Evangelio (S.
Juan, 14). Dijo
Jesús a sus discípulos: Si alguno me ama, observará mi doctrina; y mi Padre
le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él. El que no me ama,
no practica mi doctrina. Y la doctrina que habéis oído, no es solamente mía,
sino del Padre que me ha enviado. Estas cosas os he dicho estando aún con
vosotros. Mas el Consolador, el Espíritu Santo, que mi Padre enviará en mi
nombre, os lo enseñará todo, y os recordará cuantas cosas os tengo dichas. La
paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy yo cómo la da el mundo. No se turbe
vuestro corazón, ni se atemorice. Habéis oído que os he dicho: Me voy, y vuelvo
a vosotros. Si me amaseis, os alegraríais sin duda de que voy al Padre; porque
el Padre es mayor que yo. Y os lo digo ahora antes que suceda, para que cuando
sucediere, os confirméis en la Fe. Ya no hablaré muchas cosas con vosotros,
porque viene el príncipe de este mundo (el demonio); pero en Mi nada tiene.
Mas para que el mundo sepa que amo al Padre, obro según el mandato que me ha
dado el Padre (yendo a la muerte de la cruz).
LECCIONES
DEL EVANGELIO
1.—La
fuerza de la verdadera caridad: Hace observar la palabra, o sea, los
mandamientos y voluntad de Nuestro Señor y nos da el ser amados del Padre
Celestial en tal forma que hace que el Padre y el Hijo y, con ellos el Espíritu
Santo, que es el Amor increado del Padre y del Hijo, vengan a nuestras almas y
hagan de ellas su morada y su templo, donde el Padre nos comunique por medio
del Hijo y del Espíritu Santo, su vida divina, en la medida de que somos
capaces en nuestra vida mortal, y al mismo tiempo las tres divinas personas
reciban de nuestras almas el culto de adoración, de gratitud y de amor que merecen.
El amor a Jesús hace que, como lo decía a los Apóstoles, llevemos con alegría las
tristezas de su ausencia, sabiendo que todo lo hace por nuestro bien, y todas
las tribulaciones que nos sobrevengan por su causa: el que ama tiene gusto en
sufrir por quien ama. Más aún, ese amor tiene la virtud de convertir en bien
todo lo que nos suceda en la vida: “Todo coopera al bien para los que aman a
Dios”, dice S. Pablo. Todo puede ser una ofrenda de nuestro amor filial al
Padre que tenemos en el Cielo.
2.—La acción del Espíritu Santo sobre los Apóstoles
de Cristo: Además del amor o caridad que difunde en ellos como en todo
cristiano que lo recibe, con la gracia de Dios — ya sea en los Sacramentos o en
el ejercicio de la oración y buenas obras—, el Espíritu Santo desciende, según
la promesa de Cristo, a enseñarles y recordarles todo lo que el mismo Jesús les
había enseñado. Esa acción está simbolizada con aquellas lenguas de fuego que
posaron sobre todos los que estaban orando y esperando su venida. En esas lenguas
estaba representado el fuego de la caridad y la luz de la doctrina, al mismo
tiempo que la fuerza comunicada a los Apóstoles por esa luz y por ese amor y
que ellos, ignorantes y pobres hombres del pueblo, tanto necesitaban para
cumplir su misión de hacer con su palabra conocer y adorar al Divino Redentor y
llevar al mundo entero los beneficios de la Redención.
3.—
La Paz dejada por Cristo a los suyos:
No es la paz del mundo, que consiste en condescender con lo bueno y con lo malo
y evitar toda lucha. Esta paz del mundo no tranquiliza las conciencias ni lleva
el orden ni la paz, sino el desorden y la desventura a los hogares, a la
sociedad y a las naciones: lo estamos viendo y sintiendo. En cambio, la paz de
Cristo es la que ante todo y sobre todo nos reconcilia y une con Dios, fuente
de todo bien. Con ella, aún en medio de las luchas y persecuciones, el alma
está tranquila, reina el orden y la felicidad en los hogares y pueden ser
felices las sociedades y naciones.
Amemos,
por tanto, a Dios, porque El nos ha amado primero; amémoslo, porque ese amor
nos hará vivir en la más íntima y feliz unión con las tres divinas personas,
participando de su vida divina, de su luz y de su fuerza para el bien; amémoslo,
porque ése es nuestro dichoso destino en el tiempo y en la eternidad, y ese
amor endulzará nuestras penas y santificará nuestras obras y ¡nos hará ser
amados del Padre de infinita bondad y misericordia!
Mons. José María Caro
Rodríguez,
Arzobispo de Santiago
de Chile.
“Homilías Dominicales”,
Editorial Difusión Chilena, 1943.