.
Xavier Celtillos