Sin mortificación no
hay perfección
En
nuestro corazón, como en los jardines, nacen siempre hierbas salvajes y
venenosas; es, pues, necesario tener siempre en la mano el zarcillo de la
santa mortificación, para arrancarlas y arrojarlas fuera del jardín, de lo
contrario, el alma acabará por convertirse en un campo de maleza y de espinas.
“Véncete
a ti mismo”. Ese era el gran principio de San Ignacio de Loyola y el asunto
ordinario de las conferencias familiares a sus religiosos: venced el amor
propio, quebrad la propia voluntad. Y aseguraba que muy pocas, aun entre las
almas de oración, se hacían santas, porque eran muy pocas las que se aplicaban
a vencerse a sí mismas. “De cien personas de oración -solía decir-, más de
noventa obran por propia voluntad”. Y consecuente con sus principios, daba más
importancia a un acto de mortificación de la propia voluntad que a muchas horas
de oración rebosantes de consuelos espirituales.
“¿Qué
gana una plaza con tener las puertas cerradas -dice Gilberto-, si dentro está
el gran enemigo, el hambre, cubriéndola de luto?” ¿De qué sirve mortificar los
sentidos externos y hacer muchas devociones, si se fomenta en el corazón
aquella pasión, aquel culto a la propia voluntad, aquel rencor, o cualquier
otro enemigo que lo va arruinando?”.
Decía San Francisco de Borja que la oración
introduce en el corazón el amor divino; pero la mortificación es la que lo prepara,
sacando de él la tierra que le impediría entrar.
Si
uno va a la fuente por agua, necesita desocupar antes de tierra el cántaro, si
no quiere llevar barro en vez de agua.
El
padre Baltasar Álvarez escribió esta gran sentencia: “Ejercicios o actos de oración
sin mortificación, o son ilusorios o no son de duración”. Y San Ignacio de
Loyola decía “que más se une con Dios el alma mortificada en un cuarto de hora
de oración que la no mortificada en largas horas”: y cuando oía que alababan a
alguno como alma de mucha oración, concluía: “Es señal de que tendrá también
mucha mortificación”.
Hay
personas que abundan en oraciones, meditaciones, comuniones, ayunos y otras
penitencias corporales; pero dejan a un lado el vencimiento propio y el de sus
pasioncillas, resentimientos, aversiones, curiosidad, aficiones peligrosas; no
saben sufrir las contrariedades, o despegarse de ciertas personas, o sujetar su
voluntad a la obediencia o a la divina voluntad. ¿Qué progresos podrán hacer
tales personas en las vías de la perfección? Se hallan siempre con los mismos
defectos y “corriendo fuera del camino”, como dijo San Agustín; corren, o mejor
dicho, tienen la ilusión de que corren, practicando sus ejercicios de piedad;
pero en realidad están siempre fuera de la senda de la perfección, que consiste
en vencerse a sí mismo, según aquellas palabras de Tomás de Kempis: “Tanto
adelantarás cuanta sea la violencia que te hagas”.
No
es que yo menosprecie las oraciones vocales, ni las penitencias, ni ningún otro
ejercicio espiritual; pero todos ellos deben servir para ayudar al alma en la
lucha contra las pasiones, pues no son otra cosa que medios para practicar la
virtud, y por eso las comuniones, oraciones, visitas al Santísimo y demás
ejercicios, deben servirnos para pedir al Señor que nos dé fuerzas para ser
humildes, mortificados, obedientes y dóciles al querer divino. Obrar sin más
motivo que la propia satisfacción no es lícito a ningún cristiano. Pero mucho
menos a un religioso, que hace especial profesión de mortificarse y hacerse
perfecto.
“Dios
-escribe Lactancio- llama a la vida por el dolor; el demonio nos llama a la
muerte por el placer”; es decir, que Dios nos llama al cielo por la
mortificación, y el demonio al infierno por la propia satisfacción.
En qué consiste la
mortificación interior
Debemos
tener el ánimo desprendido hasta de las cosas espirituales, de tal forma que
cuando no las acompañe el éxito o se oponga a ella la obediencia, sepamos
prescindir de ellas de buen grado y sin ninguna inquietud. Todo apego a
nosotros mismos nos impide la perfecta unión con Dios. Tomemos, pues, con
voluntad resuelta el asunto de contrariar nuestras pasiones y de no dejarnos
nunca dominar por ellas.
Lo
mismo la mortificación externa que la interna son necesarias para la
perfección, pero con esta diferencia: que en la externa nos debe guiar la
discreción; pero para la interna no hace falta discreción sino fervor. ¿De qué
sirve castigar al cuerpo, si no se castigan las pasiones del alma? “¿De qué
sirve -pregunta San Jerónimo- extenuarse con ayunos, si el alma está hinchada
de soberbia? ¿De qué sirve privarse de vino, si el corazón está borracho de
odio?” ¿Para qué los ayunos, si se alimenta el alma de soberbia, no pudiendo
sufrir una palabra de desprecio o una negativa? ¿Para qué abstenerse de vino,
si se embriaga uno de ira contra el primero que le injuria o le hace alguna
oposición?
Con
razón compadecía San Bernardo a los religiosos que visten muy pobremente, pero
acarician y fomentan en el alma las pasiones: “Estos -decía- no se desnudan de
sus vicios, sino que los cubren con hábitos de penitencia”.
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En
cambio, tratando ante todo de mortificar el amor propio, en poco tiempo nos
podemos hacer santos, sin peligro de quebrantar la salud ni de sentir movimientos
de soberbia, pues sólo Dios es testigo de los actos internos. ¡Qué hermosa
cosecha de actos de virtud y de méritos proporciona el ahogar antes de que
nazcan los vanos deseos, y vencer los apegos, las enemistades, la curiosidad,
el afán de ser gracioso y cosas semejantes!
Cuando
contradicen vuestra palabra, ceded con gusto, mientras no esté interesada la
gloria de Dios; con aquel puntillo de honra haced un sacrificio para
Jesucristo. Si recibís una carta, refrenad las ansias de abrirla, y no la leáis
hasta dentro de un rato. En la lectura de un libro, ¿os apasiona el desenlace
de un episodio? dejadlo para después. ¿Tenéis deseos de soltar un chiste, o de
arrancar una flor, o de conservar tal objeto? Privaos de ello por amor a
Jesús. Actos como éstos se pueden hacer por miles cada día.
Refiere
San Leonardo de Puerto Mauricio que una sierva de Dios hizo ocho actos de
mortificación en la insignificante acción de tomar un huevo, y vio en revelación
que con ellos había ganado ocho grados de gracia. Y sabemos que San Dositeo
llegó a gran altura de perfección en poco tiempo con la práctica de la
mortificación, pues siendo de una complexión enfermiza no podía ayudar ni
practicar otros ejercicios de comunidad: como, a pesar de eso, le veían los monjes
adelantado en la unión con Dios, le preguntaron un día, llenos de admiración,
cuáles eran sus ejercicios de virtud. Respondió que su gran ejercicio era la
mortificación de su propia voluntad.
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“El día que se
pasa sin alguna mortificación es día perdido”, decía Santa María Magdalena de
Pazzi.
Para
enseñarnos cuán necesaria nos es la mortificación, quiso Jesucristo llevar una
vida mortificada, privada de todo alivio sensible y abundante en penas e
ignominias; por lo que Isaías lo pudo llamar Varón de dolores. Bien pudo el
divino Redentor salvar al mundo sin privarse de honores y deleites; pero prefirió
redimirlo con dolores y desprecios: habiéndosele propuesto una vida de alegría,
renunció a ella, para darnos ejemplo, y se abrazó con la Cruz (Heb. 12.2).
Ya
San Bernardo, o más probablemente San Buenaventura, escribió: “Por más que
revuelvas la vida de Jesucristo, nunca lo encontrarás sino en la Cruz”. El
mismo Jesucristo reveló a Santa Catalina de Bolonia que desde el seno de María
comenzó a sufrir los dolores de su pasión. Para nacer escoge el tiempo, el
lugar y la hora que más le hicieran sufrir; para su vida, el estado de vida
pobre, oscuro y desdeñado, y para morir, la muerte más dolorosa, más afrentosa
y más desolada que podía escoger. Decía Santa Catalina de Sena que Jesucristo
se abrazó a los dolores de su vida para sanarnos a nosotros, pobres enfermos,
como una madre toma medicinas amargas para que cure, al tomar el pecho, su niño
enfermo.
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Escuchemos
la palabra de Jesucristo, que nos dice: Yo voy al monte de la mirra, (Cant.
4,6), y aceptemos la invitación que nos hace de seguir sus pisadas: “¿Vienes al
Crucificado?” - pregunta San Pedro Damiano-. Pues debes venir crucificado o
dispuesto a ser crucificado”. Y el mismo Jesucristo, hablando especialmente de
sus esposas las vírgenes, dijo a la beata Bautista Varani: “El Esposo
Crucificado quiere la esposa crucificada”.
San
Alfonso María de Ligorio, “El que quiera venirse conmigo”, Ed. Apostolado Mariano.