Páginas

martes, 31 de marzo de 2020

MONSEÑOR VIGANÒ: EL COVID-19 Y LA MANO DE DIOS







Introducción del director de The REMNANT: Durante estos tiempos de cariz apocalíptico debemos tener presente que a pesar de la profunda apostasía que se ha ido extendiendo por el mundo en las últimas décadas, Dios no nos ha abandonado.

Buenos sacerdotes de todo el mundo están respondiendo a la llamada de los despojados fieles para mantener la lumen Christi en medio de las tinieblas que actualmente envuelven el mundo entero. En estos momentos de desolación, muchos de ellos empiezan a entender los entresijos de la revolución modernista que ha diezmado la Iglesia Católica, ha acabado prácticamente con el venerable Rito Romano y ha terminado por dejarnos abandonados cerrándonos la puerta de los templos.

En vista de este castigo, cuando tantos obispos han huido llevándose con ellos los Sacramentos que nos deben dar, nos alegramos de que haya al menos unos pocos buenos pastores que hayan roto las cadenas de la colegialidad para traernos el consuelo de la verdad de Cristo y llamar a las ovejas dispersas de vuelta a la protección del redil.

Está claro que no estamos solos. Dios está volviendo a suscitar profetas.
Millones de católicos se las ven y se las desean para comprender lo que ha pasado en las últimas semanas. En este Domingo de Pasión, el arzobispo Viganò nos ha hecho el honor de concedernos una entrevista en la que nos brinda una orientación franca y cristocéntrica.

Nos recuerda en primer lugar que «la enfermedad -y por lo tanto las epidemias, los sufrimientos y la pérdida de seres queridos- es algo que debemos aceptar con actitud de fe y humildad, e incluso como expiación por nuestros pecados personales». Debemos permitir que este azote nos ablande el corazón y nos conduzca al arrepentimiento y a volver a Dios.

A continuación, exhorta a todos los católicos bautizados a tener presente que la desesperación es impensable y que debemos «soportar estas pruebas en expiación por los pecados ajenos, por la conversión de los que no creen, y para abreviar el tiempo que deben pasar en el Purgatorio las ánimas benditas».

«Si algo tan terrible como el Covid-19 puede resultar una oportunidad de progresar en la Fe y en la Caridad activa», también puede brindar a nuestros pastores la oportunidad de resolver ablandar su corazón y comprender que no deben seguir «ofendiendo la majestad de Dios» y desobedeciendo a su Madre: «Nuestra Señora de Fátima pidió al Papa y a los obispos que consagraran Rusia a su inmaculado corazón -recuerda monseñor Viganò-, y anunció que mientras eso no se hiciera habría guerras y catástrofes. No han hecho caso de sus exhortaciones. ¡La Jerarquía tiene que enmendarse y hacerle caso a la Madre de Dios!»

¿Cómo debe responder, entonces, la Iglesia a la actual crisis?

Advierte Su Excelencia que «es imprescindible e impostergable una auténtica conversión del Papa, los obispos y todo el clero, así como de los religiosos». Los obispos en particular «deben volver a tomar conciencia de su autoridad apostólica», porque ya basta de «caminos sinodales», «del hipócrita diálogo en lugar de anunciar intrépidamente el Evangelio». Por eso los obispos deben dejar de «enseñar falsas doctrinas», de tener miedo de «predicar la pureza y la santidad», con «silencios cobardes ante la arrogancia del mal».

Las ovejas los seguirán, pero los pastores tienen que aprender a apartarnos del mundo y llevarnos de vuelta a Cristo.

Dios bendiga y guarde al arzobispo Viganò. Es una voz que clama en el desierto, y ruego a nuestros lectores que recen por él y le pidan a Dios que le conceda la gracia y el valor para seguir haciendo sonar la voz de alarma antes de que sea tarde. Tanto las naciones como los hombres tienen que regresar al Dios Todopoderoso para que recuperemos la paz y la tranquilidad.
Michael J. Matt

Entrevista al arzobispo Carlo Maria Viganò

Michael J. Matt: ¿Cómo le parece que deben evaluar los católicos la epidemia de Covid-19?

+ Carlo Maria Viganò: La epidemia de este coronarvirus, como todas las enfermedades y como la muerte misma, son consecuencia del pecado original. El pecado de Adán, nuestro primer padre, lo privó y nos privó no sólo de la gracia divina, sino de todos los elementos buenos con que Dios había dotado la creación. La enfermedad y la muerte entraron en el mundo como castigo por desobedecer a Dios. La Redención, que se nos prometió en el Protoevangelio (Génesis 3), se profetizó en el Antiguo Testamento y se completó con la Encarnación, Pasión, muerte y Resurrección de Nuestro Señor, libró a Adán y a sus descendientes de la condenación eterna; pero quedaron consecuencias como señal de la Caída que no serán corregidas hasta la resurrección de la carne, como anunciamos en el Credo, la cual tendrá lugar antes del Día del Juicio. Esto hay que tenerlo presente, sobre todo en un momento en que se desconocen o niegan las enseñanzas fundamentales del Catecismo.

Los católicos sabemos que la enfermedad -y por lo tanto las epidemias, los sufrimientos y la pérdida de seres queridos- es algo que debemos aceptar con actitud de fe y humildad, e incluso como expiación por nuestros pecados personales. Gracias a la Comunión de los Santos, que permite que los méritos de todos los bautizados se transmitan al resto de la Iglesia, podemos soportar también estas pruebas en expiación por los pecados ajenos, por la conversión de los que no creen, y para abreviar el tiempo que deben pasar en el Purgatorio las ánimas benditas. Algo tan terrible como el Covid-19 puede resultar una oportunidad de progresar en la Fe y en la Caridad activa.

Como hemos visto, si sólo tenemos en cuenta el aspecto clínico de la enfermedad -la cual, lógicamente, debemos combatir por todos los medios  a nuestro alcance-, se excluye totalmente el lado trascendental de nuestra vida, y perdemos por consiguiente la perspectiva espiritual y terminamos irremediablemente en un egoísmo ciego y desesperado.

Varios obispos y sacerdotes han afirmado que «Dios no castiga» y que entender el coronavirus como una plaga supone una «mentalidad pagana». ¿Está de acuerdo?

Como dije, el primer castigo se aplicó a nuestro primer padre. Ahora bien, como leemos en el Exultet que se canta en la Vigilia Pascual, O felix culpa, qui talem ac tantum meruit habere Redemptorem!, feliz culpa que nos hizo acreedores a tan gran Redentor.

Un padre que no castiga a sus hijos no los quiere; es negligente con ellos. El médico que se queda cruzado de brazos mientras ve cómo su paciente empeora y termina siendo víctima de la gangrena, no quiere que se recupere. Dios es un Padre que nos ama, porque nos enseña lo que debemos hacer para merecer la felicidad eterna en el Paraíso. Cuando desobedecemos sus mandamientos pecando, no nos deja morir sino que sale a nuestro encuentro y nos manda muchos avisos, que son con frecuencia severos. Entonces nos enmendamos, nos arrepentimos, hacemos penitencia y nos reconciliamos con Él. «Sois mis amigos si hacéis lo que Yo os digo.» A mí me parece que las palabras de Nuestro Señor no dejan lugar a dudas.

Me gustaría añadir que la verdad sobre un Dios justo que premia a los buenos y castiga a los malos es parte del legado común de la ley natural que hemos recibido del Señor a lo largo de la historia. Una vocación irresistible a nuestro paraíso terrenal que demuestra a los mismos paganos que la Fe católica es el necesario cumplimiento de lo que le indica todo corazón sincero y bien dispuesto. Me sorprende que hoy en día, en vez de recalcar esta verdad grabada a fuego en el corazón de todo hombre, los que simpatizan hondamente con los paganos no acepten lo que la Iglesia siempre consideró la mejor manera de conquistarlos.

¿Cree Vuestra Excelencia que hay pecados que acarrean más que otros la ira de Dios?

Cada delito que nos mancha a los ojos de Dios es otro martillazo sobre los clavos que traspasaron las sagradas y venerables manos de Nuestro Señor, otro latigazo que desgarra su sagrado Cuerpo, otro esputo en su adorable rostro. Si nos diéramos cuenta de ello, nunca volveríamos a pecar. Los pecadores llorarían transidos de dolor por el resto de su vida. Y  sin embargo, ésta es la realidad: durante su Pasión, nuestro Divino Salvador cargó no sólo con nuestro pecado original, sino con todo pecado que han cometido y cometerán los hombres. Lo más grandioso es que Nuestro Señor llegó a morir en la Cruz cuando una sola gota de su preciosísima Sangre habría bastado para redimirnos a todos. Cujus una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere, como nos enseña Santo Tomás.

Además de los pecados individuales, están los pecados cometidos por las sociedades, por las naciones. El aborto, que sigue asesinando niños inocentes durante la pandemia; el divorcio, la eutanasia, la abominación de los supuestos matrimonios entre personas de un mismo sexo, la celebración de la sodomía y otras terribles perversiones como la pornografía, la corrupción de menores, las especulaciones de las élites financieras, la profanación del domingo y un largo etcétera.

¿Le importaría aclarar por qué distingue entre pecados individuales y pecados nacionales?

Santo Tomás de Aquino enseña que toda persona tiene el deber de reconocer, adorar y obedecer al único Dios verdadero. Del mismo modo, las sociedades, que se componen de muchos individuos, no pueden dejar de reconocer a Dios y ocuparse de que sus leyes permitan a los miembros de la sociedad llegar a la meta espiritual a la que están destinados. Hay naciones que no sólo hacen caso omiso de Dios, sino que lo niegan abiertamente. Las hay que exigen a sus ciudadanos que acepten leyes que contravienen la moral natural y la doctrina católica, como las que reconocen el derecho al aborto, la eutanasia y la sodomía. Otros corrompen a los niños y vulneran su inocencia. Quienes consienten que se blasfeme la divina majestad de Dios no pueden quedar impunes ante Él. Los pecados públicos exigen confesión y expiación públicas para que Dios los perdone. No olvidemos que la Iglesia, que también es una sociedad, no está exenta de los castigos divinos cuando sus dirigentes son culpables de ofensas colectivas.

¿Afirma Vuestra Excelencia que la Iglesia puede tener culpa?

La Iglesia siempre ha sido impecablemente santa, porque es el Cuerpo Místico de Nuestro Señor y Salvador. No sólo sería temerario, sino incluso blasfemo el menor atisbo de considerar que esta divina institución, que la Providencia instaló en el mundo para proporcionarlos la Gracia a todos como única Arca de Salvación, pueda ser mínimamente imperfecta. Las alabanzas que cantamos a la Madre de Dios –a la que llamamos precisamente Mater Eclessiae–, se pueden cantar también de la Iglesia, mediadora de todas las gracias a través de los sacramentos; Madre de Nuestro Señor, cuyos miembros genera. La Iglesia es al Arca de la Alianza que custodia el Santísimo Sacramento y los Mandamientos. La Iglesia es Refugio de los Pecadores, a los que otorga el perdón tras una buena confesión. Es Salud de los Enfermos, a los que siempre ha prodigado cuidados. Reina de la Paz, que promueve la armonía con la predicación del Evangelio. Pero también es terrible como un ejército en orden de batalla, porque Nuestro Señor ha concedido a sus sagrados ministros potestad para aplastar demonios y la autoridad de las Llaves del Cielo. No olvidemos que la Iglesia, además de ser Iglesia Militante en este mundo, es Iglesia Triunfante e Iglesia Purgante, los miembros de las cuales son todos santos.

Pero hay que decir igualmente que aunque la Iglesia sea santa, algunos de sus integrantes y de los miembros de la jerarquía en la Tierra pueden ser pecadores. En los tormentosos tiempos que vivimos, hay muchos sacerdotes indignos de ser llamados tales, como se ha visto en los escándalos y abusos protagonizados por algunos de ellos, desgraciadamente hasta por obispos y cardenales. La infidelidad de los pastores sagrados es un escándalo para sus hermanos en el sacerdocio y para muchos fieles, no sólo en lo relativo a la lujuria o a la ambición de poder, sino también -y yo diría que sobre todo- en lo referente a la integridad de la Fe, la pureza de la doctrina de la Iglesia y la santidad moral. Han llegado a cometer acciones de una gravedad inusitada, como pudimos observar en la adoración del ídolo de la Pachamama en el propio Vaticano. La verdad es que me parece que el Señor está justamente indignado con la muchedumbre de escándalos cometidos por quienes por ser pastores deberían dar ejemplo a la grey que se les ha confiado.

No olvidemos que el mal ejemplo de muchos miembros de la jerarquía es algo más que un escándalo para los católicos: es un escándalo para los que no pertenecen a la Iglesia y tienen a ésta como un faro y un punto de referencia. Y eso no es todo; el azote que estamos padeciendo no puede dispensar a la jerarquía eclesiástica de hacer el debido examen de conciencia por haberse dejado subyugar por el espíritu del mundo. No puede eludir su deber de condenar enérgicamente todos los errores a los que ha dado cabida desde el Concilio, y que le han acarreado todos estos justos castigos. Tenemos que enmendarnos y volver a Dios.

Me duele tener que decir que aun después de ver cómo se derrama sobre el mundo la cólera divina seguimos ofendiendo a la majestad de Dios al decir que la Madre Tierra exige respeto, como dijo hace unos días el Papa en su enésima entrevista. Lo que debemos hacer es pedir perdón por el sacrilegio cometido en la Basílica de San Pedro, y volver a consagrarla antes de que se puede decir allí nuevamente el Santo Sacrificio de la Misa. Hay que convocar también una procesión pública en señal de penitencia, aunque sólo participen prelados dirigidos por el Sumo Pontífice. Tienen que implorar la misericordia de Dios para ellos y para su pueblo. Sería la verdadera manifestación de humildad que todos esperamos para reparar las ofensas cometidas.

No podemos ocultar nuestro estupor al oír palabras como las pronunciadas en la casa de Santa Marta el pasado día 26. El Papa dijo: «Que el Señor no nos encuentre, al final de nuestras vidas, y diga de cada uno de nosotros: “Te has pervertido. Te has desviado del camino que te había indicado. Te has postrado ante un ídolo”». Son palabras que causan gran desconcierto, sobre todo teniendo en cuenta que él mismo cometió un terrible sacrilegio a la vista y al oído del mundo entero, ante el mismo Altar de la Confesión en San Pedro; una auténtica profanación, un acto de apostasía, con esas asquerosas y satánicas imágenes de la Pachamama.

El día de la Anunciación de Nuestra Señora, los obispos de Portugal y de España consagraron sus respectivas naciones al Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María. Otro tanto hicieron los prelados de Irlanda, Inglaterra y Gales. En muchas diócesis y localidades, los obispos y las autoridades municipales han puesto a su ciudad bajo la protección de María Santísima. ¿Qué piensa Vuestra Excelencia de dichos actos?

Son actos que me llenan de esperanza. Aunque no son suficientes para expiar nuestras culpas, las máximas autoridades de la Iglesia no se han dado por enteradas, aunque los creyentes de a pie llevaban mucho tiempo clamando por que sus pastores realizasen esos actos solemnes. Nuestra Señora de Fátima pidió al Papa y a los obispos que consagraran Rusia a su inmaculado corazón, y anunció que mientras eso no se hiciera habría guerras y catástrofes. No han hecho caso de sus exhortaciones. ¡La Jerarquía tiene que enmendarse y hacerle caso a la Madre de Dios! ¡Es una vergüenza y un escándalo que ningún obispo de Italia se haya adherido a tan importante iniciativa!

¿Cómo evalúa la suspensión de sacramentos que observamos en casi todo el mundo?

Es un padecimiento terrible para los fieles, posiblemente el peor que han conocido hasta la fecha. Parece mentira que se les pueda negar a los moribundos.

En la actual situación, parece que, con escasas excepciones, la Jerarquía no ha tenido escrúpulos para cerrar las iglesias y evitar que participen los fieles del Santo Sacrificio de la Misa. Se han comportado como fríos burócratas que cumplen las órdenes del  sátrapa, y la mayoría de los fieles lo han visto como una demostración de falta de fe. Y no me extraña nada.

Me pregunto -y da miedo pensarlo- si el cierre de los templos y la suspensión de todo acto de culto no será otro castigo de Dios, además de la pandemia. «A fin de que conociesen cómo por aquellas cosas en que uno peca, por esas mismas es atormentado » (Sab. 11,17). Con lo ofendido que está el Señor por la negligencia y las faltas de respeto de sus sacerdotes; con lo indignado que está por las profanaciones del Santísimo Sacramento que tiene lugar cada día cuando se da de comulgar en la mano; con lo harto que está de cancioncillas estúpidas y de homilías heréticas, todavía se contenta desde el silencio del Sagrario con la alabanza austera y formal de muchos sacerdotes que todavía dicen la Misa de siempre. La Misa que se remonta al tiempo de los Apóstoles. La que siempre ha sido el corazón cuyos latidos han movido a la Iglesia a lo largo de los siglos. Tengamos presentes esta sobria advertencia: Dios no se deja burlar.

Entiendo perfectamente y comparto la preocupación esencial y las medidas de protección impuestas por las autoridades para salvaguardar la salud pública. Pero del mismo modo que tienen derecho a aprobar leyes relativas a los que afecta a nuestro cuerpo, las autoridades eclesiásticas tienen el derecho y el deber de velar por la salud de las almas. No pueden negar a los fieles el alimento espiritual que obtienen de la Eucaristía, por no hablar del Sacramento de la Confesión, la Misa y el Viático.

Cuando tantas tiendas y restaurantes estaban todavía abiertos, muchas conferencias episcopales ya habían suspendido todo acto de culto, y eso que ni siquiera se lo habían exigido aún las autoridades civiles. Eso es otra prueba del lamentable estado de la Jerarquía; demuestra que los obispos están gustosamente dispuestos a sacrificar el bien de las almas para contentar a las autoridades establecidas o a la dictadura del pensamiento único.

A propósito de los restaurantes abierto. ¿Qué opinión le merecen las comidas  que se han servido a los pobres en los últimos meses en lugares de culto? 

Para los católicos, ayudar a los necesitados es una obra de caridad. Nos recuerda que Dios es caridad. Debemos amar a Dios sobre todas las cosas con todo nuestro corazón, y al prójimo por amor de Él. Por eso, de acuerdo con las bienaventuranzas, podemos ver al Señor en los pobres,  los enfermos, los presos y los huérfanos. Desde el mismo principio, la Iglesia ha dado siempre un ejemplo magnífico en ese sentido. Los mismos paganos nos admiraban por ello. La Historia da cuenta de las numerosas e impresionantes labores de asistencia iniciadas por la generosidad de los fieles, incluso en épocas de gran hostilidad por parte de las autoridades civiles. Muchas veces las autoridades se han adueñado de dichas entidades siguiendo órdenes de la Masonería, que despreciaba las grandes obras de muchos buenos católicos. Ayudar a los pobres y los marginados no es algo que empezara con Bergoglio ni con organizaciones alineadas según una ideología determinada.

Ahora bien, es significativo que la nueva insistencia en la ayuda a los pobres, además de no hacer la menor referencia a lo sobrenatural se limita a las obras de misericordia corporales, evitando cuidadosamente las espirituales. Y no acaba ahí la cosa; este pontificado ha eliminado toda forma de apostolado, y dice que la Iglesia no debe realizar actividades misioneras, a las que califica de proselitismo. Que sólo podemos proporcionar comida, alojamiento y atención médica, pero nadie está facilitando alimento, hospedaje o atención médica a las almas que los necesitan con tanta urgencia. La Iglesia actual se ha convertido en una ONG filantrópica. Pero la verdadera Caridad no es un derivado de su sucedáneo masónico, por mucho que se procure disimularlo con un vago barniz de espiritualidad; es todo lo contrario, porque la solidaridad que se estila hoy niega que haya una sola Iglesia verdadera cuyo mensaje salvífico deba predicarse a todos los que no forman parte de ella. Y hay más: desde el Concilio la Iglesia ha ido a la deriva y se ha alejado tanto con cuestiones como la libertad de culto y el ecumenismo que muchas entidades benéficas confirman actualmente en el error de su paganismo o su ateísmo a las personas cuyo cuidado se les confía. Hasta les ofrecen locales donde pueden reunirse para rezar. Hemos visto asimismo casos deplorables de misas en las que, a petición expresa del celebrante, en vez del Santo Evangelio se lee el Corán o, como ha sucedido últimamente, se ha practicado la idolatría en templos católicos.

Yo diría que la idea de transformar las iglesias en refectorios o dormitorios para los necesitados es prueba de esa hipocresía de fondo que, como hemos observado con el ecumenismo, utiliza algo en apariencia loable (por ejemplo, dar de comer al hambriento o acoger a los refugiados) como instrumento para cumplir progresivamente el plan masónico de instaurar una gran religión universal sin dogmas, sin ritos y sin Dios. Utilizar una iglesia como si fuera un albergue, en presencia de prelados de obispos pagados de sí mismos que sirven pizzas y chuletas con un mandil sobre la sotana, equivale a profanarla. Sobre todo cuando esos que se muestran sonrientes ante los fotógrafos se guardan de abrir la puerta de su palacio episcopal a quienes, en el fondo, consideran útiles para sus fines políticos. Volviendo a lo que iba diciendo, me parece que también estos actos sacrílegos son causa subyacente de la pandemia y de la clausura de los templos.

Por otro lado, yo diría que con demasiada frecuencia se instrumentaliza la pobreza y la necesidad de tantos desventurados para aparecer en primera plana. Lo hemos visto en los desembarcos de inmigrantes transportados por organizaciones constituidas por auténticos negreros, con la sola idea de poner en marcha la industria de la acogida, que no sólo oculta mezquinos intereses económicos, sino una disimulada complicidad con quienes quieren destruir la Europa cristiana comenzando por Italia.

En otros casos, como en la localidad de Cerveteri aledaña a Roma, las fuerzas del orden interrumpieron la celebración de  una Misa. ¿Cómo reaccionaron las autoridades eclesiásticas?

Lo de Cerveteri puede haber sido un exceso de celo por parte de la policía, sobre todo si los agentes estaban estresados por el clima de alarma que se ha desatado desde el brote de la epidemia. Pero hay que dejar claro que -y más en un país como Italia en el que rige un concordato entre la Iglesia y el Estado-, las autoridades eclesiásticas tienen jurisdicción exclusiva sobre los lugares de culto. La Santa Sede y el ordinario del lugar deberían haber protestado por semejante incumplimiento de los Pactos de Letrán, confirmados en 1984 y que siguen vigentes. Una vez más, la autoridad de los obispos, que les fue conferida directamente por Dios, se deshace como la nieve bajo el sol demostrando una pusilanimidad que puede llevar a cometer abusos peores. Aprovecho la ocasión para pedir una firmísima condena de estas intolerables injerencias de las autoridades civiles en cuestiones que son competencia de las eclesiásticas.

El pasado día 25 el papa Francisco invitó a rezar el Padrenuestro a todos los cristianos, sean o no católicos, para pedir a Dios que ponga fin a la pandemia, dando a entender que también podían rezar con él los seguidores de otras religiones.

El relativismo religioso que ha traído el Concilio ha llevado a muchos a creer que la Fe católica no es el único medio de salvación o que la Santísima Trinidad no sea el único Dios verdadero.

En la Declaración de Abu Dabi, el papa Francisco afirmó que todas las religiones son queridas por Dios. Además de una herejía, es una forma gravísima de apostasía y una blasfemia. Porque afirmar que Dios acepta que lo adoren de forma diferente a la revelada significa que no tienen ningún sentido la Encarnación, la Pasión, la Muerte y la Resurrección de nuestro Salvador. Equivale a decir que no tiene sentido que la Iglesia exista, que innumerables mártires hayan dado la vida y que existan los Sacramentos, el sacerdocio y el Papado mismo

Por desgracia, precisamente cuando debería hacerse expiación por esos ultrajes a la Majestad de Dios, alguien nos pide que le recemos junto con quienes se niegan a honrar a su Santísima Madre, y precisamente en el día de su festividad.

¿Es esa la manera más apropiada de implorar el fin de la plaga?

También es cierto que la Penitenciaría Apostólica ha concedido indulgencias especiales para los aquejados de la enfermedad y para quienes les asistan corporal y espiritualmente.

Ante todo hay que insistir en que las indulgencias jamás pueden sustituir a los sacramentos. Debemos resistir enérgicamente las infames decisiones de algunos pastores que han prohibido a los sacerdotes confesar y administrar el bautismo. Estas disposiciones, junto con la suspensión de las Misas y de la Comunión, vulneran el derecho divino y demuestran que detrás de todo esto anda Satanás. Sólo la Serpiente, enemiga de nuestras almas, puede inspirar disposiciones que provocan la pérdida espiritual de tantas almas. Es como si se ordenase a los médicos que no administrasen tratamientos vitales a pacientes en peligro de muerte.

El ejemplo del episcopado polaco, que ha ordenado multiplicar las misas para que los fieles puedan asistir sin riesgo de contagio, debería ser imitado por toda la Iglesia, si es que todavía se preocupa la jerarquía por la salvación eterna del pueblo cristiano. Es significativo que en Polonia el impacto de la pandemia haya sido inferior al que ha tenido en otros países. 

La doctrina de las indulgencias no ha sido barrida por los novatores, y eso es bueno. Con todo, si bien el Romano Pontífice tiene potestad para distribuir a manos llenas el tesoro inagotable de la Gracia, no es menos cierto que no se pueden trivializar las indulgencias, ni considerarlas como una especie de rebajas de fin de temporada. Los fieles han tenido la misma impresión que en el último Jubileo de la Misericordia, con motivo del cual se concedió indulgencia plenaria en unas condiciones en que quien se beneficiaba de ella no era consciente de lo que significaba.

Y por otra parte está el problema de la Confesión y la Comunión sacramentales necesarias para lucrar la indulgencia, y que según las normas dictadas por la Penitenciaría se aplazan sine die con un genérico «apenas les sea posible».

¿Considera que la disposición sobre la absolución general en vez de individual es de aplicación en la actual epidemia?

La inminencia de la muerte legitima la solución a la que siempre ha recurrido generosamente la Iglesia en su celo por salvar a las almas. Por ejemplo, la absolución general que se da a los soldados antes de entrar en batalla, o a quienes se encuentran en un barco en naufragio. Si la situación excepcional de una sala de cuidados intensivos no permite el acceso de un sacerdote salvo en momentos determinados, y en esos momentos no es posible escuchar en confesión a los moribundos, creo que la solución propuesta es legítima.

Ahora bien, si con esta disposición se pretende crear un peligroso precedente para extenderla más tarde al uso general, será necesario redoblar la vigilancia para que lo que otorga la Iglesia magnánimamente en casos extremos no se convierta en la norma.

Recuerdo además que las misas transmitidas por internet o por televisión no eximen del precepto. Son un modo loable de santificar el Día del Señor cuando no es posible ir a la iglesia. Pero hay que tener claro que la vida sacramental no debe sustituirse por una virtualización de la misma, como tampoco en el orden natural el cuerpo se nutre contemplando la foto de un alimento.

¿Qué le gustaría aconsejar a Vuestra Excelencia a quienes tienen el deber de defender y guiar la grey de Cristo?

Es indispensable e impostergable una auténtica conversión del Papa, los obispos y todo el clero, así como de los religiosos. Los laicos la reclaman mientras sufren confundidos por la falta de guías fieles y seguros. No podemos permitir que el rebaño que nos confió el Buen Pastor para gobernarlo, defenderlo y conducirlo a la salvación eterna sea dispersado por mercenarios infieles. Tenemos que convertirnos y ponernos otra vez totalmente de parte de Dios sin transigir con el mundo.

Los obispos deben volver a tomar conciencia de su autoridad apostólica, que es personal y no puede delegarse en cuerpos intermedios como conferencias episcopales o sínodos, que han desnaturalizado el ejercicio del ministerio apostólico y causado con ello graves daños a la divina constitución de la Iglesia tal como Cristo la quiso.

Basta de caminos sinodales. Basta de colegialidad mal entendida. Basta de ese absurdo complejo de inferioridad y adulación en las relaciones con el mundo. Basta del hipócrita diálogo en lugar de anunciar intrépidamente el Evangelio. Basta de enseñar falsas doctrinas y de que dé miedo a predicar la pureza y la santidad de la vida. Basta de silencios cobardes ante la arrogancia del mal. Basta de disimular terribles escándalos. ¡Basta de mentiras, engaños y venganzas!

La vida cristiana es una milicia, no un despreocupado paseo hacia el abismo. A cada uno de los que hemos recibido órdenes sagradas nos pedirá por ello Cristo cuentas de las almas que hayamos salvado y de las que se hayan perdido por no haberles advertido y socorrido. Volvamos a la integridad de la Fe, a la santidad de las costumbres, al culto que verdaderamente agrada a Dios.

Así que, conversión y penitencia, como nos exhorta la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia. Pidámosle a Ella, tabernáculo del Altísimo, que inspire a nuestros pastores una intrepidez heroica para salvar a la Iglesia y para que triunfe su Corazón Inmaculado.

+Carlo Maria Viganò
Domingo de Pasión de 2020