Carta
a una religiosa sobre el tiempo presente
Padre Emmanuel
Atenta como es
debido, a la situación de la Iglesia en general y de las congregaciones religiosas
en particular me rogáis os enseñe la resignación cristiana en medio de las
dificultades del tiempo presente.
En primer término,
advertid, Hermana, que Nuestro Señor nos previno los males que nos amenazan:
“Si fueseis del
mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo (...) el mundo
os aborrece (...). Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán”.
(Jo. 15,19-20)
“En el mundo
tendréis mucho que sufrir, pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jo. 16,33).
Ya estamos
advertidos, nada ha de sorprendernos. Si de algo nos sorprendiéramos, habríamos
decaído en la fe o, al menos, prestado poca atención a la palabra de Nuestro
Señor.
Pero debemos
mantenernos firmes en la fe, tal es el precepto divino, y también recomendación
del Apóstol:
“Velad y estad
firmes en la fe, obrando varonilmente y mostrándoos fuertes” (1 Cor. 16,13).
Nuestro Señor nos
anunció los males que tendríamos que padecer en general, y la Santísima Virgen
nos advirtió el mal muy particular que debemos esperar en el presente.
Habéis leído las
palabras tan graves y tan doloridas que la Santísima Virgen llorosa derramó,
en una lengua incomprendida, en el alma de los pastores de la Salette. Los
pastores lo repitieron sin comprenderlo, y aunque una parte del discurso de la
celestial Mensajera haya debido mantenerse secreto, hay, empero, una parte de
ese secreto que la Santísima Virgen permitió se diera a conocer pasado cierto
tiempo. Habéis leído allí estas palabras: “Los religiosos serán expulsados”.
También habéis leído allí la explicación de los motivos de ese decreto
celestial, muy anterior al decreto terrestre por todos conocido. Hemos pecado y
Dios, en su justicia misericordiosa, quiere castigar el pecado en el tiempo
para no tener que castigarlo en la eternidad.
Otra
consideración. Entre los castigos que nos amenazan habrá una parte para los culpables
y otra parte para los inocentes. Únicamente Dios conoce bien a unos y a otros,
y sabe la porción de mal que caerá sobre cada cual. Por lo que sabemos ese mal
será una expiación para unos y aumento de méritos para otros, porque todo se convierte
en bien para los que aman a Dios.
Los
medios que la malicia de los hombres elige para hacernos sufrir entran en el
plan de la Divina Providencia y cooperan a nuestra salvación. Ésa no es la
intención de los malos, pero pertenece a la sabiduría de Dios hacer que
cooperen a sus fines hasta las voluntades más desordenadas.
Por lo tanto, si
sabemos conformar nuestra débil voluntad a la santísima y siempre adorable
voluntad de Dios, todo, indudablemente, concurrirá a nuestro bien, incluso los
excesos de los malos que hubieran recibido de lo alto permiso para impulsar
todo hasta el extremo, por ejemplo, de matarnos. Conocéis la palabra de Nuestro
Señor:
“No temáis a los
que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma” (Lc. 12, 4).
Es necesario
entonces, penetrar en la inteligencia de los designios de Dios respecto de
nosotros, adorar en todas las cosas su conducta, justa y misericordiosa a la
vez; luego, actuar en todas las cosas como cristianos valientes y como
religiosos fieles; después, sólo nos quedará una cosa: permanecer en paz hasta
que hayan pasado la justicia de Dios y la injusticia de los hombres.
El estado al cual
os convoco es el de la resignación cristiana. La resignación cristiana no es
la actitud afectada de los estoicos frente al dolor sino una sumisa
cooperación a la ejecución de los designios de Dios, conocidos y desconocidos.
Para penetrar más
plenamente en ese estado os daré una instrucción y os enseñaré una plegaria.
La instrucción
consiste en las siguientes palabras del Evangelio:
“Cuando hubo
subido a la barca le siguieron sus discípulos. Se produjo en el mar una
agitación grande, tal que las olas cubrían la barca; pero Él entre tanto dormía.
“Y acercándose sus
discípulos, le despertaron diciendo: Señor, sálvanos, que perecemos.
Jesús les dijo:
¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos
y al mar, y sobrevino una gran calma” (Mt. 8,23-26).
La barca, como
sabéis, es la Iglesia de la cual somos sus hijos. Jesús está en la barca, León
XIII es hoy su piloto, nosotros sus pasajeros. Si ahora Jesús no duerme, podrá
dormir mañana o pasado y entonces sobrevendrá la tempestad y las olas cubrirán
la barca. Muchos dirán que la barca está perdida; incluso entre los que en
ella viajan se dirá: ¡estamos perdidos! Y Jesús despertará y les dirá: —Hombres
de poca fe. Se levantará y con una sola palabra impondrá la calma. Y la calma
durará hasta cuando Dios sabe, y vendrá otra tempestad. Hace dieciocho siglos
que esto sucede y lo mismo sucederá hasta que la barca arribe al puerto.
Entonces Jesús despertará para nunca más dormir: dirá una palabra que será la
palabra del juicio final y sobrevendrá una gran calma que será la calma de la
eternidad.
Mientras esperamos
esta calma bienaventurada, velemos y oremos.
Os prometí una
oración, hela acá. La saco de un tesoro muy escondido, es una perla preciosa,
la entrego a vuestra alma para su edificación.
El Sábado Santo,
precisamente en el tiempo en que Jesús duerme en su sepulcro, la Iglesia lee
la historia del diluvio, historia parecida a la del Evangelio que acabo de
citar, e inmediatamente después de esta lectura, dirige a Dios la oración
siguiente. Escuchad bien: es lo más sublime de la fe, de la esperanza, de la
resignación, de la oración.
Deus,
incommutabilis virtus et lumen aeternum: respice propitius ad totius Ecclesiae
tuae mirabile sacramentum, et opus salutis humanae, perpetuae dispositionis
effectu, tranquillius operare: totusque mundus experiatur et videat dejecta
erigi, inveterata renovari, et per ipsum redire omnia in integrum, a quo
sumpsere principium: Dominum Nostrum Jesum Christum Filium tuum qui tecum vivit
et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorum.
Amen.
Oh Dios, poder
inconmovible y luz eterna, mira propicio al misterio admirable de toda tu
Iglesia y opera muy apaciblemente la obra de la salvación de los hombres por
ejecución de tu disposición eterna, y que el mundo entero experimente y vea
que las cosas desquiciadas se enderezan, que las cosas envejecidas se
renuevan, y que por el mismo las cosas todas recuperan su integridad, por Aquél
de quien recibieron su origen: Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo que contigo
vive y reina en la unidad del Espíritu Santo Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.
Comprendéis,
Hermana, que esta oración se aplica a todos los tiempos y a todas las situaciones:
al ponerla hoy a vuestra vista pienso que podremos, sin inconveniente,
aplicarla a nuestro tiempo y a nuestra situación. Advertid por favor, cómo la
iglesia pide a Dios que opere nuestra salvación muy apaciblemente.
Todas las
agitaciones de este mundo son apenas dignas de la atención de Dios, y, en todo
caso no turban en absoluto la paz divina con la cual, aunque parezca dormir,
opera nuestra salvación muy apaciblemente, en ejecución de sus designios
eternos y, por consiguiente, inmutables.
Notad también cómo
la humanidad desquiciada y arrojada por Adán en el estado de vetustez en que
la vemos sumida, es enderezada y rejuvenecida por Aquél que, siendo su Creador
se hizo su Salvador. Lo que la gracia de Dios opera así en la humanidad
cristianizada, lo obrará asimismo en las órdenes religiosas decaídas porque
asumieron, en alguna cosa al hombre viejo. El hombre viejo debe ser destruido y
lo será; el hombre nuevo ha de renacer; todo retornará a su primitiva integridad
y ha de sobrevenir una gran bonanza.
Que el mundo
entero vea eso, Hermana, y Dios permita que lo veáis también.
Que Dios os
guarde, Hermana, en paz y en oración.