Hablaba el profeta Isaías sobre San Juan Bautista
diciendo: voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor; haced
rectas sus sendas. En esa región del mundo, antiguamente, cuando un rey
viajaba, se preparaban los caminos por donde debía pasar su carruaje real,
rellenando las partes bajas y rebajando las elevaciones, rectificando en lo
posible las curvas y aplanando las partes ásperas o abruptas. Y
por eso la Iglesia lee hoy este Evangelio: para que preparemos el camino en
nuestras almas a nuestro Rey, porque Cristo debe como renacer en nuestros
corazones en Navidad.
Preparad el
camino, hacedlo recto. El pecado
original ha impreso en todas las almas las formas retorcidas o sinuosas de la
serpiente. Enderezar o rectificar nuestras almas implica un combate constante
que durará toda la vida. Ese enderezamiento o rectificación es obra de la
gracia con la cooperación de nuestra libertad.
Pero ¿qué es un alma recta? Recta es el alma que verdaderamente ama el bien y la verdad. El alma recta
y pura es la que aborrece la oscuridad y todo lo quiere hacer en la luz, quiere
que todas sus acciones, palabras, pensamientos y deseos lleven el sello de la
verdad ante Dios y ante los hombres. Hay falta de rectitud en el alma que desea
algo contra el querer de Dios, y no es recto el corazón que, para el logro de fines
buenos, está dispuesto a valerse de medios impuros como la mentira, el engaño,
la hipocresía, la lisonja, la astucia. No es recta el alma que se reserva algo
ante Dios, que quiere guardar para sí algún espacio oscuro en el que no permite
la entrada de la Luz divina. El corazón doble e impuro a veces mira a Dios y
otras veces querría no ser visto por Dios. El corazón puro y recto es el que subordina
todos sus anhelos al deseo primero y fundamental de alabar, hacer reverencia y servir a Dios su Señor y, mediante esto,
salvar el alma, como dice San Ignacio en el Principio y Fundamento de sus
“Ejercicios Espirituales”.
Un alma recta, un corazón puro
no zigzaguea, no serpentea en el polvo buscando lo que no es Dios, ni vacila inconstante
y veleidoso como las débiles cañas que doblegan los vientos; sino que se yergue
firme sobre la roca sólida de este deseo profundo: cumplir la voluntad de Dios
siempre y en todo, y resistir a la impura voluntad propia, a los infinitos
deseos del egoísmo. ¡Eso es negarse a sí mismo! ¡Eso es tomar la cruz y seguir
a Cristo! ¡Eso es la santidad!
Dice
la Imitación de Cristo: El corazón puro
penetra el cielo y el infierno. Si hay gozo en el mundo, el hombre de corazón puro
lo posee. Y si en algún lugar hay tribulación y congojas, es donde habita la
mala conciencia. Así como el hierro, metido en el fuego, pierde el óxido y se
pone todo resplandeciente; así el que enteramente se convierte a Dios, se
cambia en nuevo hombre (l. II, cap. 4). El alma recta y santa es el alma
enteramente convertida a Dios. Pero no es
puro ni perfecto lo que está infectado de propio interés (l. III, Cap. 49).
Y rara vez se halla quien esté
enteramente libre de la mancha de su propio provecho. Debemos buscar a
Dios, no debemos buscarnos a nosotros mismos. Cada vez que buscamos algo fuera
del querer de Dios, manchamos nuestras almas. De este modo, los judíos en otro tiempo vinieron a casa de Marta y
María Magdalena en Betania, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro.
Débense, pues, limpiar los ojos de la intención, para que sea sencilla y recta
(l. III, Cap. 33). Dios debe ser el único fin de todas nuestras acciones. La naturaleza… siempre se pone a sí misma
por fin. Mas la gracia anda sin doblez, se desvía de toda apariencia de mal, no
pretende engañar, sino que hace todas las cosas puramente por Dios, en quien
descansa como en su fin (l. III, cap. 54). Les aconsejo meditar el salmo 118,
que es un maravilloso canto a la rectitud de corazón. Comienza así: Felices los que van por camino sin mancha,
los que caminan en la ley de Dios. Felices los que guardan sus dictámenes, los que
los buscan de todo corazón. Y los que, sin cometer iniquidad, andan por sus
caminos. Y recurriendo
también la imagen del camino, se advierte a las almas poco rectas en Eclesiástico
2, 14: ¡Ay del corazón doble y de los
labios dolosos, de las manos que hacen el mal y de los pecadores que van por dos
caminos!
Dice el Evangelio: todo valle será rellenado. Los valles
que deben ser rellenados, son lo hundido, deprimido o vacío de nuestras almas,
son la debilidad, la cobardía, la negligencia, la irresolución, pusilanimidad,
la pereza; el vacío de la tristeza que no es según Dios, de las angustias e indebidas
preocupaciones, de la falta de confianza en el poder divino, de la
desesperanza, de la ignorancia culpable, del olvido de Dios, de la tibieza; el
terreno hundido de lo que en nuestra vida hay de inútil, estéril o sin sentido.
Estos valles, estos terrenos bajos, vacíos, deben ser rellenados con el fervor,
el esfuerzo en el bien, la alegría espiritual, la confianza en el poder divino,
la esperanza sobrenatural, la fe viva y la fortaleza que nos da Dios para
atacar lo que debe ser atacado y para resistir lo que debe ser resistido.
Todo monte y
colina será rebajado. Por el
contrario, los montes y colinas que deben ser rebajados son el orgullo y la rebeldía,
el afán de autonomía, el egoísmo, la ambición, el deseo de dominar, la envidia
y las pasiones que en nosotros se levantan insolentes para dominar al alma. Deben
ser abajados estos montes y colinas del alma con la humildad de Cristo. “El que se enaltece será humillado
y el que se humilla será enaltecido”. “Dios resiste a los soberbios y da su
gracia a los humildes”. “Aprended de Mí,
que soy manso y humilde de corazón”.
Y los caminos retorcidos serán
enderezados. Los caminos torcidos son los corazones a los que falta
rectitud por causa de la injusticia, de la astucia, la hipocresía, la mentira,
la simulación, la maledicencia, la impureza. Se enderezan estos caminos con la
castidad, con la práctica de la justicia, con la simplicidad, con la veracidad
y la franqueza en las palabras, virtudes -ambas- tan escasas en estos tiempos
terribles, en los que la palabra de la mayoría de los hombres no vale nada.
Y los caminos ásperos serán
allanados. Los caminos ásperos o abruptos son los de las almas
duras y violentas que se dejan arrastrar por la ira, la venganza, la crueldad, el
rencor, las antipatías, la discordia, la impaciencia. Estos caminos se allanan
con mansedumbre, moderación, con caridad, dulzura, afabilidad, paciencia, paz,
con amor de la Cruz.
San Juan Bautista preparaba el camino a Nuestro Señor
en los corazones de los hombres pecadores, pero Dios se había preparado a Sí
mismo un camino a esta tierra nunca visto ni imaginado: inmune a la acción de
la serpiente infernal, este camino era totalmente recto y enteramente puro, sin
que en él hubiera nada que rectificar, nada que elevar ni rebajar, nada que
enderezar ni allanar. Tal camino fue y es la Santísima Virgen María, la Madre
Inmaculada de Dios.
Estimados fieles: imitando a los Reyes Magos, los
católicos acostumbramos hacernos regalos en Navidad. ¿Qué va a regalar cada uno
de nosotros al Divino Niño? “Es necesario
que Él crezca y que yo disminuya”, dijo en cierta ocasión el Bautista (Jn
3, 30). Dios sólo llena a los que encuentra vacíos. Que Cristo crezca en
nuestros corazones y que nosotros disminuyamos. Que nos vaciemos de nosotros
mismos y seamos llenados de Dios. Que ese sea nuestro regalo al Niño Dios: ofrezcamos
un alma recta que quiera cumplir siempre su voluntad, un corazón puro que ame
realmente a Dios por sobre todas las cosas. Esto es exactamente lo que Dios
quiere de nosotros. ¡Y en vano recibió su alma el que no
tiene un corazón puro!, dice el Salmo 23.
Pidamos, entonces, a la Sma. Virgen, Nuestra Madre,
que el Cielo nos conceda dar a Dios en esta Navidad eso que Dios quiere de
nosotros: esa respuesta que hizo posible la Encarnación del Verbo y nuestra
Redención: he aquí a mi alma esclava del
Señor. Hágase en mí según tu palabra. Fue para darle esta respuesta pura, para
decir a Dios estas palabras rectísimas, que fuimos creados.