Un
aspecto esencial y constante de la vocación cristiana es que, para avanzar en
la intimidad divina, para avanzar por tanto en un amor de las criaturas que sea
conforme al modo en que Dios las ama, esa vocación de hijos de Dios conlleva un
llamamiento a un desapego de lo creado que puede llamarse un “éxodo” a un
desierto espiritual.
Entonces,
¿por qué se da en nuestro tiempo un llamamiento especial a esta orientación
hacia el desierto?
Que
de la gran crisis actual Dios quiere sacar un bien inmenso es algo que está
fuera de discusión. Es una certeza de fe. Lo que tenemos que preguntarnos es
solamente qué bien inmenso quiere obtener Dios.
He
aquí la respuesta: el bien que debe salir de la presente crisis es una gran
unión de amor de los cristianos con Cristo y con su Madre en la pobreza, la
soledad, la noche del Calvario.
Estamos
en un tiempo en el que las criaturas nos niegan lo que espontáneamente
esperaríamos de ellas. La sociedad civil, que normalmente debiera aportar a los
hombres seguridad y gozo, nos deja en la inseguridad y nos entristece por su
falta de comunión, por la angustia de tantos que han perdido las razones de
vivir. En la Iglesia, que regularmente debe transmitirnos los dones divinos,
los dones de Dios son actualmente inmensos, pero su transmisión mediante los
ministros y los organismos de la Iglesia, y mediante los cristianos más
instruidos, ha disminuido hasta el extremo. El pueblo cristiano es abandonado a
una terrible privación de auxilios que hubieran debido llegarle a través del
canal de los hombres y a través de la belleza religiosa, la paz y el calor divino
del culto público.
Entonces,
¿qué es lo que quiere Dios? Es patente: un desapego de todo lo creado.
Entonces, ¿ya no habremos de esperar nada de las criaturas? Al contrario.
Esperaremos incomparablemente más: ¡pero en la esperanza teologal!
Cuando
un cierto número de cristianos –todos aquellos que Dios, en la amorosa
sabiduría de sus designios, ha decidido purificar de este modo– no esperen de
los hombres más que lo que Dios tenga a bien concedernos mediante los hombres;
cuando lo esperen todo de Dios mismo, ya sea a través de sus intermediarios, ya
sea directamente de Él, conforme a lo que Él haya elegido, entonces se
alcanzará el progreso de la caridad cristiana en vista del cual la Providencia
tolera la crisis actual.
En
efecto, muchos cristianos comprenderán mejor que “la alegría perfecta” de la
que hablaba San Francisco de Asís se encuentra en la humillación y en el
sentimiento de soledad en los que nos dejan el conocimiento de nuestra miseria
y el desprecio en el que nos tienen los demás. Entonces se cumple la alegría
perfecta, porque podemos abrirnos por entero, con confianza, a través de las
virtudes teologales, al Gozo divino con el que Dios mismo quiere colmarnos.
Y
en relación con los hombres, al haber cesado todas las falsas esperanzas y con
ellas toda decepción y toda acritud, en muchos corazones cristianos podrá
desarrollarse una profunda asimilación al amor que en la Cruz, junto a su Madre
corredentora, Cristo entregó a los pecadores.
La
Iglesia, al aproximarse más al pie de la Cruz en el desierto, en la oscuridad
del Calvario, arderá más con el fuego de amor por el Padre y por los hombres
que llenaba el Corazón de Jesús crucificado. Ese amor, que permanece en Jesús
resucitado, la Iglesia lo encuentra en Jesús presente bajo los signos sacramentales
de la Eucaristía. En el ayuno de satisfacciones humanas, la Eucaristía debe
alimentarnos con ese fuego devorador.
D.-J. Lallement (1976)