El
Ejército francés está al límite de su capacidad de maniobra: ya patrulla las calles
de Francia y está desplegado en África y Oriente Medio.
Guy
Millière.- Los sucesivos gobiernos han construido una trampa; los franceses,
encerrados en ella, sólo piensan en cómo escapar. Pero la situación es más
grave de lo que muchos imaginan. Hay zonas enteras de Francia controladas por
bandas e imanes radicales.
Niza, 14 de
julio de 2016: Día de la Bastilla. Las celebraciones de la noche tocaban a su
fin. Cuando la multitud que había contemplado los fuegos artificiales comenzaba
a dispersarse, el conductor de un camión de 19 toneladas que circulaba en
zigzag atropelló a todo el que se encontró por el camino. Diez minutos y 84
muertos después, el conductor fue abatido a tiros. Decenas de personas
resultaron heridas; muchas quedaron lisiadas de por vida. Los aturdidos
supervivientes vagaron por las calles de la ciudad durante horas.
Los
presentadores de los informativos de la televisión francesa dijeron enseguida
que lo ocurrido había sido sin duda un “accidente” o, cuando las autoridades
francesas empezaron a hablar de terrorismo, que el conductor podía ser
simplemente un trastornado. Cuando la policía reveló el nombre y la identidad
del asesino, y que había padecido depresión anteriormente, sugirieron que había
actuado en un momento de “suma ansiedad”. Encontraron a testigos que declararon
que no era un “musulmán devoto”, puede que ni siquiera musulmán.
El
presidente, François Hollande, habló al cabo de unas horas y afirmó su
determinación de “proteger a la población”.
El primer
ministro, Manuel Valls, reiteró lo que ya había dicho 18 meses antes: “Francia
está en guerra”, y denominó a un enemigo: el “islamismo radical”, pero se
apresuró a añadir que el “islamismo radical” no tiene “nada que ver con el
islam”. Después, repitió lo que había recalcado muchas otras veces: los
franceses tendrán que acostumbrarse a vivir con “la violencia y los atentados”.
La reacción
pública demostró que Valls no había convencido a casi nadie. Los franceses
están cada vez más hartos de que se intente exonerar al islam. Saben
perfectamente que no todos los musulmanes son culpables. Pero saben también que
todos los que han atentado en Francia en los últimos años eran musulmanes. No se
sienten protegidos por François Hollande. Ven que Francia está siendo atacada
cada vez con mayor intensidad y que el islam radical ha declarado la guerra,
pero no quieren que Francia responda declarando otra guerra. No tienen ninguna
gana de acostumbrarse a “la violencia y los atentados”. No quieren estar en el
bando perdedor y sienten que estamos perdiendo.
Como el
Frente Nacional emplea un lenguaje cada vez más contundente, mucha parte de la
población vota a sus candidatos. La líder del Frente Nacional, Marine Le Pen,
ganará sin duda la primera vuelta en las elecciones presidenciales del año que
viene. Probablemente no acabará siendo elegida, pero si las cosas no cambian
rápida y claramente, tendrá bastantes posibilidades la próxima vez.
Los
políticos moderados leen las encuestas de opinión, endurecen su retórica, y
recomiendan políticas más severas. Algunos exigen medidas más duras, como la
expulsión de los terroristas detenidos que tienen la doble nacionalidad y la
detención de quienes ensalcen los atentados. Algunos han pedido incluso que se
aplique la ley marcial.
La calma
volverá poco a poco, pero es obvio que la situación en Francia se está
acercando a su punto de ebullición.
Los últimos
atentados aceleraron las cosas. Hace cuatro años, cuando Mohamed Merah asesinó
a varios soldados y judíos en Toulouse, la población no reaccionó. La mayoría
de los franceses no se sentían directamente concernidos; los soldados eran
simplemente soldados y los judíos eran simplemente judíos. Cuando, en enero de
2015, los dibujantes de Charlie Hebdo fueron asesinados, el país se sumió en
una reacción emocional que se desvaneció rápidamente. Se convocó una gran
manifestación en defensa de la “libertad de expresión” y los “valores de la
república”. Cientos de miles de personas coreaban: “Je suis Charlie” (“Yo
también soy Charlie”).
Los que
intentaron hablar de yihad fueron enseguida acallados. Ni siquiera la matanza
de la Sala Bataclan, un año después, en noviembre, provocó protestas, pero hubo
una profunda conmoción. Los principales medios de comunicación y el Gobierno ya
no podían ocultar que se trataba un acto de yihadismo. El número de muertos era
demasiado abrumador; no se podía pasar página sin más. Los principales medios y
el Gobierno hicieron todo lo posible por minimizar la rabia y la frustración y
hacer hincapié en la tristeza. Hubo ceremonias solemnes con flores y velas en
todas partes. Se declaró el “estado de emergencia” y se envió al ejército a las
calles.
Pero
después se disipó la sensación de peligro. La Eurocopa de 2016 se organizaba en
Francia, y los buenos resultados de la selección francesa crearon una falsa
percepción de unidad.
El atentado
de Niza fue una nueva llamada de alerta. Recordó brutalmente a todo el mundo
que el peligro sigue ahí, y que las medidas tomadas por las autoridades fueron
gestos fútiles. Volvió el recuerdo de los anteriores asesinatos.
Los
intentos de ocultar que Mohamed Lahuaiej-Buhlel, el terrorista de Niza, era
yihadista, no engañaron a nadie. Lo que hicieron fue generar más frustración, y
más deseos de que se emprendieran acciones eficaces.
Pocos días
antes del atentado de Niza, los medios reportaron que el informe de una
comisión de investigación del Parlamento sobre el atentado de la Sala Bataclan
revelaba que las víctimas habían sido despiadadamente torturadas y mutiladas, y
que el Gobierno había intentado ocultarlo. Toda la opinión pública pudo
entonces descubrir el alcance del terror, lo que echaba más leña al fuego.
Francia
parece ahora al borde de un periodo revolucionario; no haría falta demasiado
para que estallara. Pero la situación es más grave de lo que muchos imaginan.
Hay zonas
enteras de Francia controladas por bandas e imanes radicales. El Gobierno las
llama delicadamente “zonas urbanas conflictivas”. En otras partes se las llama
sin rodeos “zonas de exclusión”. Hay más de 570.
Cientos de
miles de musulmanes jóvenes viven en ellas. Muchos son maleantes, traficantes o
ladrones. Muchos están impregnados de un odio muy arraigado hacia Francia y
Occidente. Los reclutadores de las organizaciones yihadistas les dicen
–directamente o a través de las redes sociales– que si matan en nombre de Alá,
alcanzarán el estatus de mártires. Hay cientos que están preparados. Son
granadas sin espoleta que pueden explotar en cualquier parte y en cualquier
momento.
Aunque la
posesión, transporte y venta de armas están estrictamente regulados en Francia,
las armas de guerra circulan ampliamente. Y, por supuesto, el atentado de Niza
ha demostrado una vez más que un arma de fuego no sirve exclusivamente para
perpetrar asesinatos masivos.
Hay 20.000
personas listadas en los “ficheros S” del Gobierno, un sistema de alertas para
identificar a los individuos vinculados con el islam radical. La mayoría no
están vigilados. El asesino de Toulouse, Mohamed Merah, los asesinos de los
dibujantes de Charlie Hebdo y muchos de los terroristas que atacaron la Sala
Bataclan estaban en los ficheros S. Mohamed Lahuaiej-Buhlel, el terrorista que
atentó en Niza, no lo estaba.
El jefe de
los servicios de inteligencia franceses dijo hace poco que habrá más ataques y
que muchos asesinos en potencia se mueven libremente y sin ser detectados.
Hacer lo
que hoy está haciendo el Gobierno francés no mejorará las cosas. Al contrario.
Francia está a merced de otro atentado que prenderá fuego al polvorín.
Hacer algo
más empeorará la situación antes de que pueda mejorar. Recuperar el control de
muchas zonas requeriría movilizar al ejército, y sin duda los izquierdistas y
anarquistas contribuirían al caos con más caos.
Encarcelar
a cualquiera que se pueda encarcelar alegando motivos de seguridad pública
implicaría más ley marcial; significaría la suspensión de las libertades
democráticas y, con todo, sería una tarea imposible. Las cárceles francesas ya
están llenas. La policía es inferior en número y muestra síntomas de
agotamiento. El ejército francés está al límite de su capacidad para actuar: ya
patrulla las calles de Francia, y está desplegado en África y Oriente Medio.
Los
sucesivos gobiernos han construido una trampa; los franceses, encerrados en
ella, sólo piensan en cómo escapar.
El
presidente, François Hollande, y el primer ministro, Manuel Valls, soportan
toda la culpa. Durante años, muchos en Francia apoyaron cualquier movimiento
que denunciara el “racismo islamófobo”. Aprobaron leyes que definían la crítica
al islam como “delito de odio”. Recurrieron cada vez más al voto musulmán para
ganar las elecciones. El think tank de izquierdas más importante de Francia,
Terra Nova, considerado próximo al Partido Socialista, publicó varios informes
que explicaban que la única manera de que la izquierda ganase elecciones era
atraerse el voto de los inmigrantes musulmanes y sumar más musulmanes a la
población de Francia.
La derecha
moderada también tiene culpa. El presidente Charles de Gaulle estableció la
“política árabe” de Francia, un sistema de alianzas con algunas de las peores
dictaduras del mundo árabe-musulmán, creyendo que este sistema le permitiría a
Francia recuperar su poder perdido. El presidente Jacques Chirac siguió los
pasos de De Gaulle. El presidente Nicolas Sarkozy ayudó a derrocar el régimen
de Gadafi en Libia y fue en gran medida responsable del subsiguiente caos.
La trampa
mostró su efecto letal hace una década. En 2005, se produjeron revueltas en toda
Francia que demostraron que la incomodidad de los musulmanes podía llevar a
Francia al borde de la destrucción. Las llamas se extinguieron gracias a las
llamadas a la calma de las organizaciones musulmanas. Desde entonces, Francia
ha estado a merced de más revueltas.
Se optó por
el apaciguamiento. Eso no hizo que la descomposición dejara de ganar terreno.
François
Hollande tomó muchas decisiones precipitadas que pusieron a Francia en el
centro de la diana. Al ver que los intereses estratégicos de Francia estaban
amenazados, lanzó operaciones militares contra grupos terroristas en la África
subsahariana. Al comprender que los musulmanes franceses iban a entrenarse y a
librar la yihad en Siria, decidió desplegar al ejército militar en acciones
contra el Estado Islámico.
No previó
que los grupos islamistas y el Estado Islámico devolverían el golpe y atacarían
en Francia. No percibió hasta qué punto era Francia vulnerable; cómo estaba
siendo socavada desde dentro.
Los
resultados iluminan totalmente un panorama escalofriante. Los islamistas ven
ese panorama, y no les disgusta la visión.
En sus
páginas web suele aparecer una cita de Obama bin Laden: “Cuando la gente ve un
caballo fuerte y otro débil, se pone instintivamente de parte del caballo
fuerte”.
Parecen
pensar que Francia es un caballo débil y que el islam radical puede poner a
Francia de rodillas sobre una pila de polvo y escombros. El tiempo –parecen
creer– también está de su parte, al igual que la demografía. Los musulmanes
representan ahora el 10 % de la población francesa; el 25 % de los adolescentes
de Francia son musulmanes.
El número
de musulmanes franceses que quieren que se aplique la ley de la sharia en
Francia crece cada año, y también la cifra de musulmanes franceses que aprueban
el yihadismo. Cada vez más ciudadanos franceses desprecian el islam, pero
tienen pánico. Incluso los políticos que parecen dispuestos a luchar no se
enfrentan al islam.
Los
islamistas parecen creer que ningún político francés podrá superar lo que
parece cada vez más una tormenta perfecta árabe. Parecen tener la impresión de
que Occidente ya ha sido derrotado y que nadie tiene lo que hay que tener para
prevalecer. ¿Se equivocan?