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jueves, 4 de agosto de 2016

DIALÉCTICA MODERNISTA





No podemos dejar de acordar con el siguiente comentario, vertido al pie de un artículo de un blog del que ya nos hemos ocupado (últimamente acá), donde se dice lo siguiente: “El introductor de la gran confusión es Benedicto, que quiere establecer un principio de gobierno gerencial tecnocrático, y no se asusten si en breve hay tres, y tampoco les llame la atención si hay un juego entre "progresistas" y "conservadores" a la norteamericana, que van pulsando los tiempos y la opinión. La idea de establecer un juego dialéctico y de alternancia dentro del gobierno eclesiástico es bien al estilo ratzingeriano, y su voluntad de quedarse es para que no se difumine el "partido" conservador y se estabilice y se institucionalice el juego. Es su modo de pensar y lo hace de "buena fe". La "unidad" es un concepto viejo, monárquico y reaccionario. El juego de Ratzinger es moderno, democrático y dialéctico. También quieren a la tradición como minoría, a la par de la zurda más rabiosa. Lo que yo veo venir, y ya está instalado, es un gobierno bicéfalo, de partidos, de "contradicción interna", lo que para ellos es buenísimo. Nosotros acostumbrados al viejo esquema no entendemos nada - siendo que es bastante simple- y tratamos de ver el "misterio" que puede significar todo esto.(…)
El "acuerdismo tradi", como el "entrismo" político, es entrar en el juego dialéctico (como minoría por supuesto) y no niego que pueda ser un buen "negocio", pero es simplemente apuntalar el principio que difumina la Verdad. El principio dialéctico.El principio de que la verdad y el bien, es un juego de oposiciones”. (acá).

En efecto, creemos que allí está planteada, aunque no desarrollada, una de las  claves de entendimiento de los acontecimientos que parecen superar nuestra capacidad de asombro, en la Iglesia y en la misma FSSPX. Dentro del juego dialéctico modernista (hegelo-marxista) se desenvuelven las estrategias de tesis y antítesis en procura de la síntesis unificadora hasta llegar cuando estén dadas las condiciones –y no parece faltar demasiado- a la síntesis final coronada por el Anticristo. La “hermenéutica de la continuidad”, cuyos actos más visibles han sido el motu proprio “Summorum Pontificum” y el “levantamiento de excomuniones” de los obispos de la FSSPX, ha sido –es- un eufemismo de la dialéctica hegeliana de la iglesia modernista. El hecho de que haya “dos papas” en Roma, forma parte de este entramado que está siendo llevado hasta sus últimas consecuencias. Las tesis y antítesis que se oponen, el papa emérito conservador y el papa en funciones ultramodernista, el papa que reza y el papa que actúa, alimentan la contradicción para que la Iglesia “viva” y sea, a la vez, una “Iglesia conservadora” y una “Iglesia en salida”, como le gusta decir a Francisco. Sin esa contradicción en el seno mismo de la “Iglesia” esta no tendría vida ni avanzaría en su necesaria evolución. Progreso y tradición son necesarios a los fines modernistas. Ya San Pío X lo había explicado bien en su “Pascendi” (el subrayado es nuestro): “Insistiendo en la doctrina de la evolución, es de advertir que, si bien las indigencias o necesidades empujan hacia la evolución, llevarían más a la ruina que al progreso, si se las dejara actuar libremente, ya que con facilidad traspasarían los límites de la tradición, cortando así la conexión con su principio vital. Por eso, analizando con más agudeza la mente de los modernistas, debemos decir que la evolución se produce por la acción de dos fuerzas contrarias: una que impulsa hacia el progreso, otra que tiende a conservar la tradición”.

Los doctrinarios de la revolución también lo han explicado: “La contradicción –dijo Hegel- es la raíz de todo movimiento y de toda vida; sólo en cuanto una cosa tiene contradicción en sí misma se mueve, tiene una impulsión y una autoridad”. Mao-Tse-Tung decía: “La ley de la contradicción que es inherente a las cosas, a los fenómenos (o ley de la unidad de los contrarios), es la ley fundamental de la dialéctica materialista” (A propósito de la contradicción, agosto de 1937, cit. en Jean Ousset, Marxismo y Revolución). Lenin, por su parte, explicaba: “La dialéctica es la teoría que muestra cómo los contrarios pueden ser, y son habitualmente (y cómo llegarán a ser) idénticos, en qué condiciones son idénticos convirtiéndose el uno en el otro, por qué el espíritu humano no debe considerar esos contrarios como muertos, paralizados, sino como vivos, condicionales, móviles, convirtiéndose el uno en el otro” (“Notas críticas sobre el libro de Hegel: La ciencia de la lógica”, idem).


No siendo suficiente el haber instalado el juego dialéctico en el seno de la Iglesia, a partir de la ruptura del Vaticano II, ahora ha sido llevado más allá siendo parte de ese juego dialéctico el mismo Papado, teniendo “dos Papas” que aparentemente se oponen y encabezan dos facciones que rivalizan pero que no instalan ninguna ruptura con la otra. La presencia de Benedicto en Roma garantiza que la facción “conservadora” y “tradicional” se quede “en el molde”, pensando que esa posición inamovible les garantiza una capacidad de protección o reserva contra el tsunami bergogliano modernista. Los hegelianos más progresistas saben que su antítesis no amenaza su existencia. Este juego dialéctico que con Bergoglio se está practicando aceitadamente, ha recibido otro nombre: “Cultura del encuentro”. La clave de su funcionamiento es dejar a un lado la doctrina, pues el lenguaje no resiste definiciones sino que, bañado en ambigüedad y quitado el valor a la verdad, es una herramienta de impulsión, de acción, de “camino” y “encuentro”. Se trata de un terreno enteramente ganado por la Revolución cuyo objeto no es la verdad sino el perpetuo devenir.

Afirma el P. Meinvielle en su libro “El poder destructivo de la dialéctica comunista”, particularmente sobre la destrucción llevada a cabo en la Iglesia de China (las negritas son nuestras):

“Es importante advertir primeramente que el procedimiento dialéctico de destrucción supone por su misma naturaleza que la acción se desarrolle en el Tiempo, sin precipitación y sin quemar etapas. El comunismo, al introducirse en un país, aunque disponga de la totalidad de la fuerza, jamás va a intentar imponer de golpe las exigencias máximas de su programa. Si así lo hiciera, tendría que recurrir a una acción mecanicista e impuesta desde afuera. El comunismo va a tomar el pulso de esa sociedad que quiere transformar en comunista y le va a aplicar la dialéctica destructiva en grado conveniente y adecuado, de modo que no pueda ofrecer resistencia, en forma tal, diríamos, que esa aplicación de la dialéctica coloque a dicha sociedad en situación favorable y la disponga a su juego. Para ello el comunismo deja por un tiempo subsistir las viejas formas y estructuras burguesas.

“Esto que acaece en general, también se cumple en lo que respecta a la religión. La religión, en especial la católica, será destruida en el comunismo, pero nunca de un golpe. Y no lo será de un golpe porque entonces se correría el riesgo que, lejos de destruirla, se la afirme en el interior del corazón de los cristianos. Es una sagaz consigna comunista la de no crear mártires. Aun en el campo religioso hay que despertar por medio de procedimientos dialécticos, sabiamente aplicados, el complejo de culpa. El problema consiste en llevar al interior de la Iglesia misma la lucha, la dialéctica”.

Hay cuatro postulados que el mismo Bergoglio se ha encargado de destacar en su accionar, y la prensa también ha puesto en evidencia, son los siguientes:

el tiempo es superior al espacio;

- la unidad prevalece sobre el conflicto;

- la realidad es más importante que la idea;

- el todo es superior a la parte.

Sobre el primer postulado se dice en un artículo lo siguiente:

Primer postulado: «el tiempo es superior al espacio»
Entre los cuatro postulados, éste parecería ser el más apreciado por el papa Francisco. Lo encontramos enunciado por primera vez en la encíclica «Lumen fidei» (n. 57). Lo volvemos a encontrar, junto con los otros tres principios, en «Evangelii gaudium» (nn. 222-225). Posteriormente es retomado en la encíclica «Laudato si’» (n. 178). Por último, es citado, dos veces, en la exhortación apostólica «Amoris laetitia» (nn. 3 y 261).
Pero es el menos inmediatamente comprensible en su formulación. Se torna claro sólo cuando se lo explica. «Evangelii gaudium» lo aclara de la siguiente manera:
«Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad» (n. 223).

Bergoglio sabe bien lo que hace y el juego dialéctico que está jugando magistralmente. Realiza permanentemente acciones pero sin apuro, es decir, abarca mucho pero dejando un margen para que la dinámica misma de la dialéctica obre el resto y lleve a los resultados buscados. Ratzinger podrá ser un mejor teórico, pero Bergoglio es un habilidísimo práctico.

La llamada “cultura del encuentro” se desarrolla ad intra y ad extra de la Iglesia. Creemos que la impulsión de las corrientes migratorias musulmanas tienden hacia ese fin y por eso Francisco las promueve y alienta. Sin embargo, está claro que en su mayoría los musulmanes son reactivos a tal uso dialéctico, por lo que ese problema –que se pretende sea parte del juego aunque de un modo violento- encontrará su síntesis de un modo sangriento y a través de una gran guerra, pues quienes han creado (financiando) el problema, serán quienes querrán ofrecer la “solución”. De modo tal que del conflicto entre Iglesia romana y Mahometismo no haya sino una síntesis procurada por un vencedor que sea la síntesis superadora. En esto Francisco, evidentemente, está jugando con fuego. Nos viene a la mente el ejemplo de la dialéctica impuesta en la Argentina entre las guerrillas marxistas y los gobiernos liberales militares, de cuyo baño de sangre se obtuvo la síntesis de la “Democracia”. Luego esta “Democracia” instaló la dialéctica permanente entre el “bipartidismo” de los populistas y los ultraliberales, consolidando la praxis revolucionaria y obteniendo año tras año mayor destrucción a su paso.

En relación al Protestantismo las cosas van mejor y gracias a Francisco las diferencias se van minimizando. Cada uno conserva sus “identidades” pero apuntando todos a la “síntesis”.

Desde luego que no puede quedar fuera de este juego la Tradición católica que hasta ahora se mantenía sin participar del mismo, aislada y protegida por las dichosas “excomuniones” a los lefebvristas. El trabajo que no pudo concluir Benedicto, requería otra “maña” más política. Ya sin un intransigente como Mons. Lefebvre en la FSSPX, y tras la expulsión de Mons. Williamson, el camino del diálogo entre contrarios iba sobre ruedas. Francisco da por sentado además que hay “ultraconservadores” en la Iglesia y sabe que debe tolerarlos en la medida que la contradicción no pone en peligro el juego dialéctico modernista: “Ellos hacen su trabajo y yo hago el mío. Yo quiero una Iglesia abierta, comprensiva, que acompañe a las familias heridas. Ellos le dicen que no a todo. Yo sigo mi camino sin mirar al costado. No corto cabezas” (Entrevista a diario La Nación). Como decía Mao-Tse-Tung: “Es normal que se produzcan discrepancias dentro del Partido, y que éstas den lugar a pugnas. Es la reacción interna del Partido frente a las contradicciones entre clases en la sociedad y entre el orden nuevo y el antiguo. Si no hubiera contradicciones en el Partido, ni lucha para resolverlas, sería síntoma de que éste dejó de tener vida” (cfr. “Marxismo y Revolución”, J. Ousset). 

Lo que necesitan la tesis y la antítesis es libertad, nada más. La FSSPX pide libertad, y poco a poco se le va otorgando. Una libertad dentro de un marco de acción medido, porque la contradicción ha de servir para hacer avanzar la máquina dialéctica y si ha de poner palos en la rueda, se descarta. ¿En qué se basa la coincidencia, si no es programática? Hay un terreno acotado donde la libertad no cede, y es en la aceptación –más o menos explícita- de un neo-dogma imposible de cuestionar: se trata del “Holocausto”. Si hay dogmas que separan, este es el único capaz de unir ecuménicamente a los que participan del juego, ya sean conciliares, tradicionalistas, luteranos, etc. Mons. Fellay ya demostró públicamente que adhiere a esta aceptación del “Holocausto”. Y también que adhiere al juego dialéctico, al afirmar que “Benedicto estaba muy atento a la doctrina. Francisco mira más por la persona. Incluso ve la doctrina como un obstáculo aquí y allá.  Para nosotros es importante que este camino avance hacia lo que es correcto, hacia la verdad” (acá) Puede avanzarse hacia la verdad más allá de la doctrina, pues a Francisco esta le tiene sin cuidado. Mientras unos se preocupan de la persona y otros de la doctrina, el proceso dialéctico hace el resto. Hace tiempo que la FSSPX cayó en esta trampa (véase este artículo)

Pero además, cuando la FSSPX afirma que Roma “no le pide nada a cambio”, el solo hecho de participar –con sus diferencias doctrinales- del juego de tolerancia de contrarios de la dialéctica hegeliana, ya está aceptando deponer las armas cristianas. Bien dice Jean Ousset: “Para conducirnos al ateísmo, el comunismo no exige creer en tales o cuales argumentos abstractos, exige participar en su acción, lo que, en la práctica, es mucho más eficaz. ¡Y cuántos caen en la trampa, con el pretexto de que no se les pide renegar explícitamente de su fe!” (“Marxismo y Revolución”).

Incluso puede decirse que ha empezado a tolerarse dentro misma de la FSSPX la convivencia pacífica entre dos corrientes que sostienen principios contrarios, como los que son acuerdistas y los que son no acuerdistas, tolerando los primeros a los segundos porque éstos no tienen una actitud rupturista y aceptan a la otra parte. No habría allí una intención de llevar la dialéctica al interior de la congregación, pero por sí misma ésta llevaría a la negación paulatina de la verdad y a modificar en una nueva síntesis la naturaleza misma de la congregación, de tal manera que ese proceso la lleve a una síntesis aceptable para Roma.

¿Y en la Resistencia, puede darse algo así? Pensamos que también se corre ese peligro. Pues si bien se ha desbaratado mayormente el peligro liberal, puede surgir la tentación de aceptar la convivencia de dos principios contrarios para zanjar diferencias y pretender conformar a todo el mundo, a saber: que por un lado se respete la disposición jerárquica de la misma, con el principio de la obediencia bien establecido; y por el otro que se toleren sacerdotes que actúan por propia iniciativa con independencia de los obispos, en el afán de darse a sí mismos una estructura propia que los “preserve”. Tal situación iniciaría un proceso dialéctico subversor que haría desdibujar por completo toda idea de Iglesia. En este caso, quizás a salvo la doctrina, la misma por sí sola no serviría para santificar a los hombres, pues Dios nos ha dado una Iglesia visible y aun en su más extrema pequeñez no puede dejar de seguir este principio de autoridad jerárquico, que fundado en la verdad, nos es donado desde lo alto. Lo contrario se llama revolución.
  
Ignacio Kilmot