No podemos dejar de acordar con el siguiente
comentario, vertido al pie de un artículo de un blog del que ya nos hemos
ocupado (últimamente acá), donde
se dice lo siguiente: “El introductor de
la gran confusión es Benedicto, que quiere establecer un principio de gobierno
gerencial tecnocrático, y no se asusten si en breve hay tres, y tampoco les
llame la atención si hay un juego entre "progresistas" y
"conservadores" a la norteamericana, que van pulsando los tiempos y
la opinión. La idea de establecer un juego dialéctico y de alternancia dentro
del gobierno eclesiástico es bien al estilo ratzingeriano, y su voluntad de
quedarse es para que no se difumine el "partido" conservador y se
estabilice y se institucionalice el juego. Es su modo de pensar y lo hace de
"buena fe". La "unidad" es un concepto viejo, monárquico y
reaccionario. El juego de Ratzinger es moderno, democrático y dialéctico.
También quieren a la tradición como minoría, a la par de la zurda más rabiosa.
Lo que yo veo venir, y ya está instalado, es un gobierno bicéfalo, de partidos,
de "contradicción interna", lo que para ellos es buenísimo. Nosotros
acostumbrados al viejo esquema no entendemos nada - siendo que es bastante
simple- y tratamos de ver el "misterio" que puede significar todo
esto.(…)
El "acuerdismo tradi", como el "entrismo" político,
es entrar en el juego dialéctico (como minoría por supuesto) y no niego que
pueda ser un buen "negocio", pero es simplemente apuntalar el
principio que difumina la Verdad. El principio dialéctico.El principio de que
la verdad y el bien, es un juego de oposiciones”. (acá).
En efecto, creemos que allí está planteada,
aunque no desarrollada, una de las
claves de entendimiento de los acontecimientos que parecen superar
nuestra capacidad de asombro, en la Iglesia y en la misma FSSPX. Dentro del
juego dialéctico modernista (hegelo-marxista) se desenvuelven las estrategias
de tesis y antítesis en procura de la síntesis
unificadora hasta llegar cuando estén dadas las condiciones –y no parece faltar
demasiado- a la síntesis final coronada por el Anticristo. La “hermenéutica de
la continuidad”, cuyos actos más visibles han sido el motu proprio “Summorum
Pontificum” y el “levantamiento de excomuniones” de los obispos de la FSSPX, ha
sido –es- un eufemismo de la dialéctica hegeliana de la iglesia modernista. El
hecho de que haya “dos papas” en Roma, forma parte de este entramado que está
siendo llevado hasta sus últimas consecuencias. Las tesis y antítesis que se
oponen, el papa emérito conservador y
el papa en funciones ultramodernista,
el papa que reza y el papa que actúa, alimentan la
contradicción para que la Iglesia “viva” y sea, a la vez, una “Iglesia
conservadora” y una “Iglesia en salida”, como le gusta decir a Francisco. Sin
esa contradicción en el seno mismo de la “Iglesia” esta no tendría vida ni
avanzaría en su necesaria evolución. Progreso y tradición son necesarios a los
fines modernistas. Ya San Pío X lo había explicado bien en su “Pascendi” (el
subrayado es nuestro): “Insistiendo en la
doctrina de la evolución, es de advertir que, si bien las indigencias o
necesidades empujan hacia la evolución, llevarían más a la ruina que al
progreso, si se las dejara actuar libremente, ya que con facilidad traspasarían
los límites de la tradición, cortando así la conexión con su principio vital.
Por eso, analizando con más agudeza la mente de los modernistas, debemos
decir que la evolución se produce por la acción de dos fuerzas contrarias: una
que impulsa hacia el progreso, otra que tiende a conservar la tradición”.
Los doctrinarios de la revolución también lo han
explicado: “La contradicción –dijo
Hegel- es la raíz de todo movimiento y de
toda vida; sólo en cuanto una cosa tiene contradicción en sí misma se mueve,
tiene una impulsión y una autoridad”. Mao-Tse-Tung decía: “La ley de la contradicción que es inherente
a las cosas, a los fenómenos (o ley de la unidad de los contrarios), es la ley
fundamental de la dialéctica materialista” (A propósito de la
contradicción, agosto de 1937, cit. en Jean Ousset, Marxismo y Revolución).
Lenin, por su parte, explicaba: “La
dialéctica es la teoría que muestra cómo los contrarios pueden ser, y son
habitualmente (y cómo llegarán a ser) idénticos, en qué condiciones son
idénticos convirtiéndose el uno en el otro, por qué el espíritu humano no debe
considerar esos contrarios como muertos, paralizados, sino como vivos,
condicionales, móviles, convirtiéndose el uno en el otro” (“Notas críticas
sobre el libro de Hegel: La ciencia de la lógica”, idem).
No siendo suficiente el haber instalado el
juego dialéctico en el seno de la Iglesia, a partir de la ruptura del Vaticano
II, ahora ha sido llevado más allá siendo parte de ese juego dialéctico el
mismo Papado, teniendo “dos Papas” que aparentemente se oponen y encabezan dos
facciones que rivalizan pero que no instalan ninguna ruptura con la otra. La
presencia de Benedicto en Roma garantiza que la facción “conservadora” y
“tradicional” se quede “en el molde”, pensando que esa posición inamovible les
garantiza una capacidad de protección o reserva contra el tsunami bergogliano
modernista. Los hegelianos más progresistas saben que su antítesis no amenaza
su existencia. Este juego dialéctico que con Bergoglio se está practicando aceitadamente,
ha recibido otro nombre: “Cultura del encuentro”. La clave de su funcionamiento
es dejar a un lado la doctrina, pues el lenguaje no resiste definiciones sino
que, bañado en ambigüedad y quitado el valor a la verdad, es una herramienta de
impulsión, de acción, de “camino” y “encuentro”. Se trata de un terreno
enteramente ganado por la Revolución cuyo objeto no es la verdad sino el
perpetuo devenir.
Afirma el P. Meinvielle en su libro “El poder destructivo de la dialéctica
comunista”, particularmente sobre la destrucción llevada a cabo en la
Iglesia de China (las negritas son nuestras):
“Es importante advertir primeramente que el procedimiento
dialéctico de destrucción supone por su misma naturaleza que la acción se
desarrolle en el Tiempo, sin precipitación y sin quemar etapas.
El comunismo, al introducirse en un país, aunque disponga de la totalidad
de la fuerza, jamás va a intentar imponer de golpe las exigencias máximas de su
programa. Si así lo hiciera, tendría que recurrir a una acción mecanicista e
impuesta desde afuera. El comunismo va a tomar el pulso de esa sociedad
que quiere transformar en comunista y le va a aplicar la dialéctica destructiva
en grado conveniente y adecuado, de modo que no pueda ofrecer
resistencia, en forma tal, diríamos, que esa aplicación de la dialéctica coloque
a dicha sociedad en situación favorable y la disponga a su juego. Para ello el
comunismo deja por un tiempo subsistir las viejas formas y estructuras
burguesas.
“Esto que acaece en general, también se cumple en lo
que respecta a la religión. La religión, en especial la católica, será destruida
en el comunismo, pero nunca de un golpe. Y no lo será de un golpe porque
entonces se correría el riesgo que, lejos de destruirla, se la afirme en el
interior del corazón de los cristianos. Es una sagaz consigna comunista la
de no crear mártires. Aun en el campo religioso hay que despertar por medio
de procedimientos dialécticos, sabiamente aplicados, el complejo de culpa. El
problema consiste en llevar al interior de la Iglesia misma la lucha, la
dialéctica”.
Hay cuatro
postulados que el mismo Bergoglio se ha encargado de destacar en su accionar, y
la prensa también ha puesto en evidencia, son los siguientes:
- el tiempo
es superior al espacio;
- la
unidad prevalece sobre el conflicto;
- la
realidad es más importante que la idea;
- el todo
es superior a la parte.
Sobre el primer postulado se dice en un artículo lo
siguiente:
Primer postulado: «el
tiempo es superior al espacio»
Entre
los cuatro postulados, éste parecería ser el más apreciado por el papa
Francisco. Lo encontramos enunciado por primera vez en la encíclica «Lumen
fidei» (n. 57). Lo volvemos a encontrar, junto con los otros tres principios,
en «Evangelii gaudium» (nn. 222-225). Posteriormente es retomado en la
encíclica «Laudato si’» (n. 178). Por último, es citado, dos veces, en la
exhortación apostólica «Amoris laetitia» (nn. 3 y 261).
Pero
es el menos inmediatamente comprensible en su formulación. Se torna claro sólo
cuando se lo explica. «Evangelii gaudium» lo aclara de la siguiente manera:
«Este principio permite
trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a
soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes
que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión
entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que
a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los
espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al
espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para
intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es
cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es
ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los
espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante
crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que
generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos
que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos
históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad» (n.
223).
Bergoglio
sabe bien lo que hace y el juego dialéctico que está jugando magistralmente.
Realiza permanentemente acciones pero sin apuro, es decir, abarca mucho pero
dejando un margen para que la dinámica misma de la dialéctica obre el resto y
lleve a los resultados buscados. Ratzinger podrá ser un mejor teórico, pero
Bergoglio es un habilidísimo práctico.
La llamada “cultura del encuentro” se
desarrolla ad intra y ad extra de la Iglesia. Creemos que la
impulsión de las corrientes migratorias musulmanas tienden hacia ese fin y por
eso Francisco las promueve y alienta. Sin embargo, está claro que en su mayoría
los musulmanes son reactivos a tal uso dialéctico, por lo que ese problema –que
se pretende sea parte del juego aunque de un modo violento- encontrará su síntesis
de un modo sangriento y a través de una gran guerra, pues quienes han creado
(financiando) el problema, serán quienes querrán ofrecer la “solución”. De modo
tal que del conflicto entre Iglesia romana y Mahometismo no haya sino una
síntesis procurada por un vencedor que sea la síntesis superadora. En esto
Francisco, evidentemente, está jugando con fuego. Nos viene a la mente el
ejemplo de la dialéctica impuesta en la Argentina entre las guerrillas
marxistas y los gobiernos liberales militares, de cuyo baño de sangre se obtuvo
la síntesis de la “Democracia”. Luego esta “Democracia” instaló la dialéctica
permanente entre el “bipartidismo” de los populistas y los ultraliberales,
consolidando la praxis revolucionaria y obteniendo año tras año mayor destrucción
a su paso.
En relación al Protestantismo las cosas van
mejor y gracias a Francisco las diferencias se van minimizando. Cada uno
conserva sus “identidades” pero apuntando todos a la “síntesis”.
Desde luego que no puede quedar fuera de este
juego la Tradición católica que hasta ahora se mantenía sin participar del
mismo, aislada y protegida por las dichosas “excomuniones” a los lefebvristas.
El trabajo que no pudo concluir Benedicto, requería otra “maña” más política.
Ya sin un intransigente como Mons. Lefebvre en la FSSPX, y tras la expulsión de
Mons. Williamson, el camino del diálogo entre contrarios iba sobre ruedas.
Francisco da por sentado además que hay “ultraconservadores” en la Iglesia y
sabe que debe tolerarlos en la medida que la contradicción no pone en peligro
el juego dialéctico modernista: “Ellos hacen su trabajo y yo hago el mío. Yo
quiero una Iglesia abierta, comprensiva, que acompañe a las familias heridas.
Ellos le dicen que no a todo. Yo sigo mi camino sin mirar al costado. No corto
cabezas” (Entrevista a diario La
Nación). Como decía Mao-Tse-Tung: “Es normal que se produzcan
discrepancias dentro del Partido, y que éstas den lugar a pugnas. Es la
reacción interna del Partido frente a las contradicciones entre clases en la
sociedad y entre el orden nuevo y el antiguo. Si no hubiera contradicciones en
el Partido, ni lucha para resolverlas, sería síntoma de que éste dejó de tener
vida” (cfr. “Marxismo y Revolución”, J. Ousset).
Lo que necesitan
la tesis y la antítesis es libertad, nada más. La FSSPX pide libertad, y
poco a poco se le va otorgando. Una libertad dentro de un marco de acción
medido, porque la contradicción ha de servir para hacer avanzar la máquina
dialéctica y si ha de poner palos en la rueda, se descarta. ¿En qué se basa la
coincidencia, si no es programática? Hay un terreno acotado donde la libertad
no cede, y es en la aceptación –más o menos explícita- de un neo-dogma
imposible de cuestionar: se trata del “Holocausto”. Si hay dogmas que separan,
este es el único capaz de unir ecuménicamente a los que participan del juego,
ya sean conciliares, tradicionalistas, luteranos, etc. Mons. Fellay ya demostró
públicamente que adhiere a esta aceptación del “Holocausto”. Y también que
adhiere al juego dialéctico, al afirmar que “Benedicto estaba muy atento a la doctrina.
Francisco mira más por la persona. Incluso ve la doctrina como un obstáculo
aquí y allá. Para
nosotros es importante que este camino avance hacia lo que es correcto,
hacia la verdad” (acá) Puede avanzarse hacia la verdad más allá de
la doctrina, pues a Francisco esta le tiene sin cuidado. Mientras unos se
preocupan de la persona y otros de la doctrina, el proceso dialéctico hace el
resto. Hace tiempo que la FSSPX cayó en esta trampa (véase este artículo)
Pero además, cuando la FSSPX afirma que Roma “no
le pide nada a cambio”, el solo hecho de participar –con sus diferencias
doctrinales- del juego de tolerancia de contrarios de la dialéctica hegeliana,
ya está aceptando deponer las armas cristianas. Bien dice Jean Ousset: “Para conducirnos al ateísmo, el comunismo no
exige creer en tales o cuales argumentos abstractos, exige participar en su
acción, lo que, en la práctica, es mucho más eficaz. ¡Y cuántos caen en la
trampa, con el pretexto de que no se les pide renegar explícitamente de su fe!”
(“Marxismo y Revolución”).
Incluso puede decirse que ha empezado a
tolerarse dentro misma de la FSSPX la convivencia pacífica entre dos corrientes
que sostienen principios contrarios, como los que son acuerdistas y los que son
no acuerdistas, tolerando los primeros a los segundos porque éstos no tienen una
actitud rupturista y aceptan a la otra parte. No habría allí una intención de
llevar la dialéctica al interior de la congregación, pero por sí misma ésta
llevaría a la negación paulatina de la verdad y a modificar en una nueva
síntesis la naturaleza misma de la congregación, de tal manera que ese proceso
la lleve a una síntesis aceptable para Roma.
¿Y en la Resistencia, puede darse algo así?
Pensamos que también se corre ese peligro. Pues si bien se ha desbaratado
mayormente el peligro liberal, puede surgir la tentación de aceptar la
convivencia de dos principios contrarios para zanjar diferencias y pretender
conformar a todo el mundo, a saber: que por un lado se respete la disposición
jerárquica de la misma, con el principio de la obediencia bien establecido; y
por el otro que se toleren sacerdotes que actúan por propia iniciativa con
independencia de los obispos, en el afán de darse a sí mismos una estructura
propia que los “preserve”. Tal situación iniciaría un proceso dialéctico
subversor que haría desdibujar por completo toda idea de Iglesia. En este caso,
quizás a salvo la doctrina, la misma por sí sola no serviría para santificar a
los hombres, pues Dios nos ha dado una Iglesia visible y aun en su más extrema
pequeñez no puede dejar de seguir este principio de autoridad jerárquico, que
fundado en la verdad, nos es donado desde lo alto. Lo contrario se llama
revolución.
Ignacio Kilmot