"Una voz vino del Cielo: Lo he glorificado y
lo glorificaré todavía más”
(Juan, 12, 28).
I LA ÚNICA PREOCUPACIÓN DE JESÚS
Nuestro
Señor acaba de hacer en Jerusalén una entrada triunfal en medio de las
aclamaciones entusiastas de la muchedumbre. Pero no se detiene en el
pensamiento de su gloria personal, sino que dice a su Padre: “Padre, glorifica
tu nombre…”
La
glorificación del Padre, tal es la única preocupación de Jesús. Más aún, Él
debe pasar por el sufrimiento y la muerte antes de entrar en la gloria del
Padre.
Una
primera visión del cáliz se presenta a Él, como luego sucederá en Getsemaní. En
su carne humana, Jesús tiembla. "Ahora mi alma se ha conturbado, y ¿qué
diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?” Mas ¡no! sus padecimientos no lo detendrán.
Antes, por el contrario, Él la quiere, esa Pasión que se aproxima: "Para
eso he llegado a esta hora”, porque debe servir para hacer conocer a los hombres
el infinito amor del Padre.
Oh
Padre, líbrame de todo repliegue sobre mí mismo. No permitas que me detenga en
mi sufrimiento personal. Una sola cosa debe importarme: ¡Tu gloria!
II LA VOZ DEL PADRE
¿La
gloria del Padre? Únicamente al Padre corresponde hacerla triunfar a la hora
señalada por Él en sus eternos designios. "Yo lo he glorificado (ese
nombre de Padre) y lo glorificaré todavía más”, responde la voz del Padre.
¡Qué
poder y qué majestad en esas palabras que resuenan de repente como viniendo
"del cielo”!
En
la muchedumbre que oye la voz, hay quienes se imaginan haber oído un trueno.
Otros se figuran que un Ángel les ha hablado. Todos están dominados por una
impresión de grandeza sobrehumana. Y sin embargo el cielo está en calma, y no
hay, como en Getsemaní, la voz de un Ángel: es la voz misma del Padre.
Cuando
los hombres se imaginan estar tramando una conjuración, con la ilusión de ser
los dueños de las circunstancias, el alma experimenta la necesidad de sumirse
en una profunda adoración ante esta Majestad del Padre, que afirma en la
serenidad de los Cielos su derecho absoluto y su poder de conducir los
acontecimientos del modo como los tiene fijados de antemano en su plan divino y
de asegurar, cuando lo quiera, la glorificación de su nombre.
Oh
Divino Padre, sin duda me he figurado neciamente más de una vez que yo podía
trabajar para tu gloria como yo lo haría por alguna personalidad genial,
conquistándole con mis esfuerzos admiradores entusiastas. Ahora yo reconozco
que sólo existe para mí un medio de ser el instrumento de tu gloria: entregarme
a Ti, como Jesús y con Jesús, en un impulso generoso de mi alma hecha
dócilmente filial, a fin de que no encontrando ya obstáculo en mí, puedas Tú,
a través de mí, revelar tus perfecciones infinitas y servirte de mi vida y de
mi muerte para manifestar tu gloria por medio de tu Amor Misericordioso de
Padre.
(Mons.
Emile Guerry, “Hacia el Padre”, Ed.
Desclée de Brouwer, Bs. As. 1947)