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lunes, 18 de mayo de 2020

EL BIEN DEL MAL







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Quien quiera saberlo, sabe que todo este asunto del bicho y de la pandemia y sus arrabales me huele mal desde el principio.

Es claro que un virus no es un bien, y si llega a ser mortalísmo menos lo es, en un sentido inmediato al menos, porque la muerte no es necesariamente un mal entero sin matices, como ya he dicho hace poco, seguro de que no es un pensamiento inédito ni original, vamos...

No sé si éste bicho es eso de ser un mal semejante, ya lo dije. Pero si el caso es que lo es, en ese sentido no es un bien, por cierto.

Ahora: tampoco me luce como un bien toda la parafernalia planetaria que se desata (¿que desatan?) y que tiene al globo en prisión preventiva sine die. De todo eso ya dije también lo que pienso y no tuve que decir algo distinto, hasta ahora, porque lo que pensaba es lo que pienso todavía, y lo que pienso es acerca de lo que veo. Y lo que veo no hace más que confirmar -casas más, casas menos- lo que pensaba que iba a pasar y lo que parece que va a pasar, siempre al ritmo del bicho y con el bicho como bandera, o lo que creo que harán los que revuelven el guiso en este mundo sublunar, ahora y después, amparados en el bicho y en sus venenos, y aplicándolo a toda suerte de asuntos. Aquí entre los pampas o en cual sea parte del orbis terrarum.

En qué va a terminar. Por ahora, a un servidor le basta con ir viendo.

Pero.

Pero.

No es lo único que veo. Y hablo de lo que sé y veo.

El mal nunca es tan poderoso, sea el que fuere, sea quien fuere.

El pobre tonto de Sauron se distrajo en su guerra contra los pueblos de la Tierra Media, toditos juntos y formados en orden de batalla frente a las puertas de Mordor.

Ni se avivó de que dos pequeños hobbits, desastrados, desamparados, solos, desfallecientes, le estaban por asestar un golpe más terrible que el que la fiera Glamdring de Gandalf, o la Andúril de Aragorn, forjada de nuevo, podrían haberle dado. Ese bien le fue ocultado y ocurría en su mismo reino de tinieblas.

¿Sauron un pobre tonto? Sí, mis cuates. Un pobre tonto: frente a su espantable figura, todavía el bien es más fuerte. Y cuanto más débil, más fuerte, al parecer. Paradojas tiene el mundo. Ojalá confiáramos más en las paradojas y menos en las especulaciones fantasiosas de pobre uva, ojalá confiáramos más en Fantasía y menos en los ingenieros de la ingeniería social de este valle de lágrimas.

Día a día, desde hace más de 50 días, tengo ocasión de ver, desde el alba hasta el alba -que así son a veces los días en estos días-, y de ver con alegría cómo ni los peores viruses arruinan los espléndidos subproductos no deseados por los carceleros de la prisión preventiva global.

No quiero hacer un pormenor. Cosas del pudor, ¿qué es eso de andar ventilándose las intimidades? Una bitácora no tiene por qué ser la revista Hola del pensamiento o de las emociones o de los afectos. Haga universal lo particular, cumpa, y con eso hará bien.

Pero algo diré en lista.

Por ejemplo.

La preventiva ha hecho maravillas con las comunicaciones.

¿No ha notado usted que no tiene que ver a quien no quiere ver y que puede ver a quien quiere ver y no más? ¿No le hace bien no tener que hablar sino sólo con quien quiere y debe hablar? ¿No lo hace feliz desaparecer y aparecer a demanda de lo que es verdaderamente importante, de lo que verdaderamente cuenta y es verdad? Para el resto, salvada la caridad, la prisión nos ofrece un escudo infranqueable y absolutamente justificado, para los que necesiten ese escudo. Que no somos todos.

El silencio. El salutífero silencio, que es como una distancia insalvable y más saludable que la que se usa hoy día. Ni siquiera tiene que molestarse en clavar el visto, fíjese lo que le digo... Y ojalá el ignorado ponga las barbas en remojo y se dé cuenta de que tiene que ocupar mejor su tiempo y hablar con quien debe y no con quien no debe. Hasta una escuela de virtud es, si me entiende lo que digo.

Por su lado, la ley que diga lo que se le antoje. Pero nada impide un piscolabis con amigos elegidos, si uno quiere, o conversaciones de vereda con quien a uno se le antoje. Y nada de nada con quienes uno nada tiene que hablar. ¿No le parece higiénico para el espíritu evitar palabras vacías, de circunstancias, obligadas? De tanto en tanto, un vino real con una persona real que hablará cosas reales, es una bendición. Y hace bien, en medio del mal.

Y las horas (tantas horas) a disposición. Un tiempo que no lo regula ahora la mecánica autómata del trajín diario o las urgencias fictas de tareas insípidas e inútiles, reclamos enfermos de labores sin valor real, viajes interminables para laborar y volver a casa o las exigencias descomedidas de amistades que no lo son.

Pero, ¿se dan cuenta todos de eso? No. Seguramente no. Pero, el que quiera...

El mal de estos días se ha distraído también él, como el pobre tonto de Sauron.

Pero su enemigo tampoco descansa, siempre atento suscita toda clase de cosas al amparo de un tiempo y un espacio que no teníamos antes: desde charlas interminables de sabrosa sobremesa, que apenas podían darse un día o dos a la semana y ahora pueden darse 14 veces a la semana, si cuadra; o la carpintería de reparación (mesas, sillas, marcos de puertas, o tallas...); o consejos de madrugada a los hijos más inquietos o más lejanos o a las hijas que se fatigan con los pequeños en la casa a toda hora; o encarar al fin el orden tanto postergado de los libros y los papeles; y la plomería del lavadero y la cocina; y una clase de poesía a distancia y sin límite, porque ni uno ni los otros tienen apuro; u organizar a como dé lugar una panadería en un suburbio empobrecido y ahora maltratado; o hacer una huerta (la verdura y la fruta están caras, compagni...); o interminables sesiones de guitarrear bajo una luna apenas fría, fuego al medio, en meses que no se animan del todo a otoñear...

Tiempo para ver cómo se las arregla uno y saltar de una vida muelle sobre la cinta sin fin de los hábitos cotidianos sin sentido, a la aventura de pequeños grandes desafíos ante cosas que dábamos por corrientes y son extraordinarias.

Tiempo para asistir a los caídos, tiempo para procurar la ayuda que se pueda a los que han tropezado con la malaria en la que han sido zambullidos por los ingenieros sociales binarios, que si van por 0 no pueden ir por 1. Hay tanto desesperado, tanto da por cuál razón. Tanta buena gente que ha quedado al costado.

¿Que tiene que sacar un permiso y que si no...? Vamos, hombre. No sea pavo. O somos argentinos o no somos argentinos. Para una cosa y para la otra. ¿Cuándo nos inspiraron tanto respeto las zonceras que nos mandan los mandamases de turno?

No lo tome a mal pero un servidor trabaja ahora bastante más que hace 50 días atrás. De veras, se lo garanto.

Pero, ¿no se ha fijado usted en cuánto es posible elegir y cuánto bien real puede hacer hasta a la distancia (sí, mon ami, a distancia, hasta surfeando sobre la endiablada red de redes...)?

Entre muchas cosas, la sedicente cuarentena ha dejado por el camino la única cosa que el que va por el camino necesita: la esperanza. Y hay miles que esperan un plato de comida al día, o esperan saber si tendrán un peso para las cuentas o para lo que sea, o si podrán subsistir siquiera, asediados por la angustia. Pero, algo más grave, ahogado por 24 horas de información cada día de cada mes que no le dice si esa locura termina y cuándo y cómo, cualquiera puede intoxicarse malamente y hasta morir de anoxia espiritual.

Y hay que procurarles las dos cosas: pan y oxígeno.

Pero.

Porque entonces resulta que, escapando del adoctrinamiento sanitario y de la policía del distanciamiento, volvieron los cuentos, las historias, los fuegos, el dibujar, el bordar, el leer, el armar rompecabezas, las oraciones de la tarde, los juegos con los niños, cocinar rico lo que se pueda. O el saludable ejercicio de buscar misas clandestinas, y vea que se encuentra uno en ellas con gentes de todo pelaje, no se crea que solamente los mártires de la fe: gente que quiere ir a misa, y listo, sin discurso.

Y así las cosas, el mal no puede evitar todo el bien que se le cuela por los renglones de sus decretos, por las rendijas de sus barbijos, por entre las filacterias y las cobardías de sus medias palabras untuosas y farisaicas.

Todo el bien, digo. Y no he nombrado ni una parte pequeña, siquiera. Siga la lista usted, si se anima. Porque tiempo le sobra.

Al final del día, entre conversaciones de madrugada que llenan el corazón de alegría las más de las veces, aunque son a la distancia distante del tiempo y el espacio, porque cada uno quedó clavado en un lugar distinto. Al final del día, en el descanso y el recreo de unos cuantos versos compuestos cada vez como refrigerio de la mano y del corazón siempre amante. Al final del día, con la música en los ojos en medio de la noche. Al final del día, cada día, uno puede sentir acaso el rugido a la distancia de algún Sauron desgarrado y babeante porque alguna presa se le ha escapado.

Y cada día se le escapa alguna y más que alguna, imperceptiblemente. Con un pequeño gesto, con una sonrisa en sordina, con hacerle las compras a una vecina inválida, con un plato de comida ofrecido por un pobre a un pobre más pobre que él, en un comedor improvisado al que lo empujó el bicho y su bandera impiadosa.

Y cada día se le escapan miles de gestos que todavía sostienen el mundo, mientras él, Sauron, inclinado sobre un mapa del entero mundo sueña sus sueños de gran señor del mundo, babea y se relame inútilmente por unas presas que se le fueron de las fauces y ya están tras las líneas de su enemigo, al amparo de otro señor que no es él, sin que el pobre tonto de Sauron ni siquiera se dé cuenta, sino cuando ya es demasiado tarde.

Deo gratias.

eduardo b. m. allegri