Por Monseñor Lefebvre
Me parece que se puede comparar esta pasión que
sufre hoy la Santa Iglesia con la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Ved como han
quedado estupefactos los mismos Apóstoles delante de Nuestro Señor amarrado,
habiendo recibido de Judas el beso de la traición. Él es conducido cubierto de
púrpura, se burlan de Él, lo golpean, lo cargan con la Cruz y los Apóstoles
huyen, ellos se escandalizan. No es posible que Aquel que Pedro ha
proclamado: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”, sea reducido
a esta indigencia, a esta humillación, a este escarnio. No es posible. Ellos
huyen de Él.
Sólo la Virgen María con San Juan y algunas mujeres
rodean a Nuestro Señor y conservan la fe. Ellos no quieren abandonarlo. Saben
que Nuestro Señor es verdaderamente Dios, pero saben también que es hombre.
Precisamente esta unión de la Divinidad con la Humanidad de Nuestro Señor ha
presentado problemas extraordinarios. Pues Nuestro Señor no solamente ha
querido ser hombre, ha querido ser un hombre como nosotros, con todas las
consecuencias del pecado, pero sin pecado, quedando fuera el pecado; sin
embargo, ha querido sufrir todas sus consecuencias: el dolor, el cansancio, el
sufrimiento, el hambre, la sed, la muerte. Hasta la muerte, sí. Nuestro Señor
ha realizado esta cosa extraordinaria que ha escandalizado a los Apóstoles
antes de escandalizar a muchos otros que se han separado de Nuestro Señor o no
han creído en su Divinidad.
Durante el curso de la historia de la Iglesia se
ven esas almas que, asombradas por la debilidad de Nuestro Señor, no han creído
que Él era Dios. Es el caso de Arrio. Arrio ha dicho: No; no es posible, este
hombre no puede ser nuestro Dios, puesto que Él ha dicho que era menos que su
Padre, que su Padre era más grande que Él. Entonces, Él no es Dios. Puesto que
Él ha pronunciado esas palabras tan sorprendentes: “Mi alma está
triste hasta la muerte”. ¿Cómo Aquel que tenía la visión beatífica,
que veía a Dios en su alma humana y que era entonces mucho más glorioso que
enfermo, mucho más eterno que temporal —su alma ya estaba en la eternidad
bienaventurada— he aquí que sufre y dice: “Mi alma está triste hasta la
muerte”?, y luego pronuncia esas palabras asombrosas que nosotros
jamás hubiéramos imaginado en los labios de Nuestro Señor:“Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?” Entonces el escándalo, por
desgracia, se extiende en medio de las almas débiles y Arrio empuja a casi toda
la Iglesiaa decir: “No, esta persona no es Dios”.
Otros, al contrario, reaccionarán y dirán: puede
ser que todo lo que Nuestro Señor ha soportado, esta sangre que corre, estas
heridas, esta Cruz, no sean más que fruto de la imaginación. Ciertamente, son
hechos exteriores que han sucedido, pero que no eran reales. Algo así
como el Arcángel San Rafael cuando acompañó a Tobías y le dijo luego:“Vosotros
creíais que yo comía cuando tomaba el alimento, pero no, yo me nutro de un
alimento espiritual”. El arcángel San Rafael no tenía un cuerpo como
el de Nuestro Señor Jesucristo, ni había nacido en el seno de una madre
terrenal como Nuestro Señor Jesucristo ha nacido de la Virgen María. “Nuestro
Señor era un fenómeno como aquel, parecía comer pero no comía, parecía sufrir
pero no sufría”: Estos fueron los que negaron la naturaleza humana de Nuestro
Señor, los monofisitas y los monotelitas, que negaron la naturaleza humana y la
voluntad humana de Nuestro Señor Jesucristo. Los que decían: “todo era Dios en
Él. Todo lo que pasó no fueron sino apariencias”. Ved las consecuencias de
aquellos que se escandalizan de la realidad, de la Verdad.
Haré una comparación con la Iglesia de hoy. Nosotros
estamos escandalizados, sí, verdaderamente escandalizados de la situación de
la Iglesia. Pensábamos que la Iglesia era verdaderamente Divina, que Ella no
podía equivocarse jamás, que Ella jamás podía engañarnos. Sí, es verdad, la
Iglesia es Divina, Ella no puede perder la Verdad, Ella guardará siempre la
Verdad eterna. Pero Ella es humana también, es humana y mucho más que Nuestro
Señor. Él no podía pecar, era el Santo y el Justo por excelencia. La Iglesia es
verdaderamente divina; nos brinda todas las cosas de Dios —particularmente la
Santa Eucaristía—, cosas eternas que no podrán cambiar jamás, que serán la
gloria de nuestras almas en el Cielo. Sí, la Iglesia es divina pero es humana.
Ella está apoyada en hombres que pueden ser pecadores, que lo son y que, si
bien participan en una cierta manera de la divinidad de la Iglesia, en una cierta
medida (como el Papa, por ejemplo, por su infalibilidad, por el carisma de la
infalibilidad participa de la divinidad de la Iglesia y sin embargo sigue
siendo hombre), ellos siguen siendo pecadores. Fuera del caso en que el Papa
usa de su carisma de la infalibilidad, puede errar y puede pecar. ¿Por qué
escandalizarnos y decir como algunos, a imagen de Arrio, que él no es Papa?
“No es Papa”, como decía Arrio: “No es Dios, no puede ser, Nuestro Señor no
puede ser Dios”. Nosotros estaríamos tentados también de decir: “No es posible,
él no puede ser Papa haciendo lo que hace”.
O, al contrario, como otros que divinizarían la
Iglesia a tal punto que todo será perfecto en Ella, podríamos decir: “no se
debe hacer nada que pueda oponerse a lo que venga de Roma, porque todo es
divino en Roma y nosotros debemos aceptar todo lo que viene de Roma”. Los que
hacen así son como aquellos que dicen que no era posible que Nuestro Señor
sufriera, que no eran más que apariencias de sufrimientos, pero que en realidad
Él no sufría, en realidad su Sangre no se había derramado. Eran apariencias
que estaban en los ojos de aquellos a su alrededor, pero no eran realidad.
Sucede lo mismo hoy con algunos que siguen diciendo: “No, nada puede ser humano
en la Iglesia, nada puede ser imperfecto en Ella”. Se equivocan también. No
siguen la realidad de las cosas. Hasta dónde pueda ir la imperfección de la
Iglesia, hasta donde puede subir, yo diría, el pecado en la Iglesia, en la
inteligencia, en el alma, en el corazón y en la voluntad, los hechos nos lo
demuestran. Así como yo os decía hace un momento, nosotros no habríamos jamás
osado poner sobre los labios de Nuestro Señor estas palabras: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y bien: jamás habríamos
pensado que el mal, el error, podrían penetrar así en el interior de la
Iglesia.
Nosotros vivimos esta época. No podemos
cerrar los ojos. Los hechos están delante y no dependen de nosotros. Somos
testigos de lo que sucede en la Iglesia, de aquello aterrador que ha sucedido
después del Concilio, de estas ruinas que se acumulan, de día en día, de año en
año, en la Santa Iglesia. Más avanzamos, más se expanden los errores y más
fieles pierden la fe católica. Una encuesta hecha recientemente en Francia
decía que prácticamente sólo dos millones de católicos franceses son aún verdaderamente
católicos. Vamos hacia el fin. Todo el mundo va a caer en la herejía. Todo el
mundo caerá en el error puesto que algunos clérigos, como decía San Pío X, se han metido
en el interior de la Iglesia y la han ocupado. Ellos han propagado los
errores valiéndose de los puestos de autoridad que ocupan en la Iglesia.
Entonces, ¿estamos obligados a seguir el error,
porque él nos viene dado por vía de autoridad? No más de lo que deberíamos
obedecer a padres indignos que nos pidieran hacer cosas indignas, debemos
obedecer a aquellos que nos piden abandonar nuestra fe y toda la Tradición. Eso
está fuera de discusión. ¡Oh, por cierto, es un gran misterio!, este misterio
de la unión de la divinidad con la humanidad. La Iglesia es divina, la iglesia
es humana. ¿Hasta dónde los defectos de la humanidad pueden alcanzar, yo diría
casi, la divinidad de la iglesia? Sólo Dios lo sabe. ¡Es un gran misterio!
Nosotros constatamos los hechos, debemos ubicamos delante
de los hechos y jamás abandonar la Iglesia, la Iglesia Católica y Romana, no
abandonarla jamás, jamás abandonar al sucesor de Pedro, puesto que es por él
que estamos ligados a Nuestro Señor Jesucristo. Pero, si por desgracia,
arrastrado por no sé qué espíritu o que formación o qué presión que él sufre,
por negligencia él nos deja y nos arrastra hacia caminos que nos hacen perder
la fe, y bien, nosotros no debemos seguirlo, reconociendo sin embargo que él es
Pedro y que si él habla con el carisma de la infalibilidad, nosotros debemos
aceptar, pero cuando él no habla con este carisma, puede muy bien, por
desgracia, equivocarse. No es la primera vez que nosotros constatamos algo
semejante en la historia.
Estamos profundamente perturbados, profundamente
mortificados, nosotros que amamos tanto a la Santa iglesia, que la hemos
venerado y que la veneramos siempre. Es exactamente por ese motivo que este
Seminario existe, por amor de la Iglesia, católica, romana, y que todos estos
seminarios existen. Nosotros estamos profundamente mortificados en el amor de
nuestra Madre, al pensar que sus servidores, por desgracia, no la sirven más o inclusive
lo hacen contra Ella. Nosotros debemos rezar, debemos sacrificamos, debemos
permanecer como María al pie de la Cruz, no abandonar a Nuestro
Señor Jesucristo, aun si él parece, como dicen las Escrituras: “Era
como un leproso” sobre la Cruz. Y bien, la Virgen María tenía la fe y
veía detrás de esas llagas, detrás del corazón traspasado, a Dios en su Hijo,
su Divino Hijo.
Nosotros también, a través de las llagas de la
Iglesia, a través de las dificultades, de la persecución que sufrimos, aun de
parte de aquellos que tienen autoridad en la Iglesia, no abandonamos la
Iglesia, amamos a nuestra Madre la Santa Iglesia; sirvámosla siempre a pesar de
las autoridades si es necesario. A pesar de esas autoridades que nos persiguen,
equivocadas, continuemos nuestra senda, continuemos nuestro camino: nosotros
queremos mantener la Santa Iglesia Católica y Romana, queremos continuarla y
lo hacemos por el sacerdocio, por el sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo,
por los verdaderos sacramentos de Nuestro Señor, su verdadero catecismo.
Mons. Marcel Lefebvre, extractos
del sermón del 29 de junio de 1982.