“Una palabra habló el Padre, que fue su
Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del
alma”
San Juan de
la Cruz, Avisos y sentencias espirituales, 307.
“Y dicho esto, leyó en alta voz la sentencia en la
tablilla: —Mandamos que Tascio Cipriano sea pasado a filo de espada.
El obispo Cipriano dijo:
- Gracias a Dios.
Oída esta sentencia, la muchedumbre de los hermanos
decía:
- También nosotros queremos ser degollados con él”.
Acta
del martirio de San Cipriano.
“Es una sagaz consigna comunista la de no
crear mártires”.
P. Julio
Meinvielle
No hace falta leer o escuchar cada
nueva entrevista, encíclica, video o documento de cualquier tipo o señal que lo
transmitiere o publicitare, de parte de Francisco, para saber qué piensa, qué
representa y qué es Bergoglio. Una vez conocido, uno sabe a qué atenerse, y el
interés radica en qué variación o nuevo impulso dará a la tendencia ya
conocida, rumbo al abismo de la apostasía ecumenista, en pos de la unión
“poliédrica” del Nuevo Orden Mundial anticristiano.
Del mismo modo, uno no necesita ver
la nueva película de Martin Scorsese, para saber quién es Scorsese, qué
representa y para quién trabaja. ¿Qué antecedentes nos presenta este aclamado director
de cine, que ahora ha estrenado su última película, “Silencio”?
En primer lugar, ha sido
ampliamente conocido por los católicos debido a su escandalosa, herética y
blasfema película “La última tentación
de Cristo” (1988). Sobre tal película puede leerse un excelente estudio del
Padre Álvaro Calderón (acá) y otro
artículo referido a la misma (acá). El mismo
Scorsese confesaba en una entrevista la herejía que encontraba “bella” en la
novela en que basó su filme: “La belleza
del libro de Kazantzakis está en que Jesús conozca todas las debilidades
humanas antes de convertirse en Dios” (acá).
Scorsese admite en sus
declaraciones, y da a conocer en su propia vida, que es esa clase de católicos
que viven según la carne, como afirma S. Pablo (cfr. Rom 8) y “los
que viven según la carne no pueden agradar a Dios”. Tres veces divorciado,
adicto al sexo, las drogas, el rock and roll, ha declarado cosas como las
siguientes: “(tengo) muchas
supersticiones. Me rodeo de toda una serie de rituales, detesto ciertos
números, hay algunos papeles que no tiraría por nada del mundo, pero ya no
pongo los pies en una iglesia, ya no hablo con los sacerdotes...”; o
también “Ser católico, para mí, quiere
decir sentirse culpable y frustrado. La Iglesia, que es una institución humana,
había decretado que no se debía comer carne los viernes. ¡Luego, de repente, da
media vuelta y decide que está permitido! Comer carne el viernes era un pecado
mortal. Si tocabas una hamburguesa ese día, te morías y te ibas al infierno.
¡Te quemabas eternamente! ¡Por una hamburguesa! ¡Luego, de la noche a la
mañana, ya no hay ningún problema! O piense en el divorcio. Yo lo sé: ¡Me he
divorciado tres veces! ¡En otro tiempo, si te divorciabas, eras automáticamente
excomulgado! ¿Se da usted cuenta? Eso quiere decir que Dios ya no te escuchará:
“Te han dicho lo que quiere Dios. Tú no has obedecido. Peor para ti. No hay
apelación. No podrás ser enterrado en tierra sagrada. Eres un proscrito,
rechazado por Dios y por su Iglesia”. Sí, me gusta el ceremonial de la Iglesia;
sí, creo que trata de promover los ideales cristianos, aunque, en realidad,
nadie los haya puesto en práctica. Pero lo que yo digo es que se puede hablar
directamente con Dios. No se necesita un intermediario. (...) Y por eso hay que
establecer una relación directa con Dios, si existe, en lugar de sufrir todos
esos obstáculos, toda esa culpabilidad, que son únicamente producto del hombre”.
(acá) En una de
sus primeras películas, le hacía decir a uno de sus personajes lo siguiente: “Los pecados no se redimen en la Iglesia. Se
redimen en las calles, se redimen en casa. Lo demás son chorradas y tú lo sabes”,
mostrando de ese modo su prescindencia de la Iglesia. En una reciente
entrevista habla de su paso por un seminario católico, del cual fue expulsado
al poco tiempo: “… de los 11 a los 17
tuve un gran mentor, el padre Príncipe, que influyó mucho en mi vida. Quería
ser como él. Me fascinaban su compasión y su firmeza. Y sobre todo su
dedicación. Sin embargo, la vocación tiene que venir de uno mismo. No vale
querer ser como otro. Eso puso fin al seminario aunque no a la búsqueda. A la
necesidad de redención” (acá). La
periodista que lo entrevista declara que Scorsese habla todo el tiempo de
redención sin que le quede claro qué quiere decir con ello. Scorsese tampoco lo
sabe. Y no sólo demuestra su ignorancia religiosa, sino que debido a sus
pasiones desenfrenadas, incompatibles con la ley divina, se ha asociado a los
enemigos de la Iglesia, a la cual él no necesita, claro está. Así, si en “La
última tentación de Cristo” el guión se lo escribió un calvinista, en Silencio”
se asoció a un guionista presbiteriano. Scorsese ha devenido, de hecho, en todo
un protestante que, valiéndose de la “iluminación interior”, es libre para
interpretar las Escrituras como quiera, no necesita de intermediarios entre él
y Dios, y no se somete a ninguna autoridad. Scorsese es de esa mayoría de
bautizados católicos que jamás han podido resolver el problema religioso, para
lo cual, como enseña Mons. Straubinger, uno debe ser capaz de creer que es
amado como Hijo por aquel mismo Dios que contradice nuestros malos instintos.
Pero además, el oscarizado director
tiene como reciente antecedente un film señalado como a todas luces gnóstico y
luciferino: “Muchos desconocen que Hollywood actualmente es movido hacia
ciertos intereses políticos, religiosos y sociales. Muy aparte de sus esfuerzos
por "entretener" a las masas, esta es una gran herramienta de
sugestión, un arma que desde hace años ha sido usada para promover la filosofía
gnóstica y la aceptación del satanismo en la sociedad. Cuando millones de
personas se sientan frente a una enorme pantalla por casi 120 minutos, las
poderes que manejan este mundo estarán muy interesadas en lo que se ahí se
proyecta. El problema es que este no es un ejemplo hipotético, realmente el
público está siendo llevado a una hipnosis masiva no solo por el cine sino por
diferentes medios de comunicación. "La
Invención de Hugo Cabret" es un tributo a esta forma de
adoctrinamiento y que a su vez nos revela los orígenes ocultistas que
impulsaron su creación”. (Ver acá).
Por si fuera poco, Scorsese también dirigió una película reivindicatoria del Dalai Lama, "Kundun".
Desde luego, el escandaloso Scorsese fue recibido por el destructor Francisco en audiencia privada. Y su filme aclamado en las filas conciliares.
Desde luego, el escandaloso Scorsese fue recibido por el destructor Francisco en audiencia privada. Y su filme aclamado en las filas conciliares.
Habiendo por nuestra parte y allá
lejos en el tiempo, visto al menos unas ocho películas de este director,
conocemos perfectamente que renegó muy pronto de aquello que supuso era el
catolicismo, y tras un comienzo prometedor y hasta de “outsider” en su carrera
cinematográfica, los excesos y el éxito lo entregaron de lleno a un sistema
implacable y arrebatador que paga muy bien las traiciones, las apostasías y el
anticristianismo consecuente. El “starsystem” judeo-masónico hollywoodense lo
premió por ello generosamente con sus “Oscars” y todo el oropel que los rodea.
Con todo lo dicho, resulta aún más
escandaloso que su última película, “Silencio” (véase sobre la misma un muy
completo informe acá), sea
defendida por algunos católicos que hasta el momento aparecían como pensantes,
y refractarios a todo lo que esta clase de directores y estas películas
representan. Es el caso particular de Juan Manuel de Prada, que deja bien a las
claras que sin las muletas de Chesterton y Castellani, no puede en absoluto
caminar. Demasiado inflado (como bien se dice acá) por la
“intelectualidad” católica conservadora o línea-media de habla española, con
esta su aprobación de la película de Scorsese muestra que el vértigo monstruoso
de la apostasía tiene un poder de atracción muy difícil de resistir. Así es
como de Prada, supuesto escritor “antisistema”, “antiliberal”, “chestertoniano”
y “castellaniano”, ahora escribe para el “Osservatore Romano”, órgano oficial
del Vaticano, es decir, de la iglesia conciliar modernista, apostática y
judaizante. Es sin dudas un gran avance pasar de jugar en el Villarreal o el
Rayo Vallecano a hacerlo en el Barcelona...siempre y cuando uno no haya tenido
que traicionar la esencia de aquello que uno hace. En este caso, se trata de la
verdad. Veremos de qué modo esto se hace, dejando a un lado la determinación
final si tal cosa obedece a torpeza, ignorancia, vileza o traición. Pero no
deja de llamar la atención el Silencio
de de Prada acerca de, precisamente, los antecedentes heréticos y
blasfematorios de Scorsese, pues ni siquiera hace mención en su artículo a “La
última tentación de Cristo”. Lejos de advertir a los lectores sobre tales
errores, se pliega a los nuevos errores esparcidos por Scorsese, esta vez desde
la gran tribuna vaticana. Hemos de suponer que el Vaticano paga bien, y en
consecuencia se debe adoptar un discurso acorde con sus herejías y heterodoxias.
Hay quienes difunden el artículo de
de Prada y hasta encuentran “razones” para, ahora sí, fiarse de Scorsese (por
ej, acá), y nos
preguntamos si son tan tontos como se presentan o es que hay que ser
obsecuentes con el poder romano y por eso cualquier cosa vale. Porque no hay
ninguna razón de peso esgrimida, y, por el contrario, como vemos en De Prada,
hasta sus mismos defensores admiten la idea que se defiende en esta nueva
película.
Dijimos que no hemos visto la
película de Scorsese, pero sí leímos la “crítica” de de Prada, publicada en el
diario vaticano, y “a confesión de parte, relevo de pruebas”. No vamos por tanto a hacer una crítica
de la película, por supuesto, sino sobre la apología de la misma que hace de Prada,
seguido de sus varios difusores. De
Prada aprueba la película, en cuanto “en todo momento se nos presenta la fingida
apostasía de los protagonistas como un trágico acto de amor a sus feligreses” (sic).
De Prada conviene en que hay una apostasía, mas para él “fingida” (la apostasía
es pecado, la mentira y la simulación también). En “La última tentación…”
Scorsese presentaba la traición de Judas como un acto de amor a Cristo, para
que éste pudiera cumplir la Redención (era incluso el mismo Judas quien animaba
a un vacilante Jesucristo a aceptar su misión redentora). En esto seguía al
blasfemo Jorge Luis Borges, que escudado tras un personaje llamado Runeberg,
esparcía la misma idea del protagonismo heroico de Judas, en su cuento “Tres
versiones de Judas” (v.gr., “Dios
totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el
abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la
perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús;
eligió un ínfimo destino: fue Judas”). Recordemos que Borges gozó de la
aprobación de Bergoglio desde mucho antes de ser obispo, y aún hoy día sigue
siendo para él una referencia de importancia en sus faenas destructoras de la
fe. En “Silencio” Scorsese pareciera equiparar la crucifixión de Nuestro Señor
con el “Písame” que le dice al jesuita para que “finja apostatar” y de ese modo
“salvar” al resto de los cristianos de la muerte. Verdaderamente una blasfemia
porque Dios no pide que hagamos el mal para obtener un bien, mucho menos la
negación pública de Dios. Recordemos que Nuestro Señor dijo: “Mas a quien me negare delante de los
hombres, Yo también le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos”
(Mt. 10,33). Y San Pablo nos dice: “No te
dejes vencer del mal, sino vence al mal con el bien” (Rom. 12, 21). La
propuesta de Scorsese es vencer el mal con el mal, pero cargándole la
responsabilidad a Dios, que pide violar sus propios mandamientos. Todo en favor
de los hombres, para quienes la muerte de sus cuerpos es lo peor que les puede
pasar. Scorsese –y sus defensores- se instalan cómodamente en la nueva
teología, para la cual el pecado no ofende a Dios sino que es un mal social,
por ello lo importante es la solidaridad humana.
Vamos a presentar el artículo de de
Prada, intercalando nuestros comentarios al mismo (en rojo):
Un silencio
muy elocuente
· En el libro de Endō y en la película de
Scorsese las persecuciones anticristianas en el Japón del siglo XVII ·
11 de Enero de 2017
En 1988, Martin Scorsese leyó con
admiración y sobrecogimiento Silencio, una novela del escritor
católico japonés Shūsaku Endō (1923-1996) (ese mismo
año estrenó “La última tentación de Cristo” ¿Nada para decir al respecto tiene de
Prada?). En seguida supo que algún día tendría que hacer con ella una adaptación
cinematográfica, (la novela se la dio a conocer un
clérigo tras haber visto “La última tentación de Cristo”; es decir, encontró
similitudes entre ambas obras y decidió que Scorsese era bueno para hacer otra
película del mismo estilo) que sin embargo se dilataría durante tres
décadas, por diversos problemas financieros y artísticos. Silencio se
trata, en su aparente sencillez y despojamiento, de una obra
extraordinariamente compleja, no exenta de similitudes con El poder y
la gloria, de Graham Greene (católico de izquierda,
heterodoxo, impostado y nada confiable). Publicada en 1966, se
convertiría pronto en epicentro de una agitada controversia, por tratar el
espinoso asunto de la persecución sufrida por los cristianos nipones desde
finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII, con hitos tan dramáticos
como la expulsión de todos los misioneros (1614) o la llamada Rebelión
Shimabara (1637-38), que tras ser salvajemente sofocada daría lugar al “período
Sakoku”, en el que el culto cristiano fue por completo prohibido. Sobre este
desgarrador telón de fondo traza Endō la peripecia de Silencio, que
recrea libremente la historia del jesuita portugués Cristóvão Ferreira
(1580-1650), quien llegara a ser provincial en el Japón y a sufrir terribles torturas
durante la época de persecución más sangrienta, antes de apostatar y adoptar el
nombre de Sawano Chuan. La figura de Ferreira se convierte –a imitación del
Kurtz de Joseph Conrad-- en el corazón tenebroso de la novela de Endō, en la
que se narra la odisea de dos jóvenes jesuitas, los padres Sebastião Rodrigues
y Francisco Garupe, que viajan desde Macao al Japón, dispuestos a conocer la
verdad sobre su superior.
Algunos detractores de Endō han juzgado que
Silencio es una novela “ambigua” en términos religiosos, por postular una
vivencia privada de la fe y señalar la inutilidad del martirio. Pero se trata
de una lectura simplista que la propia complejidad moral y teológica de la
novela desmiente (es la segunda vez que de Prada habla
de la “complejidad” para envolver en tinieblas su posterior justificación de la
película. Si Ud. no está de acuerdo con él es porque es un simplista y no ha
advertido la complejidad de la película del herético Scorsese). La
novela de Endō nos muestra el combate de la fe en circunstancias de sufrimiento
extremo, allá donde la capacidad de resistencia humana se enfrenta al silencio
de Dios (¿a qué se refiere con “el silencio de Dios?).
Desde luego, no hallamos en ella esa moralina edulcorada que tanto gusta a
cierto catolicismo emotivista, tan propenso a brindar soluciones netas y
facilonas (también irreales) a las cuestiones más delicadas y desgarradoras (discurso muy del tono de Francisco, para quien la fe no
ofrece ninguna clase de seguridades, y todo es ambigüedad y búsqueda
permanente). Silencio es una novela que –como pedía Flannery O’Connor al
artista católico—se adentra en “un territorio que es en gran medida propiedad
del Enemigo” y se enfrenta al problema del Mal y del sufrimiento, mostrando sin
ambages las tribulaciones de la fe en medio de una persecución crudelísima (la sentencia de O´Connor no es correcta, pues dice así:
“El escritor católico tiene que mostrar la intervención
de la Gracia en un territorio que es propio del diablo”. De Prada cita mal).
Hay pasajes en la novela de una crudeza que nos hiela la sangre en las venas,
en los que Endō nos describe los tormentos a los que fueron sometidos los
mártires japoneses. Y hay pasajes de una potencia espiritual y una condensación
teológica sublimes, en los que se exalta la heroicidad y la grandeza del
martirio. Pero también hay en la novela un esfuerzo por comprender las
flaquezas de quienes claudican por falta de valor, como el personaje a la vez
bufonesco y trágico de Kichijiro, un truhán que una y otra vez niega a Cristo y
delata a otros cristianos, pero una y otra vez reclama y encuentra perdón en el
padre Rodrigues, a quien vuelve como un perrillo sin amo. Porque Cristo, en
efecto, quiso salvar también a Judas, sabiendo que en todo Judas alienta un
potencial Pedro. Así lo expresa el padre Rodrigues, en un pasaje especialmente
revelador de la novela: “Cristo, en la Última Cena, le dijo a Judas: ‘Sal, ve y
haz lo que tengas que hacer’. Ni aun ahora que soy sacerdote he podido captar
bien el sentido de esas palabras. ¿Qué sentiría Cristo al lanzar esas palabras
a la cara del hombre que le iba a vender por treinta piezas de plata? ¿Las
diría con ira y con odio? ¿O serían más bien palabras nacidas del amor? Si eran
palabras de ira, Cristo en ese momento estaba negando la salvación a este solo
hombre entre todos los hombres del mundo. Judas habría recibido de lleno el
ramalazo de la ira de Cristo y no se habría salvado; y el Señor habría
abandonado a su suerte a un hombre caído para siempre en el pecado. Pero eso no
podía ser. Cristo trató de salvar incluso a Judas. De no ser así, no tiene
sentido que lo hiciera uno de sus discípulos”. (Si
tanto el novelista como el cineasta, y como parece también el escritor español,
no saben qué pensar, deberían pues ayudarse de aquellos que han sabido pensar
bien, por ejemplo los comentaristas bíblicos autorizados o los Padres de la Iglesia,
así resumido en un muy interesante artículo de Antonio Caponnetto:
“Señalado el traidor por su nombre, Jesús le dice: “Lo que tengas que hacer, hazlo pronto”.
“Señalado el traidor por su nombre, Jesús le dice: “Lo que tengas que hacer, hazlo pronto”.
También estas perícopas han dado
lugar a reflexiones concurrentes. Orígenes se pregunta si no eran palabras
dirigidas antes al demonio, que ya había entrado en el Iscariote, que al
Iscariote mismo. Puede ser. Pero San Agustín en esto, parece sacarnos más
provecho con sus comentarios.
El Señor, por lo pronto, está
provocando al adversario a la lucha: No te quedes quieto. Sigue cuanto
antes con tu maldito propósito. Yo sé bien cuál es mío y lo cumpliré acabadamente.
El fruto de ese “hacer pronto” lo
inicuo que planeaba era la misma redención, “lo que no quería se retardase ni
evitarse, sino que se apresurase cuanto fuera posible”, prosigue Agustín. La
prontitud pedida al felón no es para cooperar con su malicia, ni siquiera para
precipitar la caída del pérfido, al que tantas veces había invitado a
recapacitar. Sino teniendo en cuenta ante todo la salud de los fieles, la
salvación de los leales.
Hazlo presto equivale
a decir que no se teme a lo que sobrevendrá tras la traición aborrecible. El
Redentor vigila, aguarda; oblativamente espera el desenlace.
Hazlo presto, comenta Straubinger, es la misma urgencia salvífica ya puesta de manifiesto cuando le dice a los suyos: “un bautismo tengo para bautizarme, ¡y cómo estoy en angustias hasta que sea cumplido!”(Lc. 12,50). (acá)
Hazlo presto, comenta Straubinger, es la misma urgencia salvífica ya puesta de manifiesto cuando le dice a los suyos: “un bautismo tengo para bautizarme, ¡y cómo estoy en angustias hasta que sea cumplido!”(Lc. 12,50). (acá)
En el comentario a Mc. 14,21,
afirma Mons. Straubinger que “Judas el traidor es expresamente condenado por el
Señor y entregado a la maldición. Por eso es imposible creer que su alma se
haya salvado; cfr. Jn. 17,12”. No deja de llamar la atención que estos
escritores y directores blasfemos se encuentren tan enternecidos por la figura
de Judas (como también el fallecido Saramago y su “Evangelio de Judas”), lo
cual aparece como un pretexto para, invocando la misericordia de Dios,
reivindicar la figura del traidor y, ahora además, la apostasía).
Silencio nos enseña que la
misericordia de Dios también comparte el sufrimiento de quienes reniegan de él;
pues, como leemos en otro pasaje de la novela: “¿Quién puede asegurar que los
débiles hayan sufrido menos que los fuertes?” (Desde
luego, no debemos ser ni de los montanistas ni de los novacianos, ni rigoristas
ni imprudentes o presuntuosos. Dios hasta el fin busca la salvación de los
pecadores, pero esto no significa la aprobación del pecado o la invitación a
pecar porque Dios “haría la vista gorda” de tan bonachón que es). Pero sin duda el aspecto más
controvertido de la novela de Endō –y de la película de Scorsese— es la
solución final que adoptan los padres Ferreira y Rodrigues, que apostatan
públicamente y prosiguen su labor evangelizadora en la clandestinidad. No se
trata, ni mucho menos, de una vivencia privada y comodona de la fe, sino de una
dolorosa renuncia a propagar en los terrados el Evangelio, a cambio de evitar
el exterminio de sus hermanos. (Las negritas son
nuestras. De Prada manifiesta “una vivencia
privada y comodona de la fe”, como él mismo dice. Se puede por causa de la
prudencia en cierto momento renunciar a propagar públicamente la fe, en cuanto
a proteger la vida para continuar la obra misionera, si las circunstancias
propician la posibilidad de un mal mayor (recordemos a San Pablo huyendo oculto
en un canasto, en determinadas circunstancias), pero eso no al costo de renegar
de la misma fe públicamente. De Prada parece no saber que, al decir de Tertuliano,
“la sangre de los mártires es semilla de cristianos”. Parece desconocer la
gloriosa historia del Cristianismo, que se ha difundido y fortalecido a través
de los mártires, cuyos gloriosos ejemplos daban fuerzas para continuar el
combate y lograban la conversión de los enemigos (son ejemplares las actas del
martirio de San Cipriano, o de los 40 mártires de Sebaste, o la Carta a los
Romanos de San Ignacio de Antioquía, por nombrar pocos ejemplos.). E incluso
parece olvidar cosas que él mismo escribía no hace mucho, como en un artículo
que este nuestro blog publicara (acá).,
donde dice: “Una Iglesia que se
desviviera por las necesidades materiales de los hombres (dándoles alimento o
asilo, por ejemplo) y se despreocupara de asegurar la salvación de sus almas
inmortales habría dejado de ser Iglesia, para convertirse en instrumento del
mundo, que por supuesto aplaudiría a rabiar este activismo desnortado”. Acá
en su reciente artículo da a entender que es más importante la salvación de las
vidas mortales de las personas que la salvación de las almas.
La
novela de Endō, en fin, nos propone una reflexión sobre la llamada “disciplina
del arcano”, que tiene un evidente fundamento evangélico: “No deis a los perros
lo que es santo; no echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que
las pisoteen con sus patas y después, volviéndose, os despedacen” (Mt 7, 6) El propio San
Agustín recomendaba a sus fieles que, para evitar la reacción furibunda de los
paganos, ocultasen por prudencia sus creencias (una
cosa es no difundir a voz en cuello las propias creencias, en determinadas
circunstancias, y otra muy distinta es negar, cuando la fe está en juego, que
se tienen esas creencias). Dios
no quiere que rehuyamos el martirio; pero mucho menos quiere que nos arrojemos
al martirio insensatamente, o que nuestra insensatez arroje al martirio a
nuestros hermanos (¿Aceptar el martirio, frente al
verdugo anticristiano, es una insensatez? ¿No renegar públicamente de Cristo es
una insensatez? Nos gustaría que diera la fuente de San Agustín con la cita
entera para poder comprender qué es lo que lleva a de Prada a relacionarlo con
su defensa de la apostasía). Por supuesto, esta disciplina del arcano
puede ser la coartada perfecta para los cobardes que callan y otorgan, deseosos
de obtener las recompensas que ofrece el mundo, mientras los valientes son
sacrificados; pero esta no es la tesis que se defiende en Silencio,
donde en todo momento se nos presenta la
fingida apostasía de los protagonistas como un trágico acto de amor a sus
feligreses. (Las negritas son nuestras. De acuerdo
con de Prada se puede amar al prójimo rechazando –fingidamente o no- en público
a Dios. “Nadie tiene amor más grande que
el que da su vida por sus amigos”, Jn. 15,13. Nuestro Señor no entregó su
vida para salvar nuestros cuerpos de la tribulación, sino para salvar nuestras
almas del fuego eterno. Cuando van a prenderlo en el huerto, Cristo, sí, pide a
los guardias que no capturen a sus Apóstoles, diciendo: “Si me buscáis a Mí, dejad ir a estos” Jn. 18,9. Pero Nuestro Señor
no dijo “Yo no soy el que buscáis”. Y si salvó a los Apóstoles entonces, dice
Mons. Straubinger, es porque “si los discípulos que lo abandonaron todos en ese
momento de su prisión, hubiesen sido presos con El, habrían caído, tal vez, en
la apostasía (recuérdense las negaciones de Pedro) y perdido su alma. Sólo
cuando el Espíritu Santo confirmó la fe de los Apóstoles, dieron todos la vida
por su Maestro”. Por eso El mismo ha dicho: “Acordaos de aquella sentencia mía, que os dije: No es el siervo mayor
que su amo. Si me han perseguido a Mí, también os han de perseguir a vosotros”
Jn. 15, 20.).
Antes de que Scorsese adaptara para la gran
pantalla Silencio ya lo había hecho Masahiro Shinoda en Chinmoku (1971),
una obra de grandes cualidades fílmicas que, sin embargo, desvirtúa por
completo el sentido de la novela, al pretender que el padre Rodrigues, tras
apostatar, se deja arrastrar por la desesperación (como se deduce de una
desafortunadísima secuencia final). La versión de Scorsese, por el contrario,
es escrupulosamente fiel al original, tanto en la forma como en el fondo. Para
traducir en imágenes el despojamiento de la prosa de Endō, Scorsese ha
renunciado casi por completo al acompañamiento musical (lo que puede hacer un
tanto árida la película para el espectador medio) y elegido un tempo pausado
(incluso muy pausado, para los usos frenéticos del seudocine actual), así como
un recurso discutible, pero extraordinariamente eficaz, que consiste en contar
la historia renunciando a truculencias y efectismos, incluso adoptando una
mirada que se finge neutral y que, en algunos momentos (por ejemplo, en la
secuencia de la muerte del padre Garupe) puede resultarnos fría o distanciada.
No creemos que lo sea en modo alguno; y mucho menos que tal aparente frialdad
pueda interpretarse como un distanciamiento respecto al sufrimiento de los
mártires: la hermosísima y terrible secuencia en la que se nos muestra la lenta
muerte de los cristianos que han sido crucificados a la orilla del mar, para
que la marea alta los ahogue lentamente, no deja sombra duda de la postura
reverencial del director. Pero, sin
duda, aún resulta más admirable el escrupuloso respeto que Scorsese muestra por
el argumento y las intenciones de Endō, sin hacer ninguna concesión al espíritu
incrédulo de nuestra época. Así, por ejemplo, el padre Rodrigues (magníficamente interpretado por Andrew Garfield,
que encarna a la perfección la mezcla de ardor religioso y fragilidad del
personaje de Endō) escucha, nítida y
resonantemente, la voz de Cristo (no la voz de su conciencia) cuando finalmente
decide pisar el fumie que se le ofrece, para salvar la vida de
otros cristianos: “Písame… Yo he venido al mundo para que vosotros me piséis,
he cargado con la cruz para compartir vuestro dolor”. (Si en “La Pasión de
Cristo” vemos una bella escena donde Jesucristo pisa la cabeza de la
serpiente (y Nuestra Señora es presentada siempre como la que pisa a la
serpiente), en este caso se propone lo contrario: es a Cristo a quien debemos
pisar. Nuevamente además se invierte el sentido del Sacrificio redentor: la
negación de Cristo trae aparejado un bien. Así, por otra parte, si como se
postula se puede y es meritorio negar a Cristo frente a las torturas o amenazas
de muerte, con mucha más razón se puede negarlo y sólo confesarlo en la vida
privada en las situaciones de normalidad, porque así se evitarán problemas y
disturbios hacia los cristianos. Con esto se acaba el Reinado social de Cristo.
Además, Cristo no le dijo a Judas: “Traicióname, entrégame a los judíos”. Dios
nos pide nuestro amor, y nos lo dice explícitamente en el primer mandamiento. Como
enseña Santo Tomás: “La apostasía de la fe aparta totalmente al
hombre de Dios, cosa que no acontece con ningún otro pecado” (ST – P. II-IIae – Q. 12, 2). Por otra
parte, sabiendo que en el grado 29 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado de la
masonería se obliga a pisar un crucifijo, cabría preguntarse si Scorsese
pertenece a ese grado, cfr. acá)
Scorsese, en fin, refleja fidelísimamente
la intención de Endō en el tramo final de la película, donde la voz narradora
(que hasta entonces ha monopolizado el padre Rodrigues) adopta en la novela un
tono notarial y algo críptico, para insinuarnos que el protagonista ha seguido
evangelizando en secreto a los vigilantes que se encargan de su custodia. (La historia verdadera nos muestra que ocurrió otra cosa. Ver
acá)
Scorsese
añade explicitud a lo que Endō apenas insinúa: nos permite ver sin ambages cómo
Ferreira hace la vista gorda ante la introducción en el Japón de objetos cuya
significación católica pasa inadvertida a las autoridades; nos permite ver sin
ambigüedades cómo Rodrigues escucha en confesión a Kichijiro, su delator, y le
perdona los pecados; y, en fin, nos brinda un arrebatador plano final que –naturalmente—no
desvelaremos, en el que se nos confirma del modo más elocuente que Cristo nunca
ha abandonado al protagonista, y que el protagonista no ha cesado de predicar
el Evangelio entre las personas que lo han acompañado. (Volvemos
a decir que la negación pública –fingida o no- de Dios es un equivalente de la
traición de Judas, en la película “La última tentación de Cristo”, puesto que
si acá Dios pide a un hombre que apostate, ¿por qué no pudo pedirle a otro que
traicione, con “buenos fines”? En este caso el protagonista se justifica porque
“Cristo mismo se lo manda”, pero eso es un recurso barato del novelista. Alguien
puede objetar que Dios ha pedido a los hombres, v.gr. en el Antiguo Testamento,
cosas fuera de lo común o sencillamente “malas”. Pero debido a que Dios es la
fuente única de todo bien, explica Mons. Straubinger que “todo cuanto El manda o pudiese mandar, por más sorprendente que fuese para
nuestro modo de ver (cfr. Is. 65,8 ss.), siempre sería santísimo, sólo por ser
voluntad suya. Así el sacrificio de Abrahán, el despojo del oro egipcio por
Israel, el homicidio de Finées, la matanza de los amalecitas, el odio de David
contra los enemigos de Dios, y tantas otras cosas de la Biblia, sólo
escandalizan a las almas de poca fe, porque no han comprendido que el bien está
en que Dios haga cuanto quiere. ¡Ay de quien quiera ponerle reglas a El!”
(Coment. a Sal. 113,3). ¿Puede entrar el pedido de apostasía de Dios hacia un
hombre, en esta serie de acciones mencionadas? No, en absoluto, pues Dios se
ama a sí mismo, y no puede preferir otra cosa al Bien supremo que es El mismo.
De allí que si todos los hechos mencionados por Mons. Straubinger, tienden a su
gloria, de ningún modo la negación de Sí mismo lo glorifica. Nuestro Señor nos
enseñó no a negar a Dios, sino a negarnos a nosotros mismos. Los hechos
narrados en el Antiguo Testamento no son pecados, pues Dios no puede pedir lo
que va de suyo contra Sí mismo, siendo Él el supremo Bien. La apostasía es
siempre un pecado, por más que se la disfrace de acto de amor a Dios o al
prójimo.
Silencio es la elocuente película de un
artista descomunal (en verdad, Scorsese es un muy
mal artista. De Prada es, como dijo alguien que lo conoce bien, un “cinéfago”
que consume dos o tres películas por día, de manera tal que no le puede quedar
tiempo para instruirse convenientemente, ni siquiera acerca del cine. De Prada,
v.gr., se confiesa admirador del blasfemo Scorsese y del
“espiritual” Malick, preferido de los snobs, ver por ej. acá
y acá) y un
católico que, como Flannery O’Connor, no vacila en adentrarse en territorio
enemigo para medirse con los demonios que asaltan a dentelladas la fe (frase
rimbombante, pero en verdad hueca. ¿Vence a los demonios pisando el crucifijo?).
Y,
adentrándose en ese territorio, logra remover nuestra fe fofa o mortecina (en fin…) y nos permite escuchar la voz amorosa de
Cristo, resonando como un hosanna eterno en nuestro interior (¡!), compartiendo nuestro dolor y perdonando a cada
instante nuestras flaquezas y desfallecimientos (¿sin
arrepentimiento de nuestra parte?).
Juan Manuel
de Prada
De Prada editó en
España dos libros con textos del Padre Castellani (sin dudas lo mejor que hizo
en su vida intelectual), uno de los cuales tituló “Cómo sobrevivir
intelectualmente al siglo XXI”. Sin
embargo, parece que al mismo de Prada le está costando mucho sobrevivir, si no
económicamente –al contrario- sí intelectualmente, a este siglo, sin haber
asumido bien las enseñanzas vertidas en los excelentes textos de Castellani por
él difundidos.
Creemos que tanto la
película como el artículo de de Prada resultan muy convenientes para la actual
falsa misericordia impulsada por Francisco. La impunidad de los herejes,
sacrílegos y apóstatas es apabullante. La mediocridad del católico medio, que
esta clase de películas viene a fomentar, permite que las tinieblas avancen
cada vez más. La confusión, el error, la apostasía, el repliegue y cansancio de
los buenos, permiten que el mal se agigante. Ya decía el papa León XIII, que “la cobardía de los buenos fomenta la audacia
de los malos”. Y si esas tinieblas son tan espesas, se debe también a
que, al decir de Ernest Hello, “las
tinieblas que nos rodean son particularmente profundas porque la humanidad ha
dejado morir este fuego sagrado que es el odio al mal”.
Hay silencios que no
son nada inocentes, sino que más bien son contra el Verbo. Por eso no debemos
callar. Y debemos recordar estas alentadoras cuanto ciertas palabras de Louis
Veuillot: “Para obtener la victoria no necesita la verdad más que un pequeño
número de corazones firmes que no renieguen de ella y que sepan confesarla
cuando la ocasión se presente”.
Ignacio
Kilmot