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sábado, 26 de marzo de 2016

LA PALABRA “CRUZ”






Por Mons. Dr. Paul W. von Keppler


«Porque la palabra de la cruz, para los que se pierden es locura; mas para nosotros, los que nos salvamos, es virtud de Dios.»

Verbum enim crucis pereuntibus quidem stul- titia est: iis autem qui salvi fiunt, id est nobis, Dei virtus est.    (1 Cor. 1, 18.)


La pena y el dolor que lleva consigo el Viernes Santo, la esperanza y la gracia que promete, el recuerdo de tristes hechos y el mensaje de salud que trae, todo está sintetizado y como personificado en un emblema, en una señal: la señal de la Cruz.

Cuando allá en tierra de infieles, después de las pri­meras instrucciones, el misionero levanta en alto la cruz, causa esta señal profunda impresión en los que la ven por vez primera. La contemplan con temeroso respeto y sienten a su vista singular atracción y repul­sión al mismo tiempo.

Nosotros, acostumbrados a verla desde nuestra in­fancia, la llevamos impresa en la retina, y no podemos recordar cuándo ni dónde la vimos la primera vez.

Hallárnosla en todas partes, en casa, en la iglesia, en el campo, en los caminos; y se nos ofrece bajo todos aspectos, figuras y formas. Es ya para nosotros cosa tan cotidiana, que ninguna impresión especial nos produce.

Hoy es cabalmente el día en que debemos fijar bien nuestra mirada en esta cotidiana señal, para que con­mueva profundamente nuestro espíritu y nuestro co­razón. Fijad vuestra atención en la cruz. ¿Puede haber cosa más llana y sencilla que esas dos líneas que se cruzan, ese palo enhiesto con su travesaño en el centro? Figura simplicísima, exacta, regular, y sin embargo es la imagen de la más radical contrariedad y oposición; el símbolo más expresivo del dolor, de la pena, de la muerte; árbol seco, sin hojas ni ramas; con sus dos brazos cortados y escuetos: y así y todo es la cruz en su forma fuertemente trabada, la imagen de aspiracio­nes vigorosas, de tesón firmísimo; la imagen de la for­taleza y de la vida.

Como imagen del dolor y de la muerte, como ex­presión de fuerza y de vida, escogió Dios y señaló la cruz para que fuera el instrumento de la redención. Como señal de muerte y señal de vida también, hállase pre­dominando en la vida de Jesús, y debe también presidir y gobernar los actos de nuestra vida. Esto querría de­mostraros hoy; y así toda mi exhortación se encerrará en una sola palabra, en la palabra «Cruz», de la cual dice el Apóstol que es como una necedad a los ojos de los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es la virtud y poder de Dios. Ojalá por la gracia del Crucificado y por la mediación de su Madre dolorosa, sea la cruz para todos nosotros ver­dadera virtud divina.


La cruz, con sus duras y severas líneas y su figura triste y desapacible; la cruz, como señal de martirio, dominó constantemente todos los actos de la vida del Salvador, no sólo en los últimos años de su vida, sino en toda ella. Suelen representarse en estampas y graba­dos algunas escenas de la vida de Jesús, en que el divino Niño juega en el taller de su padre nutricio, haciendo, muy significativamente, crucecitas de madera y mostrándolas a su Madre o al pequeño Juan. Y aun­que esto no pase de ser una piadosa ficción, es cierto que ya entonces el Niño divino veía, en la cumbre del Calvario, con su divina omnisciencia, la cruz que le es­peraba. La persecución de Herodes, que intentaba ya matarlo, la huida a Egipto, la vida en el destierro, la pobreza y humillaciones en Nazaret, eran ya sombras que la cruz enviaba sobre los primeros años del Sal­vador. Estas sombras iban haciéndose mayores cada día en la vida pública y en sus ministerios, y oprimían su corazón. Mucho más de cerca y con más rígidos contornos vió la cruz el Salvador delante de sí en el Huerto, donde su inminente presencia le causó tal ho­rror y espanto, que el corazón lanzó con ímpetu vigo­roso la sangre y la hizo salir por los poros con gran violencia.

Al día siguiente le presentan, pues, la cruz; aquella cruz que por tanto tiempo había previsto y contem­plado; y la toma y carga con su peso gravísimo, incom­portable, y la lleva camino del Calvario; y allá arriba se deja enclavar en el áspero madero. Ya está unido a la cruz, con lazo indisoluble de espiritual desposorio, mediante el martirio de una muerte tan cruel, que los mismos romanos, gente sin entrañas ni sentimientos humanitarios, la consideran como el más atroz y ho­rrendo linaje de muerte. Y con serlo tanto, nunca se había ejecutado con mayor crueldad y más lujo de tor­mentos, ni en cuerpo más delicado y sensible. Con enor­mes clavos, de grosor y dureza proverbial, es clavado en el basto madero el cuerpo de Jesús, lleno todo ya de heridas, abiertas por los azotes y por la corona de espinas. Y entonces empieza un martirio que pasa más allá de lo que se puede pensar e imaginar.

Las heridas incontables, renovadas al arrancarle sus vestidos, y exacerbadas al contacto del aire, encienden más la viveza del dolor, que se agrava por manera in­tolerable. Cuatro nuevas y grandes heridas añádense a las otras; y en las llagas, abiertas por los clavos en las manos y pies, debe apoyarse y gravitar todo el peso del cuerpo, mientras el esquinado hierro de los clavos rasga y ator­menta sin cesar la carne viva de las llagas. Espantosa es e insufrible la posición del cuerpo violentamente estirado y extendido en la cruz, donde el menor movi­miento le causa vivísimos dolores. Auméntanse las heridas y atormentan todos los miembros del cuerpo sin un momento de alivio. A la extremada tensión de los músculos destrozados y rasgados, acompaña una calentura subidísima, que sumerge todo su cuerpo en un hervor de fuego que en las heridas arde, y produce, con la pérdida de sangre, una sed abrasadora, que le agota las fuerzas y le consume.

Y con todo esto, por grande que sea el martirio del cuerpo, aun es mayor el tormento del alma. Porque siendo él, como es, la misma inocencia, la misma pureza y santidad, sufre todos estos dolores tan acerbos, y esta muerte cruelísima, no suavizada y endulzada por el sentimiento de inocencia como sufren tantos mártires y santos: él sufre no la muerte del inocente, sino la muerte del criminal. «Al que no conoció pecado», dice el Apóstol, «le hizo por nosotros pecado; para que fuésemos hechos nosotros justicia de Dios en él» — Eum qui non noverai peccatum, pro nobis peccatum fecit, ut nos efficeremur justitia Dei in ipso (2 Cor. 5, 21). Él es el gran pecador, cargado con los pecados de todo el mundo. Por esto retírase de él la idea con­soladora de tener a Dios cabe sí, y le oímos lanzar aquel grito lastimero y angustioso: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has desamparado?» — Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me? (Matth. 27, 46.)

¿No dice San Juan Crisóstomo, con razón, que la muerte de Jesús en la cruz fue más que muerte? Fue una muerte donde se juntaron todos los dolores, penas y angustias de todos los que murieron y morirán en el mundo. La cruz significa en realidad el resumen y conjunto, el extremo y el colmo de todos los padeci­mientos y dolores de la vida de Jesús. Es el símbolo adecuado de las más atormentadoras contrariedades y repugnancias. Como los dos travesaños de la cruz se encuentran y contraponen, y con opuesta dirección se cortan y cruzan mutuamente, así en los dolores y en la muerte de Jesús se oponen y cruzan las mayores contradicciones y antítesis más repugnantes entre sí: celestial inocencia y horrendo padecimiento; inmortali­dad divina y mortalidad humana; el pecado de los hom­bres y la gracia de Dios; la más divina nobleza y el abatimiento más ignominioso; filiación divina y des­amparo de Dios.

Mas, por haber sido estas cosas tan opuestas entre sí, enclavadas juntas en la cruz, hanse trocado en ben­dición para todos los hombres, y con una extraña y prodigiosa compensación, han quedado concertadas y allanadas entre sí: la culpa borrada por la inocencia, el pecado vencido por la gracia, la ignominia trocada en gloria, la debilidad en fortaleza, el sufrimiento aba­tido en resonante triunfo, la muerte en vida.

En ninguna parte obró el Salvador mayores hazañas como en la cruz, donde no podía mover ni pies ni manos. Nunca hizo milagros tan estupendos como cuando, suspendido en la cruz, era todo él una pura llaga. Durante su vida resucitó algunos muertos, curó algunos enfermos, perdonó algunos pecadores, ganó algunos discípulos, lanzó acá o allá los demonios de los cuerpos; pero al morir tan dolorosamente en la cruz, venció a la muerte misma, borró el pecado, redimió el dolor, triunfó del infierno, subyugó al mundo y atrajo a sí al humano linaje.

Entonces tuvo principio su realeza, entonces co­menzó a reinar sobre el mundo desde el leño de la cruz, entonces empezó él a cumplir la profecía: «Si fuere yo levantado sobre la tierra, todas las cosas traeré a mí mismo»—Et ego si exaltatus fuero a térra, omnia traham ad meipsum (Jo. 12, 32).

Esta realeza se prolonga en el decurso de todos los siglos; esta fuerza de atracción, que ha tenido siempre la cruz de Cristo, permanece hoy todavía en su mismo vigor. La cruz se ha trocado en otra cosa enteramente distinta de lo que fué: de patíbulo en trono, de palo de maldición en señal de bendición, de instrumento de muerte en árbol de vida. Este árbol de la cruz seco, sin hojas y muerto, sobrepuja y vence a todos los ár­boles de la tierra, en fuerza germinativa, en pomposo follaje, en expansiva potencia, en abundancia de frutos: ha echado raíces hondas en todas partes y por doquiera se reproduce y da frutos de vida. Hay en la cruz, es verdad, mucho dolor, mucha aflicción, mucha ignomi­nia; pero también hay en ella mucha sublimidad y al­teza, mucha pujanza y fuerza triunfadora. Por esto, si parece necedad, es tan solamente para los necios, para los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es ella la virtud y el poder de Dios.

Y sólo puede participar de la vida, virtud y potencia salvadora de la cruz de Jesús el que toma parte tam­bién del dolor y del peso de esta cruz. ¿Cómo habernos de participar de ella? En muchas maneras. Primera, llevando en el corazón la cruz de Jesús con sentimien­tos de compasión. Segunda, cargando con nuestra pro­pia cruz. Tercera, enclavando en la cruz nuestros ape­titos desordenados.

Siempre en la cristiandad se ha considerado como una obligación sagrada el compadecerse de los padeci­mientos del Salvador, y nunca tal compasión falta en la vida de los santos. Al calor de estos nobles senti­mientos han nacido muchísimas devociones, como son, el Vía Crucis, el culto de las Cinco Llagas, el de la Preciosísima Sangre, la Corona Dolorosa....Esta com­pasión comenzó a tener vida en el alma de la Madre del Salvador, al pie de la cruz; ella penetra de nuevo con fuerza, todos los Viernes Santos, en el corazón de la Iglesia y le arranca las tiernas lamentaciones que hoy hemos escuchado.

Compasión piden las llagas abiertas del Salvador; compasión del que sufrió tan horriblemente por nos­otros; algunas lágrimas de compasión piden las gotas de sangre que brotan de sus heridas; la mirada lánguida de sus quebrados ojos y su boca sedienta, reclaman siquiera un poco de compasión. No podemos, no de­bemos negársela, cristianos, pues no la pide a favor suyo, como si él tuviera necesidad de esta compasión; nos la pide porque nosotros somos quien la necesita­mos. Por este sentimiento compasivo debe establecerse una corriente de comunicación entre nuestra alma y los dolores de Jesús, para que pasen desde sus llagas a nuestro corazón las penas amarguísimas del suyo, y ellas nos den fuerza para vivir una vida cristiana y santa. Esta compasión nos vigoriza y robustece el alma, la purifica, la preserva de pecado, le infunde santas inspiraciones y la enardece para acometer y realizar grandes sacrificios y grandes hazañas.

Pero este compadecerse de Cristo, debe ser un pa­decer formalmente con Cristo; el venerar la cruz ha de ser propiamente llevar la cruz, como lo demanda el mismo Salvador, y es lo que a todos exige: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»—Si quis vult post me venire, ab- neget semetipsum, et tollat crucem suam et sequatur me (Matth. 16, 24). «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí» — Qui non accipit crucem suam et sequitur me, non est me dignus (Matth. 10, 36).

Ésta es la magna ley de su reino, a la cual debe acomodarse todo, sin que se exima de esta ley nadie absolutamente. Y el Príncipe de los apóstoles dice: «Habiendo, pues, Cristo padecido en carne, armaos vosotros también de la misma consideración» — Christo igitur passo in carne, et vos eadem cogitatione arma mini (1 Petri 4, 1). Quiere decir: No esperéis otra cosa que padecimientos, y estad apercibidos para su­frirlos como él, con buena voluntad.

Recibid todas las penas, grandes y pequeñas, toda inquietud, molestia y enfermedad de toda la vida y de Cada día, creyendo que ellas forman la cruz que os ha preparado el mismo Dios, y ha tenido cuidado de acomodarla a vuestras fuerzas. No la sacudáis de vues­tros hombros, no intentéis evadirla, porque será en vano: por muy áspera y pesada que os parezca e in­comportable, tomadla generosamente, caminad con ella detrás del Salvador, ponedla en contacto con la suya, unidos a él en espíritu de sacrificio y penitencia, pacien­tes y resignados como él. Si hacéis esto, saldrá de la cruz de Cristo una corriente maravillosa, como de fluido eléctrico, de gracia fortificante, que os hará vuestra carga ligera.

Viene, por fin, lo más arduo, que a la vez es precisa­mente lo más necesario. No basta llevar cada uno la cruz, es preciso clavar la propia carne en la cruz, esto es, el apetito desordenado que en nuestra carne vive y se arraiga, de quien habla muchas veces el santo Apóstol, y con las más duras expresiones: «Los que son de Cristo», dice, «crucificaron su propia carne con sus vicios y concupiscencias»—Quisunt Christi, carnem suam crucifixerunt cmn vitiis et concupiscentiis (Gal. 5, 24). Y en otra parte recuerda que nuestro hombre viejo debe ser crucificado juntamente con Cristo, para que «...no sirva ya más al pecado»—Vetus homo noster simul crucifixus est, ut ...ultra non servíannos peccato (Rom. 6, 6). Y de sí mismo dice que está «crucificado con Cristo»—Christo confixus sum cruci (Gal. 2,19)—, que «traía siempre la mortificación de Jesús en su cuerpo»—semper mortificationem Jesu in cor por e nostro circumferentes (2 Cor. 4, 10) —, y que «el mundo está crucificado para él, y él para el mundo»— Mihi mundus crucifixus est et ego mundo (Gal. 6,14).

Muchos cristianos oyen esto; pero no quieren to­marlo en serio: creen que son estas palabras expresio­nes de oratoria exagerada, o prácticas propias tan sólo de religiosos o sacerdotes, mas no para gente seglar. Y por no tomar de veras esta crucifixión personal, no llegan a dominar en toda su vida los apetitos de la carne y los instintos de la concupiscencia, quedando esclavos así de sus perversas costumbres; y tales es­tragos causan en su vida sus pasiones y codicias, que acaban por arruinar y perder definitivamente sus almas y sus cuerpos.

No, no son meras palabras la mortificación y la cru­cifixión de que nos habla el Apóstol; son ciertamente una obligación rigurosa para todo cristiano. Cuando la pasión desordenada se deja sentir y con representa­ciones malas y deseos perversos enciende la carne y hace bullir la sangre, hay que reprimirla y enclavarla en la cruz sin reparos ni tardanza. Pongamos la con­sideración en el Salvador crucificado, que con su sangre y sus llagas paga la pena merecida por los pecados car­nales; y contemplándole a él, y por amor a su corazón amable, sepamos refrenarnos, vencernos, mortificarnos, pereza, la flojedad, la indiferencia, la desgana en la oración entorpecen nuestras fuerzas, debilitan nuestra vida espiritual, ¡crucifiquemos estos defectos!

Contemplemos al Salvador que en el trance de la muerte hizo tanto por nosotros. Por amor a él y fortalecidos con su virtud, comencemos con nuevos fervores y bríos a cumplir con nuestros deberes religiosos, a trabajar, obrar y reñir batallas por la salvación de nuestra alma. Si en el corazón brotan encendidos el odio, la ira, los deseos de venganza, arranquémoslos de allí y clavémoslos en la cruz, mirando al Salvador pendiente de ella, y escuchemos sus palabras y súplicas de perdón. ¡Padre! exclama, yo los perdono; ¡perdónalos también tú! Si los malos hábitos de la intemperan­cia y de la lujuria quieren aprisionarnos con sus cade­nas ignominiosas y emponzoñar y acortar nuestra vida, corramos hacia la cruz y roguemos al Crucificado, con todo el fervor de nuestra alma, nos conceda copiosa gracia para dominar nuestras pasiones y mor­tificarlas, y, con la práctica del bien obrar, salir vic­toriosos en todos los encuentros.

Así debe ser podado, con implacable cuchillo, el árbol de nuestra vida, y expurgado de todo brote silvestre, hasta que sea semejante al árbol de la cruz, y quede injertado en él, y con él vaya creciendo. Entonces re­cibirá en sí la misma savia vital de la cruz, y comen­zará a fructificar vigorosamente, y producirá flores fragantes de gozo y paz interior y preciosos frutos de buenas obras, de santas costumbres y excelentes vir­tudes: flores y frutos que no perecen con la muerte, antes llevan en sí germen fecundo de vida eterna y a la vida eterna conducen. Amén.

(Sermones de la Pasión, Ed. Herder, Friburgo, 1929).