“Habría también que determinar si una
asamblea anómala y desastrosa como el Concilio Vaticano II puede seguir
mereciendo el título de Concilio Ecuménico cuando se reconoce universalmente su
heterogeneidad con respecto a los que lo precedieron. Heterogeneidad que es tan
patente que exige nada menos que el recurso a una hermenéutica, cosa que jamás
fue necesaria con ningún otro concilio”.
22/09/2020
El comentario de Peter Kwasniewski titulado Por qué hay que
tomarse en serio las críticas de Viganò al Concilio me ha causado una
excelente impresión. Se publicó el pasado 29 de junio en OnePeterFive ([en
español] aquí), y quedó rezagado entre otros artículos
que me habría gustado comentar. Me dispongo a hacerlo ahora, dando gracias al
autor y a la redacción por el espacio que tengan a bien concederme.
Para empezar, creo que estoy de acuerdo con prácticamente todo el
contenido de lo escrito por Kwasniewski: su análisis de la situación es
sumamente claro y lúcido y refleja en su totalidad lo que pienso. En concreto,
lo que más me agrada es constatar que «desde la carta que escribió monseñor
Viganò el pasado 9 de junio y lo que ha escrito después, se debate lo que
supondría anular el Concilio Vaticano II ».
Encuentro interesante que se empiece a poner en tela de juicio un tabú
que desde hace casi sesenta años impide toda crítica teológica, sociológica e
histórica del Concilio, y más cuando esa intangibilidad reservada al Concilio
Vaticano II no se aplica -según sus partidarios- a ningún otro documento
magisterial ni a las Sagradas Escrituras. Hemos leído infinidad de
intervenciones de los defensores del Concilio en las que califican de superados
los cánones del de Trento, el Syllabus del beato Pío IX, la
encíclica Pascendi de San Pío X, y la Humanae vitae y
la Ordinatio sacerdotalis de Pablo VI. La propia enmienda
al Catecismo de la Iglesia Católica que corrige la legitimidad
de la pena de muerte se cambia en nombre de una supuesta nueva manera de
entender el Evangelio demuestra que para los novadores no hay dogmas ni
principios inmutables que no se puedan corregir o derogar: la única excepción
es el Concilio Vaticano II, que por su naturaleza –ex se, como
dirían los teólogos- goza del carisma de infalibilidad e inerrancia que a su
vez se niega a la totalidad del Depósito de la Fe.
Ya expresé mi opinión de la hermenéutica de la continuidad teorizada por
Benedicto XVI y retomada constantemente por los defensores del Concilio que
-indudablemente de buena fe- tratan de hacer una interpretación del mismo en
armonía con la Tradición. A mí me parece que los argumentos en favor del
criterio hermenéutico propuesto por primera vez en 20051 se
limitan a realizar un análisis teórico del problema y prescinden obstinadamente
de la realidad de cuanto sucede ante nuestros ojos desde hace décadas. Este
análisis parte de un postulado válido y aceptable, aunque en este caso concreto
presupone una premisa que no es necesariamente cierta.
El postulado consiste en que hay que interpretar todos los actos del
Magisterio a la luz de los textos magisteriales en razón de la analogia
fidei2, la cual de algún modo se expresa también en la
hermenéutica de la continuidad. Con todo, dicho postulado parte de la premisa
de que el texto que nos disponemos a analizar es un acto concreto de
magisterio, con un grado de autoridad bien explícito en las formas canónicas
previstas. Y precisamente ahí está el engaño, ahí salta la trampa. Porque los
novadores consiguieron dolosamente colocar la etiqueta de Sacrosanto
Concilio Ecuménico a su manifiesto ideológico, del mismo modo que a
nivel local los jansenistas que manipularon el Sínodo de Pistoya se las
arreglaron para poner un falso manto de autoridad sobre sus heréticas tesis,
más tarde condenadas por Pío VI3.
Por un lado, el católico se fija en la forma del Concilio y entiende sus
actos como una expresión del Magisterio, e intenta por tanto interpretar su
sustancia, patentemente equívoca por no decir errónea, en coherencia con la
analogía de la fe, por el amor y veneración que tienen todos los católicos a la
Santa Madre Iglesia. No pueden entender que los pastores hayan sido lo bastante
ingenuos para imponerles una adulteración de la Fe, pero tampoco entienden la
ruptura con la Tradición y procuran explicar esta contradicción.
Por otro lado, los modernistas se
fijan en la sustancia del mensaje revolucionario que quieren transmitir, y para
dotarlo de una autoridad que no tiene ni debe tener la magisterializan mediante
la forma del Concilio, publicándola en actas oficiales. Saben bien que están
forzando las cosas, pero se valen de la autoridad de la Iglesia –la cual en
circunstancias normales rechazan y refutan- para que sea prácticamente
imposible condenar esos errores, que fueron ratificados nada menos que por la
mayoría de los padres sinodales. La
instrumentalización de la autoridad con fines contrarios a los que la legitiman
es una estratagema de lo más astuta: por una parte se garantiza una especie de
inmunidad, de escudo canónico, a doctrinas heterodoxas o próximas a la herejía;
por otra, se permite aplicar sanciones a quien denuncia tales desviaciones,
todo en virtud de un respeto formal a las formas canónicas. En el ámbito civil, este comportamiento es
típico de las dictaduras. Si esto ha sucedido también en el seno de la Iglesia,
es porque los cómplices de dicho golpe de estado carecen del menor sentido de
los sobrenatural, no temen a Dios ni a la condenación eterna y se consideran
partidarios del progreso investidos de una misión profética que legitima todos
sus nefandos actos, al igual que las masacres comunistas son realizadas por
funcionarios de partido convencidos de que promueven la causa del proletariado.
En el primer caso, el análisis de los documentos conciliares a la luz de
la Tradición se topa con la constatación de que se formularon de tal modo que
evidencian el propósito subversivo de quienes los redactaron, y lleva
inevitablemente a la imposibilidad de interpretarlos en sentido católico sin
debilitar todo el cuerpo doctrinal. En el segundo, el dar a conocer lo novedoso
de las doctrinas insinuadas en las actas conciliares ha hecho necesaria una formulación
deliberadamente equívoca, precisamente porque para que
la autorizadísima asamblea diera el visto bueno y los publicara era
imprescindible hacer creer que eran coherentes con el Magisterio perenne
de la Iglesia.
Habría que señalar que el mero hecho de
tener que buscar un criterio hemenéutico para interpretar las actas del
Concilio pone de manifiesto la diferencia entre el Vaticano II y cualquier otro
concilio ecuménico, cuyos cánones no dan lugar a malentendidos. Objeto de
hermenéutica puede ser un pasaje poco claro de las Sagradas Escrituras o de los
Santos Padres, pero desde luego nunca un acto de magisterio, que tiene
precisamente por objeto disipar la falta de claridad. Y sin embargo, tanto los conservadores como los progresistas
concuerdan sin proponérselo en reconocer una especie de dicotomía entre lo que
es un concilio y lo que fue aquel concilio, el Vaticano II; entre la doctrina
de todos los concilios y la expuesta o implícita en el concilio de marras.
En un texto reciente en el que cita a Benedicto XVI, monseñor Pozzo
afirma precisamente que «un concilio sólo lo es en tanto que no se aparta del
surco de la Tradición y es preciso entenderlo a la luz de toda la Tradición»4.
Pero esta afirmación, irreprochable desde el punto de vista teológico, no lleva
necesariamente a considerar católico el Concilio Vaticano II, sino a
preguntarse si al no mantenerse dentro del surco de la Tradición y no pudiendo
interpretarse a la luz de toda la Tradición sin trastornar la intención
que lo ha motivado, puede calificarse efectivamente de católico. Desde
luego esta pregunta no puede ser respondida con imparciabilidad por quien se
profesa orgulloso defensor, partidario y formulador del Concilio. Evidentemente
no me refiero a la ineludible defensa del Magisterio católico, sino al puro Concilio en cuanto primer
concilio de una nueva Iglesia que pretende sustituir
a la Iglesia Católica, que se apresuran a rechazar como postconciliar.
Hay además otro aspecto que a mi juicio no conviene descuidar: que el
criterio hermenéutico -entendido en el contexto de una crítica seria y
científica del texto- no puede prescindir del concepto que desea expresar: en
realidad no se puede imponer una interpretación
católica de una tesis que es en sí patentemente herética o próxima a la herejía
por el mero hecho de que esté inserta en un texto declarado como magisterial.
La tesis de Lumen gentium que dice «El designio de la
salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los
cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando profesar la
fe de Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de
juzgar a los hombres en el último día» (LG 16) no puede tener una interpretación
católica: en primer lugar porque el dios de Mahoma no es uno y trino, y en
segundo porque el islam condena como blasfema la Encarnación de la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad en Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y
verdadero Hombre. Afirmar que «el designio de la salvación abarca también a
aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar
los musulmanes» contradice a las claras la doctrina católica, que profesa en
exclusiva la Iglesia Católica, única arca de salvación. La salvación que
pudieran llegar a alcanzar los herejes, y más aún en el caso de los paganos,
proviene siempre únicamente del inagotable tesoro de la Redención de Nuestro
Señor, tesoro custodiado por la Iglesia, mientras que la pertenencia a cualquier
otra religión es un impedimento para alcanzar la eterna bienaventuranza. Quien
se salva, se salva por el deseo al menos implícito de pertenecer a la
Iglesia, a pesar de su adhesión a una religión falsa; nunca
por medio de ésta. Porque lo que tenga de bueno esa religión no le pertenece,
lo ha usurpado; y lo que tiene de erróneo es lo que la hace intrínsecamente
falsa dado que la mezcla de error y verdad engaña con más facilidad a sus
adeptos.
No es posible alterar la realidad para
ajustarla a un esquema ideal: si la evidencia demuestra que la heterodoxia de
alguna tesis de un documento conciliar (y lo mismo se puede decir de los actos
de magisterio bergoglianos) y la doctrina nos enseña que los actos de
Magisterio no contienen errores, la conclusión no es que esas tesis no sean
erróneas, sino que no pueden formar parte del Magisterio. Y punto.
La hermenéutica sirve para aclarar el sentido de una frase oscura o
aparentemente contradictoria con la doctrina, no para corregirlo en sustancia
después. Un método similar no daría la clave de interpretación de los textos
magisteriales, sino que sería una intervención correctora, y por tanto el
reconocimiento de que en tal tesis específica de tal documento concreto se
afirma un error que es preciso corregir. Y habría que explicar además no sólo
el motivo por el que no se evitó ese error desde el principio, sino también si
los padres sinodales que aprobaron el error y el Papa que lo promulgó tenían
intención de empeñar su autoridad apostólica para ratificar una herejía, o si
en realidad quisieron servirse de la autoridad implícita derivada de su
condición de Pastores para avalarla sin que se pusiera en duda la acción del
Paráclito.
Monseñor Pozzo admite que «la dificultad para aceptar el Concilio se
puede atribuir a que se han enfrentado dos hermenéuticas o interpretaciones del
mismo, y conviven por tanto opuestas entre sí». Pero al decir eso confirma que
la opción católica de aceptar la hermenéutica de la continuidad se adhiere a la
acción innovadora de recurrir a la hermenéutica de la ruptura, con un arbitrio
que pone de relieve la confusión imperante y, lo que es más grave, el
desequilibrio entre las fuerzas que combaten a favor de una u otra tesis. «La
hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de terminar en una ruptura
entre la Iglesia preconciliar y la postconciliar, y presupone que los textos
del Concilio no serían la verdadera expresión del mismo sino el resultado de
una conciliación», según monseñor Pozzo. Pero la realidad es precisamente ésa,
y negarla no resuelve en lo más mínimo el problema, sino que lo agrava al
negarse a reconocer la existencia del cáncer cuando éste ha llegado a un punto
en que es innegable la metástasis.
Las declaraciones de monseñor Pozzo, según el cual el concepto de
libertad religiosa expresado en Dignitatis humanae no
contradice el Syllabus de Pío IX5 demuestran
que el citado documento conciliar es en sí equívoco. De haber querido sus
redactores evitar tal equívoco, habría bastado con indicar en una nota a pie de
página la referencia a las tesis del Syllabus; pero los
progresistas jamás habrían aceptado tal cosa, que precisamente por no remitir
al Magisterio precedente pudieron introducir subrepticiamente un cambio de
doctrina. No parece que intervenciones de los pontífices postconciliares –y la
misma participación de ellos, incluso in sacris en ritos no
católicos o hasta paganos– hayan corregido en modo alguno los errores
propagados por la interpretación heterodoxa de Dignitatis humanae. Si
se examina bien, en la redacción de Amoris laetitiae se siguió
el mismo método, con lo que la disciplina de la Iglesia en materia de adulterio
y concubinato público se formuló de manera que en teoría se pudiera interpretar
en un sentido católico mientras en la práctica se entendió justamente en el
obvio y único sentido herético que se quería difundir. Hasta tal punto que esa
clave de interpretación querida por Bergoglio y sus exégetas en lo que respecta
a la administración de la Comunión a los divorciados ha alcanzado el grado
de interpretatio authentica en las actas oficiales de la Santa
Sede (Acta apostolicae Sedis).
La tentativa por parte de los defensores del Concilio ha resultado ser
como el inútil esfuerzo de Sísifo. En cuanto consiguen con innumerables
esfuerzos y matizaciones formular una solución en apariencia razonable que no
afecte directamente a su idolito, al momento resultan contradichos por
declaraciones de opuesto signo por un teólogo progresista, un prelado alemán o
el propio Francisco. Y así, el peñasco conciliar rueda una vez más montaña
abajo atraído por la gravedad al lugar que naturalmente le corresponde.
Está claro que para un católico un concilio reviste de por sí tal
autoridad e importancia que acepta espontáneamente sus enseñanzas con filial
devoción. Pero es igual de evidente que la autoridad de un concilio, de los
padres que aprueban sus decretos y los papas que los promulgan no hace menos
problemática la aceptación de documentos que están en abierta contradicción con
el Magisterio, o que como mínimo lo debilitan. Y si esa problemática se
mantiene después de sesenta años, demostrando su perfecta coherencia con la
engañosa voluntad de los novadores que prepararon sus documentos e influyeron
en sus protagonistas, debemos preguntarnos cuál es el óbice, el obstáculo
insuperable que nos obliga contra toda razón a considerar forzadamente católico
lo que no lo es, en nombre de un criterio que tan sólo se aplica a lo que es
claramente católico.
Es necesario tener bien claro que la analogía fidei se
aplica a la verdad de la fe, ni más ni menos, y no sólo al error, porque la
armoniosa unidad de la Verdad en todas sus expresiones no puede hallar
coherencia con aquello a lo que se opone. Si
un texto conciliar expresa un concepto herético o próximo a la herejía, no hay
criterio hermenéutico que lo pueda volver ortodoxo simplemente porque ese texto
forme parte de las actas de un concilio. Conocemos de sobra los engaños y hábiles maniobras efectuadas por los
consultores y teólogos ultraprogresistas con la complicidad del ala modernista
de los padres. E igualmente conocemos bien la complicidad con que Juan XXIII y
Pablo VI aprobaron esos golpes de mano vulnerando las normas que ellos mismos
habían aprobado.
El vicio sustancial está por tanto en que se llevó a los padres
conciliares a aprobar textos equívocos, que ellos consideraban lo bastante
católicos como para ameritar el plácet, sirviéndose luego del mismo carácter
equívoco para hacerles decir ni más ni menos lo que querían los novadores. Hoy en día no es posible alterar aquellos
textos en su sustancia para hacerlos más ortodoxos o más claros. Hay que
rechazarlos sin más según las formas que la autoridad de la Iglesia juzgue en
su momento oportunas, porque están viciados de una intención dolosa. Habría también que determinar si una asamblea
anómala y desastrosa como el Concilio Vaticano II puede seguir mereciendo el
título de Concilio Ecuménico cuando se reconoce universalmente su
heterogeneidad con respecto a los que lo precedieron. Heterogeneidad que es tan
patente que exige nada menos que el recurso a una hermenéutica, cosa que jamás
fue necesaria con ningún otro concilio.
Sería necesario destacar que este
mecanismo inaugurado por el Concilio Vaticano II ha conocido un
recrudecimiento, una aceleración, un resurgimiento inaudito con Bergoglio, que
recurre deliberadamente a expresiones imprecisas astutamente formuladas
prescindiendo del lenguaje teológico, precisamente con el objeto de desmantelar
poco a poco lo que queda de la doctrina en nombre de la aplicación del Concilio. Es cierto que con Bergoglio las herejías y la heterogeneidad con
respecto al Magisterio son patentes y casi descaradas; pero no es menos cierto
que la declaración de Abu Dabi habría
sido inimaginable sin el antecedente de Lumen Gentium.
Con toda razón Peter Kwasniewski afirma: «Lo que hace que el Concilio
Vaticano II sea singularmente merecedor de repudio es la mezcla, el revoltijo
de cosas grandes, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas,
problemáticas y erróneas, todo ello en textos de gran extensión». La voz
de la Iglesia, que es la voz de Cristo, es por el contrario cristalina e
inequívoca y no puede inducir a error a quien confía en su autoridad. «Por eso
el último concilio es totalmente irrecuperable. Si el proyecto de aggiornamento dio
lugar a una pérdida masiva de la identidad católica, incluido lo relativo a la
doctrina y la moral fundamentales, la única salida hacia adelante es enterrar
honrosamente el gran símbolo y sepultarlo.
Finalizo recalcando algo a mi juicio muy significativo: si el mismo empeño que prodigan desde hace
años los pastores en la defensa del Concilio y de la Iglesia conciliar se
hubiera dedicado a corroborar y defender la doctrina católica en su totalidad,
o siquiera para promover en los fieles el conocimiento del Catecismo de San Pío
X, la situación del cuerpo eclesial sería radicalmente distinta. Pero no es
menos cierto que los fieles instruidos en la fidelidad a la doctrina habrían
empuñado las armas ante las adulteraciones llevadas a cabo por los novadores y
los defensores de éstos. Es posible que la ignorancia por parte del pueblo de
Dios haya sido provocada intencionalmente para que los católicos no se den
cuenta del fraude y la traición de que han sido objeto, del mismo modo que el
prejuicio ideológico que pesa sobre el rito tridentino sólo sirve para impedir
que haya algo con que comparar las aberraciones de los ritos reformados.
¿Acaso borrar el pasado y la Tradición, renegar de las propias raíces,
deslegitimar a los disidentes, los abusos de autoridad y el respeto aparente de
las normas no son elementos recurrentes en las dictaduras?
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
21 de septiembre de 2020
Festividad de San Mateo, apóstol y evangelista
NOTAS:
1http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html
2 CCC 114: Por «analogía de la fe»
entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total
de la Revelación.
3Es interesante señalar que, también en aquel caso, de las 85 tesis
sinodales condenadas por la bula Auctorem fidei, sólo eran
totalmente heréticas 7, mientras que las otras fueron calificadas de «cismática,
errónea, capciosa, subversiva del orden jerárquico, falsa, temeraria,
conducente al desprecio de los sacramentos y costumbres de la Santa Madre
Iglesia, injuriosa para la piedad de los fieles, injuriosa contra la Iglesia y
derogadora de su autoridad, perturbadora de la tranquilidad de las almas,
contraria e injuriosa al Concilio Tridentino, alteradora del orden en las
iglesias, injuriosa a la veneración debida especialmente a la bienaventurada
Virgen, lesiva del derecho de los concilios universales, etc.»
4 https://www.aldomariavalli.it/2020/09/10/concilio-vaticano-ii-rinnovamento-e-continuita-un-
contributo-di-monsignor-pozzo/
5 «Al mismo tiempo, el Concilio ratifica
en Dignitatis humanae que la única religión verdadera se
verificó en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió
la obligación de difundirla a todos los hombres (DH 1), y niega con ello el
relativismo e indiferentismo religioso condenado en el Syllabus de
Pío X».
6 https://lanuovabq.it/it/lettera-del-papa-ai-vescovi-argentini-pubblicata-sugli-acta