25 abril, 2020
Por Jorge
Soley
La crisis de nuestra civilización
La pandemia del coronavirus parece haberlo trastocado
todo y la incertidumbre sobre nuestro futuro provoca una angustia generalizada.
Pero lo cierto es que si nos detenemos, si nos apartamos por un momento de la
vorágine de información en que vivimos sumergidos y reflexionamos con atención
sobre lo que está ocurriendo, nos damos cuenta de que más que entrar en un
mundo nuevo, la crisis del coronavirus pone de manifiesto aspectos de nuestro
mundo que ya estaban ahí, pero preferíamos ignorar en el mejor de los casos o
de los que nos enorgullecíamos en el peor. La crisis del coronavirus revela,
pues, la crisis de nuestra civilización, las debilidades de una civilización
que, tal y como ya señalara Georges Bernanos tras acabar la
segunda guerra mundial, se caracteriza por la primacía de la técnica y por su soberbia,
la segunda confiando ingenuamente en la primera.
Escribía Bernanos que «una civilización se caracteriza por el tipo de hombre para el que está hecha». En nuestro caso, un hombre que pugna por arrancar de sí los últimos «residuos» de trascendencia, un hombre pretendidamente autoemancipado que, en un gesto de rebelión total contra su Creador, vocifera insensatamente no estar sometido ya a una naturaleza que cree capaz de configurar a su antojo, un hombre que cree que está a un paso de someter incluso a la muerte y dejar atrás la mortalidad asociada a su humanidad (leíamos hace poco pomposas declaraciones, proclamadas con esa solemnidad un tanto pedantesca del cientifismo, afirmando que ya había nacido el hombre que no conocería la muerte).
Ha sido este hombre, que se concibe como emancipado de la naturaleza y a un paso de dejar atrás su condición humana por una nueva transhumana el que, de repente, ha quedado a merced de un virus originado en un remoto mercado del interior de la China. El soberbio candidato a superhombre violentamente golpeado por algo tan antiguo y poco sofisticado como una pandemia. En expresión feliz de Jacques Julliard, «Prometeo ha enfermado de coronavirus».
Una humillación en toda regla para una civilización esclava de una lógica de hierro que afirma que no hay límites, que se hará inexorablemente todo aquello que sea fácticamente posible hacer y que, en consecuencia, normaliza prácticas como la eugenesia o la eutanasia. Anunciaba ya Bernanos hace más de medio siglo que la forma óptima de la modernidad para tratar a los «débiles y los tarados: desde el punto de vista general el suprimirlos pura y simplemente» es lo más económico. «Por lo tanto, tarde o temprano serán suprimidos por la técnica». ¡Qué proféticas palabras cuando asistimos a la eliminación casi total de los niños con síndrome de Down antes de que alcancen a nacer!
Se ha construido así una civilización inhumana que, bajo su manto de pretencioso dominio del mundo por la técnica, esconde a duras penas una realidad mucho más sórdida. Con fina psicología, Bernanos observaba que «el mundo moderno que presume de sus excelentes técnicas es en realidad un mundo entregado al instinto, es decir, a sus apetitos». Y añade: «el hombre moderno es un angustiado. La angustia ha ocupado el lugar de la fe».
Una angustia, ya presente entre nosotros desde hace
décadas pero que habíamos conseguido disimular y que ahora aflora masivamente
en estos tiempos de pandemia. Nuestro mundo, orgulloso y autosuficiente, se
muestra ahora desconcertado e impotente no ya para cumplir con sus fatuas
promesas, sino ni siquiera para proteger nuestras vidas. Nos prometía la vida
eterna, ser como dioses, y se tambalea ante un virus que no nos ha pedido
permiso para devastarnos. Ante tamaño naufragio, ¿cómo no caer en el nihilismo
y la desesperación?, ¿cómo podemos seguir afirmando, con el salmista, «bendice,
alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios»?
«A los que aman a Dios, todo les sucede para el
bien»
No, no podemos hacerlo desde nuestra mirada
soberbia y pretendidamente autosuficiente; para dar gracias siempre y en todo
lugar necesitamos mirar la realidad desde otra perspectiva. Es lo que escribe
san Pablo a los Romanos: «a los que aman a Dios, todo les sucede para el bien».
Pero para mirar así tenemos que contemplar el mundo y la historia a la luz de
Dios, pues sólo esa luz nos permite ver las cosas como realmente son. Como
escribe Robert Spaemann en su meditación sobre el
salmo 110, nos hemos olvidado de ver en las atrocidades de la historia
–como hicieron siempre los apóstoles y los cristianos– la mano de Dios, también
cuando la pena alcanza a los inocentes. Misterio que sólo se puede abordar
desde el reconocimiento de que «la pena alcanzó con toda su fuerza al que es
absolutamente inocente». Es la mirada
desde la cruz la única que puede comprender, una mirada que no solamente acepta
con resignación, sino que osa afirmar que «contemplar el actuar de Dios en la
historia de la salvación significa alegrarse en ella». Sí, también cuando
el mundo, ese mundo soberbio que se ufana de haber expulsado a Dios de nuestras
vidas, se muestra en toda su fragilidad y zozobra ante esta infección
invisible.
¿Hay esperanza para este nuestro mundo? Sí, nos atrevemos a afirmar con la Iglesia. Si la soberbia es el origen del pecado, nuestra debilidad es fundamento de la misericordia que es la fuente de nuestra salvación. Escribe Spaemann, meditando sobre el salmo 113, que «el ángel no puede ser perdonado porque es fuerte. Su decisión en pro o en contra del amor de Dios es definitiva, dado que los seres espirituales están totalmente presentes en aquello que hacen. El hombre es débil como todos los organismos vivos; «sus días son como la hierba»… El hombre no se identifica completamente con aquello que es. Y si es cierto que su debilidad constituye el fundamento de la misericordia de Dios, entonces la negación de esta debilidad, la soberbia, constituye el pecado original, y la humildad es la «madre de las virtudes».
¿Hay esperanza para este nuestro mundo? Sí, nos atrevemos a afirmar con la Iglesia. Si la soberbia es el origen del pecado, nuestra debilidad es fundamento de la misericordia que es la fuente de nuestra salvación. Escribe Spaemann, meditando sobre el salmo 113, que «el ángel no puede ser perdonado porque es fuerte. Su decisión en pro o en contra del amor de Dios es definitiva, dado que los seres espirituales están totalmente presentes en aquello que hacen. El hombre es débil como todos los organismos vivos; «sus días son como la hierba»… El hombre no se identifica completamente con aquello que es. Y si es cierto que su debilidad constituye el fundamento de la misericordia de Dios, entonces la negación de esta debilidad, la soberbia, constituye el pecado original, y la humildad es la «madre de las virtudes».
Sólo una civilización construida por hombres humildes, que reconozcan sus límites y miserias, pero también esperanzados al saberse amados por Dios hasta la locura, será capaz de afrontar la pandemia, confiados en la bondad de la divina Providencia y sabiendo que no debemos temer a quien puede matar solamente el cuerpo pero no el alma.