R.P. Jean Dominique, O.P.
(Revista Iesus Christus Nº 79, Enero/Febrero de
2002)
Queridos
amigos,
Esta
cuestión ha mantenido toda su actualidad, y hasta se volvió candente en estos
últimos tiempos.
¿Qué
hay que decirles a los hombres? ¿Qué lenguaje hay que tener…
-ante
las autoridades romanas, cuando nos hacen gestos de benevolencia?
-ante
esa franja indefinible de católicos “conciliares” de tendencia conservadora?
-ante
el hombre de la calle que ya no tiene más fe, ni ley?
A
primera vista, se presentan ante nosotros dos soluciones. La primera es la del
doberman que aúlla ante todo lo que se mueve, y muerde al primer extraño que
llega. Es la posición belicosa del que alrededor de sí no ve más que enemigos,
y que les lanza sin cesar todos los insultos del diccionario. Esta actitud, de
un antiliberalismo primario y autosuficiente, se encuentra a veces, pero no es
de hecho la de la mayoría, y no nos parece que sea la más peligrosa.
“Es la posición belicosa del que alrededor de sí no ve más que enemigos, y que les lanza sin cesar todos los insultos del diccionario”.
Un
segundo estado de espíritu es el más difundido, y parece imponerse como una
moda: es el de la diplomacia. Como algunos católicos conciliares, bastante
numerosos se nos dice, nos manifiestan un cierto interés por la Tradición, no
hay que espantarlos con un lenguaje polémico: tratemos de conmoverlos con una
actitud conciliatoria. Debemos mostrarles que no somos tan malos como se les quiere
hacer creer que somos. Hablemos un lenguaje que entiendan. Pongamos a la luz lo
que hay de bueno, o por lo menos de soportable, en ellos, sin focalizarse sobre
sus errores. Busquemos ante todo ser vistos y escuchados, y agradar.
“Debemos mostrarles que no somos tan malos como se
les quiere hacer creer que somos”.
Las
dos actitudes que presentamos aquí de una manera voluntariamente caricaturesca
contienen ambas una gran parte de verdad. Con la primera hay que afirmar que el
modernismo (liberalismo, naturalismo, etc…) sigue siendo el gran enemigo de la
Iglesia y de las almas, y que hay que combatirlo abiertamente. Con la segunda,
debemos saber que sólo la bondad puede tocar los corazones y abrir un camino a
la verdad en los espíritus falseados por los prejuicios. Esta actitud parte de
un buen sentimiento: hay que ser misionero, y entonces afable.
Esta
segunda actitud, sin embargo, no deja de constituir un peligro. Un sacerdote de
la Fraternidad San Pío X decía con razón en los años 1987-1989: “La diplomacia
y la fe son incompatibles”.
La
proposición aparece provocante, pero contiene una gran parte de verdad.
La
diplomacia conduce necesariamente a ciertas concesiones. Para obtener mucho,
debo ceder un poco (o hasta mucho). Ahora bien, en las cosas de la fe, no se
puede ceder algo, “ni una iota”, como dice Nuestro Señor.
El
diplomático debe hablar con el lenguaje de su interlocutor. Pero en el campo de
la verdad, hablar el lenguaje del otro ya a menudo es una concesión a las
ideas. ¿Qué hacer entonces? ¿Estamos obligados a elegir entre un antiliberalismo
excesivo (el famoso “celo amargo”) y el camino tan peligroso y a menudo mundano
de la “diplomacia”? No; por encima de estas dos actitudes, hay una tercera, que
contiene como en una síntesis superior el bien que presentaban las dos
primeras. Esta tercera vía que fue inaugurada por Nuestro Señor y fue
practicada sin cesar por la Iglesia, es la de la predicación abierta y simple
de la fe.
¿Qué
hay que decirles a los hombres? Lo que San Pablo les decía a los judíos y a los
paganos de su tiempo: que Jesús es Dios, y que deben convertirse. Fue el
lenguaje simple y directo del Santo Cura de Ars en su siglo cientificista, fue
también el de Monseñor Lefebvre. Lo que conmueve a las almas es la predicación
de los nombres de Jesús, de María, y de las grandes verdades de la fe, donde
estas palabras son claramente definidas y explicadas.
Las
dos primeras actitudes que hemos mencionado proceden de un gusto insuficiente
por la verdad y la luz. Se definen demasiado en función del error o del
parecer. Ojalá la misericordia divina nos guarde en el amor de la verdad y en
la verdad del amor.