Por Mons. Émile Guerry
"Bienaventurados
los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt., 5, 9).
I.
¿QUIÉNES SON LOS PACÍFICOS?
Son
aquellos que además de poseer en sí mismos la paz, la derraman en torno suyo.
La
paz no es de la tierra, ni de los hombres; es un bien divino. En el cielo
gozaremos de la plenitud de la paz en la eterna dicha. Nosotros hemos sido
hechos para el único Ser que puede darnos la paz, y mientras no descansemos en
Él, no tendremos paz.
Él
puso en nosotros ansias de lo infinito y de lo eterno.
Ahora
bien, aquí abajo todo es finito, limitado, contingente. Los bienes creados no
pueden satisfacernos sino en un punto; o son bienes de la inteligencia, o lo
son del cuerpo; o lo son del corazón, o lo son de los sentidos. Entre sí se
perjudican y se contradicen. Nos hace falta el Infinito para colmar todas las
aspiraciones de nuestro ser.
Además,
todo es aquí abajo de corta duración. Por eso, el mundo no tiene paz. Los
hombres se aturden por medio de placeres pasajeros. Pero en el fondo de sus
almas, al goce que les procuran esos placeres sucede el cansancio, el hastío,
la desazón de las pasiones, la intranquilidad y el sufrimiento.
¡Ah!
¡Si se pudiese dar a todas las almas la paz divina! En medio de este mundo
agitado, un alma portadora de paz es algo así como la revelación de otro mundo,
superior e invisible. Esa alma es una bienhechora de la humanidad.
Oh
Padre divino, Tú, cuyo Amor llena el alma con la suavidad de su paz, haz que
irradie esa paz sobre todos esos hermanos míos que se aproximarán a mí en este
día.
II.
SERÁN LLAMADOS HIJOS DE DIOS
La
paz, es la atmósfera de la familia divina. Es el privilegio de aquellos que han
llegado a ser hijos de Dios.
Jesús
es Hijo de Dios por naturaleza: por eso es llamado “el Rey Pacífico”, “el
Príncipe de la paz.”
¡Qué
océano de paz es el alma de Jesús! Cuando meditamos el Evangelio, tenemos como
la sensación de que nos inundan los suaves efluvios de esa paz.
Sobre
su cuna, los Ángeles anunciaron la paz que Él venía a traer a los hombres de
buena voluntad (a toda la humanidad, objeto de la buena voluntad de Dios), paz
en la tierra para Gloria del Padre en el cielo. Jesús tributó al Padre toda la
gloria.
Apaciguó
la tempestad sobre el oleaje amenazador, así como apaciguó las almas de sus
discípulos y las angustias de las turbas. Dejó a los Apóstoles su paz, la que
Él sólo puede dar. Cada vez que se les aparece después de su Resurrección es
para traerles la paz. Toda visita de Jesús a un alma deja con ella la paz.
La
paz es la señal de los hijos de Dios, porque la garantía de la verdadera paz es
tener a Dios por Padre, es saber que el Padre está siempre con nosotros para
custodiarnos, y velar sobre nosotros, es saber que el Padre nos ama (Juan, 16,
27). De nosotros depende que esa paz no salga de nosotros.
Por
esta razón es que San Agustín y Santo Tomás de Aquino refieren la bienaventuranza de los
pacíficos al don de Sabiduría. Este don nos hace juzgar todas las cosas a la
luz de Dios: nos hace comprender que la razón de ser de todo para Dios es su
Amor Infinito. El alma que así posee las razones supremas de las cosas y las contempla
todas en Dios, descubre el orden admirable de su Providencia paternal.
Y
si se tiene presente que la paz es la tranquilidad del orden, esa alma estará
en la paz, la paz de los hijos de Dios, paz irradiante, conquistadora,
iluminadora, paz visible a los ojos de los que saben ver, porque sus realidades
más hondas aparecerán en toda la vida exterior de la persona.
Aquellas
almas que comprendieron la dicha de pertenecer al Padre, es menester que se hagan,
a impulsos de una ardiente caridad, las sembradoras de la paz en el mundo, a
fin de que muy pronto, todos los que aun no saben nada de esa dicha, puedan, al
encontrarlas, reconocer en ellas, por esa señal, los hijos del Padre, y
designarlas con una sola palabra, que lo dice todo: "¡Aquí están los hijos
de Dios!”
(“Hacia
el Padre”, Ediciones Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1947)