ARTE
DE NO QUEDARSE NUNCA CESANTE EN EL APOSTOLADO
Por
Obispo Manuel González
Nota
previa Syllabus:
Encontramos en este excelente artículo
del llamado “Obispo de los sagrarios abandonados”, siempre oportuno por su
contenido, una particular atribución que podemos hacer a lo que está pasando
con la FSSPX, centrada en sí misma y su orgullo institucional que la llevó a creerse, como el Titanic, "inhundible". Si bien no podemos afirmar que lo que el artículo describe sea la
única razón del ocaso de la congregación conducida por Mons. Fellay, sí
pensamos que es el motivo principal que ha llevado a su decadencia, a estas
alturas mucho más que un eclipse pasajero.
Del mismo modo, pueden aplicarse estas
reflexiones del gran obispo español a ciertos sacerdotes que se dicen
“resistentes”, los cuales no dejan de mostrar su lamentable y grotesca caída,
estimulando y permitiendo a sus adeptos la realización de constantes homenajes,
loas, vítores y exhibición de “fellaynicas” sonrisas, todo meticulosamente
registrado por cámaras fotográficas y de video, y publicitado “gloriosamente” por
sus voceros en la internet. ¡Ay del orgulloso, que se atribuye las obras de
Dios y se apropia de la religión como si fuera cosa suya!
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El
gran peligro del apostolado
Y mejor diría: El gran peligro de los
que andan en apostolados; que estos, si son de buena ley y de misión cierta, no
son jamás peligrosos.
Pues bien, creo no estará de más echar
un cuarto a espadas sobre los peligros y riesgos a que están expuestos los
apóstoles menudos y los apóstoles grandes en el punto en que olvidan tomar las
debidas precauciones.
¡Quiera el Amo bendito conceder a estos
renglones sonidos de clarín que alarme y prevenga a los que no han caído, y que
despierte o resucite a los que cayeron y quizás murieron para la vida
apostólica!
Un
caso frecuente
Surge un apóstol chico o grande de la
palabra, de la pluma, de la acción, y con su palabra escrita o hablada o con
sus obras de celo ardiente excita atenciones, atrae miradas, subyuga corazones,
enardece almas, forma grupos de incondicionales, funda obras y por medio de
esos grupos y de estas obras centuplica su acción y su apostolado… ¡Qué oriente
más espléndido y esperanzador el de este sol!
Pasan unos meses, unos años, cuando
habría derecho a esperar un bello cenit para aquel astro, volvemos a mirar y
nos lo encontramos en todas las apariencias de un triste ocaso…Negros
nubarrones de maledicencias y discusiones, recelos y desalientos, quejas de
descontentos y protestas de desengañados presagian para aquel sol caído una
noche de tempestades y muertes…
¿Qué ha ocurrido? Quizá más que sol en
ocaso sea sol de mediodía en eclipse de pruebas de Dios o en tempestad de
pasiones y flaquezas de hombres, pero eclipse y tempestad que pasarán, dejando
reaparecer más brillante el sol. Pero quizá, quizá sea verdad que el sol de tan
riente aurora, sin pasar tal vez por el mediodía, se ha sepultado en un ocaso
tenebroso del que no volverá a nacer más.
Y ¡ojalá no fueran tan frecuentes esas
tristes y prematuras puestas de astros apostólicos!
¿Por
qué?
Aparte de la ley biológica a que están
sujetos todos los seres vivientes de la tierra, del nacer, crecer, decaer y
morir, y dejando a un lado causas que pudiera llamar parciales de decadencia de
las obras de apostolado, como la falta de competencia o de medios adecuados o
sobra de malas voluntades e intenciones torcidas en los que las ejercen o las reciben, quiero fijarme
y pedir la atención sobre el que yo llamaría el gran peligro y el gran porqué
de las esterilidades y fracasos de los apóstoles de Jesús, en grande como en
menuda escala.
Antes de llamarlo por su nombre, debo
recordar lo que nunca deberían olvidar los apóstoles.
La
ley suprema del apostolado
Si apóstol no significa, ni es otra cosa
que enviado, la ley única, la norma suprema y esencial de todo apóstol es
pensar, querer, sentir, proyectar, hablar, hacer y padecer, no como Juan, Pedro
o como se llame, sino como tal enviado, y siéndolo nada menos que de Jesús,
pensar, querer, sentir, proyectar, hablar, hacer y padecer a lo Jesús y en
nombre de Él.
Ésta es la ley.
¿No es esto claro, lógico y justo?
Y mientras a lo Jesús se conduzca por
dentro y por fuera, apóstol de Jesús será él y apostolado de Jesús será el suyo,
y fecundidades y aciertos y hasta milagros de Jesús serán los gajes de su
apostolado, y esto a pesar de todos los eclipses con que Dios quiera probar y
ejercitar su humildad y paciencia y de todas las nubes y tempestades de las
propias flaquezas y las ajenas pasiones.
Cómo
la cumplieron los apóstoles
¿No era esta ley la que con sus palabras
y sus obras nos enseñaron nuestros padres en la fe los apóstoles del Testamento
Nuevo?
“Yo no tengo oro ni plata, lo que tengo
te doy”, decía el príncipe de los apóstoles al baldado que le pedía limosna en
la puerta del templo, “en nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda”.
Ése es el tesoro, el único, el gran
tesoro del apóstol y el manantial de todo su poder: obrar en nombre de Jesús.
Yo, Pablo, predicaba el apóstol de las
gentes, no soy nada y lo puedo todo… “Por la gracia de Jesús, que mora en mí,
soy lo que soy”. Y de tal suerte se sentía trocado el apóstol en Jesús, que su
boca era la boca por la que hablaba Jesús; y sus manos, las manos por las que
obraba Jesús; sus pies, los pies por los que andaba Jesús; y su corazón,
corazón por el que amaba Jesús.
Ese trueque del apóstol en Cristo y de
Cristo en el apóstol es el que autoriza a decir: “Vivo yo, mas no yo, sino que
vive en mí Cristo” y “mando, no yo, sino el Señor”, y a San Juan Crisóstomo
para proferir aquel grito, tan atrevido como verdadero: “El Corazón de Cristo,
corazón de Pablo; el corazón de Pablo, Corazón de Cristo”.
El apóstol, pues, no es un simple
empleado, un viajante de la marca Jesús, con nombramiento escrito en un título
de papel y con mayor o menor sueldo, para que hable o haga propaganda de su
marca a hora y en lugares determinados. No, el apóstol de Jesús es Jesús mismo
vestido con la túnica de Pedro o de Pablo, con la sotana del sacerdote, con la
toga del magistrado, con la chaqueta del maestro, con la blusa del obrero y
hasta con la falda de la mujer, y dado a conocer y a amar, y a imitar, no sólo
por la palabra a horas fijas, sino por la vida de todas las horas de esa mujer
“María”, de ese obrero cristianizador de sus compañeros, de ese maestro
modelador de cristianos, de ese magistrado y de ese sacerdote que de todos los
actos de sus ministerios hacen apostolado de Jesús y atracción de almas.
Consecuencias
Puedo, pues, deducir de la ley suprema
del apostolado, que antes senté, estas consecuencias.
1.Que no hay más apóstoles de Jesús que
los enviados por Él, con carácter sacramental perpetuo, oficial e imborrable,
como los Obispos; o, por participación del apostolado jerárquico como los
sacerdotes, o de carácter, que pudiera llamar amistoso y privado y para fines
particulares, como son todos los que se sienten impulsados a hacer bien a las
almas de sus prójimos llevándolas a Dios por cualquier medio que les sugiera el
celo, como la beneficencia, la enseñanza, la predicación, el buen ejemplo, la
amistad, etc.
2.Que la eficacia y fecundidad del
apostolado, pudiendo tener por instrumento las prendas y aptitudes del apóstol,
tienen siempre por causa principal y esencial la virtud y gracia de Dios que lo
ha enviado.
3.Que a más unión del instrumento, el hombre
apóstol, con Dios, y a más imitación del enviado de la vida del único Autor de
todo apostolado, Jesús, Más eficacia y fecundidad en la acción apostólica. Y a
menos o nula unión e imitación, menos o nula eficacia y fecundidad en la misma.
“Al alma que está unida con Dios, escribe el doctor san Juan de la Cruz, el
demonio le teme como al mismo Dios” y si así le teme, es porque ve en el alma
unida a Dios el poder mismo de Dios.
Ahora puedo responder brevemente a
aquella pregunta: ¿Por qué se precipitan en un tenebroso e inesperado ocaso no
pocos astros del apostolado? ¿Por qué acaban tan desastrosa y vergonzosamente
obras apostólicas y de acción católica que tuvieron brillante aurora? ¿Cuál es
el secreto de la cesantía de tantos apóstoles?
Vais a permitirme que la respuesta os la
dé bajo una forma un poco extraña.
Muchos apostolados y obras de acción
católica fracasan por esto sólo; por haber decretado, sino con palabras, con
los hechos:
La
cesantía de Dios
¿Os parece dura? Pronto veréis que es
más verdadera que dura.
¿Qué es Dios para el apóstol?
El apóstol ha levantado una casa, ha
construido un templo, ha establecido un centro, ha formado un grupo de almas
más buenas, más valientes, más abnegadas; ha reformado por su palabra, por su
ejemplo, por su saber un pueblo, una sociedad.
Vuelvo a preguntar: ¿Qué es Dios para
ese apóstol y para esa obra?
Y aplico la vista y el oído a las obras
y a los dichos de no pocos apóstoles y oigo decir con insistencia jactanciosa, más
o menos embozada: “Yo he hecho…, yo he formado…yo he creado…”, y me siento tentado
de exclamar para mis adentros:
Aquí, por lo pronto, Dios Padre, a quien
en verdad se atribuye toda creación, va quedando cesante…
Y sigo escuchando: “Y he hecho, formado,
atraído, convertido, creado a fuerza de sudores míos, de habilidades mías, de
talento mío, de dinero mío, de simpatías mías…”
“¡Si no hubiera sido por mí…!”. Y vuelve
la tentación diciéndome: Aquí va quedando cesante Dios Hijo, que con su pasión
y muerte se hizo la única causa meritoria de toda gracia de atracción,
conversión y Santificación.
Y prosigo con el oído atento…”Y gracias
a mis estudios, a mi técnica y a mis aciertos, dirijo admirablemente esta obra,
y la he hecho valer más que las otras semejantes o anteriores, y mis
disposiciones y orientaciones sobre ella son inmejorables, insuperables e
irreformables, aun por autoridades superiores, que sabrán mucho de lo suyo,
pero de esto mío, no…”
E insiste la tentación: Si toda
dirección y todo acierto en acciones y obras para llevar almas a Dios viene del
que se ha llamado por la Iglesia Dedo de la diestra del Padre, o sea, el
Espíritu Santo, el único iluminador, director, guía y santificador de las
almas, en esa obra tan rebosante de criterio humano y de direcciones humanas y
vacía de oración dejan poco o nada que hacer a Dios Espíritu Santo; es decir:
que también está amenazado de cesantía.
¡Ay, Dios mío! ¡Te siento tan despedido,
como cesante, en las puertas de tantas obras y casas que se llaman cristianas y
hasta piadosas!
Somos canales, pero porosos, como de barro,
y, si no nos vidriamos bien con el desprecio propio y el amor de la gloria de
Dios en un constante espíritu de oración, absorbemos e inutilizamos el jugo que
pasa de Dios para las almas y de las almas para Dios.
Somos esponjas que deben empaparse de lo
que rebosa el Cáliz y el Copón y exprimirse apretadas por el trabajo apostólico
sobre las almas. Trasegadores de las bodegas de Dios. ¡Nos es tan fácil
creernos que damos de lo nuestro y no de lo de Dios, y que lo nuestro (nuestra
simpatía, virtud, influencia) hace, y no lo de Dios…!
¿Y qué le queda a un apóstol de Jesús y
a su obra si despide de ella a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo?
Para él, la cesantía más vergonzosa, y
para su obra, el fracaso más ignominioso.
Ni más ni menos.
Y si no desaparecen rápidamente esas
obras y por algún tiempo siguen aparentando vida, es para que les dé tiempo a
escribir con lágrimas de despecho y con uñas afiladas por la desesperación el
epitafio para la tumba del apóstol, y que poco más o menos deberá decir:
Aquí yace N.N.
Apóstol cesante.
Amigos y hermanos apóstoles, ¡ojo con el
gran peligro de la cesantía!
Mons.
Manuel González García, Obras completas, vol. III. Editorial Monte Carmelo,
2001.