LAS
TRES FASES POLÍTICAS
Comenzaré
este estudio por un acto de fe, confesando que todo poder viene de Dios:
"Dios, dice el Eclesiastés, ha dado
a cada pueblo un gobernante”. (1) San Pablo ha confirmado esta verdad,
cuando dijo a los romanos que el príncipe es el ministro de Dios para
favorecerlos en el bien. (2). Un gobierno que no está fundado sobre
este acto de fe, no es un gobierno cristiano. El manual de política redactado
por Bossuet para la instrucción del hijo de Luis XIV, de quien era preceptor,
fue titulado “La política según las
palabras de las Sagradas Escrituras", y comienza por estos términos:
"Dios es el rey de los reyes".
De esto surge, como lo ha observado Donoso Cortés, que "toda gran cuestión política supone y
desarrolla una gran cuestión religiosa”. Esta observación fundamental no
ha escapado a ningún hombre serio (3). Proudhon mismo ha dicho
"que era sorprendente de que en el
fondo de nuestra política nosotros encontramos siempre a la teología"
(4). Y Blanc de Saint Bonnet ha expresado la misma verdad diciendo
que "las naciones han sido educadas
por sus religiones como los hijos por sus madres” (5). No puede separarse
la historia de las creencias religiosas de un pueblo y la historia de sus
instituciones. Más aún, cada régimen político refleja las tendencias de la
religión dominante en su época. Muchos autores han señalado la analogía que
existe entre la monarquía hereditaria y el teísmo cristiano, la aristocracia y
el luteranismo, la democracia y el calvinismo, el estatismo moderno y el
deísmo, el capitalismo y el puritanismo, el socialismo y el pietismo. No se
separa la Iglesia y el Estado.
Estas
consideraciones sobre la política no están inspiradas en Aristóteles y en su
clasificación cuantitativa de las formas de gobierno; monarquía y poliarquía.
La sociedad cristiana no está fundada en reglas aritméticas, pero sí en la
teología. Para el teólogo, el hombre y por extensión la sociedad han sido
creados a imagen de Dios, a imagen de las tres personas de la Santísima
Trinidad. Hasta fin del siglo XVI, los cristianos han proclamado que ninguna
dominación debía fundarse mas que en la imagen de Dios: “non fundatur dominium nisi in imagine Dei”. Bacon de Verulam mismo
ha repetido esta máxima en su “Diálogo
sobre la guerra santa", en 1622. La sociedad fundada a imagen de Dios
era por consiguiente una en tres personas, pero cuando el hombre, a partir del
Renacimiento, se consideró a sí mismo como la imagen del mundo, se redujo a una
unidad aritmética, y la sociedad se transformó en unitaria. Fue entonces que
los Socinianos, llamados Unitarios, negaron la Trinidad.
Bajo
el “Ancien Régine”, la sociedad estaba dividida en tres órdenes. El clero
decía: “Yo rezo por los tres órdenes”; la nobleza decía: “Yo combato por los
tres órdenes”; y el estado llano decía: “Yo trabajo por los tres órdenes”. Era
la imagen del Cuerpo Místico de Cristo: la Iglesia que combate presentando una
mano a la Iglesia que sufre y dando la otra a la Iglesia que triunfa. La unidad
de esta sociedad fue simbolizada por un árbol en el que la cima toca al Cielo,
donde las raíces están ligadas a la tierra, y donde el tronco forma la unión
entre el Cielo y la tierra. Las raíces aportan al árbol entero los alimentos
terrestres; las hojas los alimentos celestiales comunicándole los buenos
efectos del sol y del aire; el tronco y 'las ramas le dan su forma y mantienen
su orientación hacia el Cielo. Entre los tres órdenes existía una estrecha
colaboración dirigida hacia un fin sobrenatural: Dios. En tanto que el árbol
social ha estado orientado hacia Dios, su origen y su fin, el Alfa y el Omega,
no ha estado amenazado por las revoluciones y las luchas de clases, estos
castigos que Dios envió a las sociedades cuyo tronco está podrido, cuyas ramas
y hojas caen por tierra, y cuyas raíces no llenan más sus funciones sociales.
Una
sociedad, que ha perdido de vista su fin sobrenatural, puede compararse a los
restos de un naufragio tirados por la costa. Los sobrevivientes, después de un
momento de pánico, se aproximan poco a poco al imponente esqueleto a la
búsqueda de los despojos. Unos se apoderan de los objetos de arte y de los
instrumentos de abordo, otros se proveen de armas y de provisiones amontonadas
en la bodega, otros en fin se contentan con recoger las tablas dispersadas por
la arena para hacer fuego. Sin embargo habrá posiblemente uno entre la masa,
que no habiendo tomado nada entre sus manos, se irá llevándose lo principal: él
habrá recogido la idea de la gran cosa inerte convertida en juguete de las olas
y, gracias a la idea, este espectador ideal, que sus contemporáneos han llamado
santo o poeta, podrá realizar o por lo menos inspirar una obra nueva marcada
por el fuego de la idea.
Las
sociedades desorientadas se parecen a un barco desamparado, encallado en la
costa. Ellas ofrecen a unos juegos y diversiones, otros se pelean alrededor de
sus despojos y, cuando todo parece haber desaparecido de la superficie,
resuena de golpe la voz de Dios y la voz de los muertos ante la estupefacción
de los vivos. Uno no sabría insistir demasiado sobre el rol de la inspiración
en política. Todas las grandes dinastías reales han sido fundadas o mantenidas
por hombres unidos a Dios por una estrecha comunión, santos y santas. "Con santos y bárbaros se funda una
civilización”, ha dicho Blanc de Saint-Bonnet (6). Recordemos a San
Guntrano, primer rey franco de Borgonia; a Santa Clotilde, esposa de Clovis,
séptimo rey de Francia de la dinastía de los Merovingios considerado el
verdadero fundador de la realeza francesa; a San Carlomagno, décimo rey de
Francia, primer rey de Italia y primer emperador de Occidente y de Alemania; a
San Enrique, décimo emperador de Alemania y a su esposa Santa Cunegunda; a San
Fernando, décimo rey de Castilla; a San Dionisio, sexto rey de Portugal y a su
mujer Santa Isabel; a San Esteban y a San Ladislao, primer y noveno reyes de
Hungría; a San Eduardo, décimotercero rey de Inglaterra; a San Canuto, undécimo
rey de Dinamarca, y a tantos otros príncipes y princesas que han ilustrado las
casas reales por sus virtudes y han sido elevados a los altares.
En
esta trilogía política pasaré sucesivamente vista al "combatiente”,
personaje principal de una categoría política que llamaré agonal, al
"jugador”, que es el actor principal de la política-juego, y al
"testigo” de la inspiración divina, que abre la era de la política
metafísica o metapolítica, como la ha llamado Joseph de Maistre. Cuando uno
lanza una mirada sobre la historia de los pueblos cristianos, se ve el poder
ocupado sucesivamente por cada uno de estos tres personajes, héroes, jugadores
y testigos, y cada uno de ellos da a la política de su época un carácter,
costumbres y reglas completamente distintas. No es siempre fácil decir cuando
comienza una fase política y cuando otra se acaba: la risa de los jugadores se
mezcla con los gritos de guerra de los héroes y nadie sabe exactamente en qué
momento triunfa la inspiración. Pero las variaciones políticas siguen una
evolución invariable que será objeto de un último capítulo.
I - POLÍTICA AGONAL
La
política agonal precede a la política-juego y ocupa, en la historia de los pueblos,
un período mucho más largo que ésta última. En la Ciudad Antigua, como lo
mostró Fustel de Coulanges, la política está fundada en la religión hasta el
día en que el interés público (res
publica) se convirtió en el único principio de gobierno. Este período, que
se extiende, en Grecia, hasta la aparición de los estrategas, y, en Roma, hasta
el tribunal, fue una época de la política agonal. En Europa, las nociones de
interés y de utilidad pública no son desarrolladas sino a partir de la Reforma.
La
política agonal está caracterizada por la ausencia de elementos propios de la
política-juego. Ella no conoce espectadores, sino únicamente actores, pues una
comunidad política fecunda y viviente exige el concurso de todos sus miembros.
No se encontrará tampoco a los auxiliares de los espectadores, tales como los
periodistas, reporteros, tribunos, demagogos y árbitros. El pueblo no está
dividido en partidos o en clases, que representan las necesidades materiales,
él está por el contrario unificado según sus funciones en un solo cuerpo,
semejante al hombre que posee un alma, un corazón y miembros. Las reglas aritméticas
no son aplicables a este cuerpo. Leemos en efecto en la Biblia que David
queriendo proceder a la enumeración de los hombres capaces de tomar las armas,
fue disuadido por su consejero Joab con las siguientes palabras: "Que el Señor aumente el pueblo del rey mi
señor hasta un céntuplo de lo que es. ¿Pero qué pretende el rey mi señor por
tal enumeración? ¿No es bastante que sepáis que todos son vuestros servidores?
Que más buscáis, y porqué hacer una cosa que volverá pecador a Israel” (7).
El poder legislativo, que la política-juego ha creado para satisfacer la ambición de los espectadores y justificar el mito de la soberanía popular, está unido durante la política agonal al poder ejecutivo. Es él quien promulga las leyes de origen concreto y no abstracto, que son la expresión de la voluntad divina y no el resultado de las pasiones populares. Como decía Aristóteles, "la inteligencia sin pasión es ley” (8).
El
jefe del gobierno es responsable delante de Dios, el verdadero creador y
soberano de toda sociedad humana. Si este jefe no ratifica su mayor
responsabilidad ante Dios, si él obedece a una facción del pueblo o a una
organización internacional, no hay más política agonal.
Por
último la lucha, en política agonal, es siempre dirigida contra el enemigo
exterior. Esta es una "lucha contra”. La historia nos muestra al Papa
Urbano II tomando la iniciativa de la guerra santa con la intención manifiesta
de poner fin a las luchas intestinas que amenazan al orden agonal cristiano:
"Y ellos se convertirán en soldados,
decía, ellos, los que a su tiempo, fueron
bandidos; ellos combatirán legítimamente contra los bárbaros, ellos que se
batieron contra sus hermanos y primos; y merecerán la recompensa eterna, ellos
que se levantaron como mercenarios por un poco de dinero" (9). Los
bandidos y los mercenarios no pueden en efecto estar comprometidos en la lucha
agonal: "La causa de esto, nos dice Maquiavelo, es que ellos no tienen
otro amor ni otra ocasión que las que tienen en el campamento por un pequeño
salario (10).
El
héroe, que personifica la lucha agonal, es un hombre desinteresado, temeroso
de Dios y sin rencor. Él sabe que tiene su victoria de Dios, y combate bajo la
mirada de Dios, no bajo la mirada del público. La foto, el cine, la televisión,
que usurpan de alguna manera esa mirada de Dios, y la reemplaza por la mirada
del hombre, hacen imposible la existencia de héroes. Ellos desvían su acción hacia
un fin material, sentimental o comercial. "Los ojos de los insensatos miran la tierra”, dice en los Proverbios
(11), y provocan la aparición de héroes románticos o técnicos. Todo lo que
desvía el gesto de los héroes de su verdadero fin para ofrecer un espectáculo a
los terceros es incompatible con el heroísmo, incompatible con la política
agonal.
Es
indispensable antes que nada precisar la noción de juego. El juego posee dos
significados muy diferentes según la edad de los sujetos: en los niños, él
aparece como una forma del instinto, mientras que, en los adultos, y sobre todo
en los viejos, es el residuo inconsciente del acto cumplido. Mowgli "como hijo de leñador heredó toda suerte de
instintos, y le gustaba ponerse a fabricar pequeñas cabañas con ayuda de las
ramas caídas, sin saber porqué...” (12). Los juegos de la infancia son
generalmente las manifestaciones rudimentarias de una fuerza creadora en vías
de desarrollo. Bergson ha dicho
justamente que todos los juegos de los niños son los ejercicios preparatorios a
los cuales la naturaleza los invita en vista de la labor que incumbirá al
hombre formado (13). Los juguetes fabricados en serie dejan a los niños indiferentes;
las reglas no responden jamás a sus necesidades y parecen contrariar en ellos
algún misterioso movimiento interior; en fin los sentimientos de ser observados
por terceros los turban. Estos tres elementos —medios técnicos, reglas
preestablecidas y público— componen en lo posterior la parte esencial de los
juegos del hombre adulto.
Esta
evolución no tiene nada de sorprendente: en el hombre que ha pasado el período
de formación, el juego deja de servir al instinto para satisfacer la memoria del
hecho cumplido. "Cada uno de
nuestros actos de ayer parece llamarnos hoy” (14); la necesidad hace lugar
a la costumbre y el azar sustituye lentamente a la voluntad. El juego se convierte
en el recuerdo de nuestros actos, la reproducción artificial del movimiento, un
fantasma de acción. Cada edad, cada clase social, cada estado, cada pueblo,
cada época tienen sus juegos predilectos, donde el origen se explica por la
historia de las sociedades que los practican. Los financistas juegan al bridge
o a la ruleta, los diplomáticos y militares al ajedrez, los aventureros a los
juegos de azar, y todos los juegos constituidos por la rivalidad y la oposición
de dos campos adversos gustan siempre a un pueblo educado en la lucha de clases
y partidos.
La
política-juego está caracterizada por la presencia del espectador. Los tiempos
modernos han visto a este personaje ocupar un lugar cada vez más importante en
la sociedad cristiana. Él aparece en el siglo XVI después que la autoridad y la
unidad de la Iglesia fueron batidos en retirada por el Renacimiento y la
Reforma: los cristianos comenzaron entonces a mirar alrededor de ellos con
inquietud y curiosidad, como viajeros sorprendidos por un accidente. Ellos
deseaban ver, porque no creían más. El mundo se les apareció como un teatro y
la vida humana como una comedia. “¿Qué es la vida? —Una comedia”, ha dicho Erasmo
(15). Es así que muchos de ellos se transforman en espectadores: espectadores
del cielo, con Galileo, espectadores del mundo, con Descartes (16) y los
rosacruces (17), espectadores del príncipe, con Maquia velo y los políticos (18),
espectadores del hombre, con los moralistas (19), y espectadores del pasado,
con los románticos del siglo XIX.
Uno
de los principios fundamentales de toda política es la lucha. Ahora bien,
cuando la lucha deja lugar al espectáculo de la lucha, la política-juego entra
virtualmente en acción. El espectador es sentado sobre el trono. La opinión se
transforma en reina (20) El hombre de Estado no es más que un comediante. Karl
Marx ha dicho que el “moderno Ancien Régime
no es más que la comedia inspirada en un estado social donde los verdaderos
héroes han muerto” (21). El teatro ha seguido una evolución parecida:
aparece en sus orígenes como una gesta religiosa en la cual toda la comunidad
toma parte; con la introducción del espectador, cesa poco a poco de ser una
acción para transformarse en una representación fictiva.
Yo
dije que el espectador es un hombre que ha perdido la fe; la política-juego la
ha reemplazado. Donoso Cortés tenía razón, cuando hablaba de la baja del
termómetro religioso que apareja la suba del termómetro político. Es en efecto
con la disminución de la fe que aparecen los mitos políticos. Cuando el derecho
divino de los reyes comienza a caer en descrédito, en el siglo XVII es cuando
nace el concepto de la soberanía — soberanía absoluta del rey o soberanía
popular que no tiene límites ni en el cielo ni en la tierra. "Cuanto más terreno pierde la fe, más gana la
ley”, observa muy juiciosamente Agustín Cochin (22). No teniendo más la fe,
el espectador se coloca en el exterior de la comunidad para salvaguardar sus
intereses privados. Él se separa de ella, como la ciencia se separa de la fe en
la misma época. Él construyó un edificio nuevo sobre bases científicas, pues no
tiene más entera confianza en lo antiguo. En política, él construye una
sociedad artificial y un paraíso terrenal: es el objeto de la "Ciencia
política". Por Augusto Comte y Proudhon, esta turbación representa un
progreso y, con el apoyo de esta pretensión, estos "filomitos”
proclamarían la famosa ley de los estadios: "Religión, filosofía y ciencia; la fe, el sofisma y el método; tales son,
escribía Proudhon, los tres elementos del
conocimiento, las tres etapas de la educación del género humano” (23). La
política ha seguido, en efecto, estas tres etapas. Ella ha tenido primeramente
como meta la guía de los hombres hacia su salvación eterna —etapa religiosa—;
después se ha hecho una filosofía —, Bodine habló, ya en 1577, de los "sagrados misterios de la filosofía política”
— ¡finalmente fue bautizada ciencia: "La
política se transformará en una ciencia positiva", profetizó
Saint-Simón; en 1825 (24). En esta evolución, yo busco vanamente un
progreso. Los demonios también tienen la ciencia sin la caridad, como dijo San
Agustín, y ellos no son sin embargo superiores a los ángeles. Yo no veo en esta
evolución más que el pasaje de la política agonal a la política-juego, cuyos
caracteres esenciales expondré a continuación.
El
juego nos da la más completa ilusión de la libertad, leemos en la Gran
Enciclopedia. Es el dominio de la ficción por excelencia. Un filósofo del
siglo XVIII, que compuso un “Tratado del juego" (25), observó que las
condiciones esenciales del juego son la libertad y la igualdad. Todo el mundo,
en efecto, toma parte en el juego con derechos iguales y chances en principio
iguales; y cada uno es libre de dejar el partido cuando tiene ganas. De aquí
nace la concepción del “Contrato social”.
La
Declaración de los derechos del hombre ha introducido en la política las
grandes ficciones propagadas por los filósofos del siglo de las luces, y ha
abierto la era de la política-juego. Por otra parte la Constitución ha fijado
las reglas. El Estado es la máscara detrás de la cual se esconde el poder para
no espantar a los jugadores. El poder legislativo representa a los
espectadores y acomoda el juego a su fantasía. Las leyes tienen la reputación
de dar carta abierta en los ciudadanos a la ilusión de la libertad, sustrayendo
al hombre del poder del hombre: cub lege
libertas. El poder ejecutivo tiene por misión hacer durar el juego lo más
posible; él debe quedar absolutamente imparcial y neutro frente al vencedor: es
el árbitro irresponsable. El ejército que no puede ocultar su carácter esencialmente
agonal, es siempre sospechoso en la política-juego. En fin, la policía tiene
por mira impedir al público intervenir activamente en el juego. La única pasión
permitida al público es en efecto la pasión del juego (26). Él tiene el derecho
de expresar libremente sus opiniones y de hacer la crítica. La libertad de
prensa es sagrada en política-juego, porque ella es la válvula de seguridad de
las pasiones populares: ella conserva a la lucha su carácter artificial. En
política internacional hay grandes Estados que hacen luchar a los más chicos
para librarse de armas o hacer triunfar los “principios”. Ellos arreglan
también el derecho de arbitraje y encargan a los otros Estados aplicar las
sanciones. Esto es lo que se llama, en la política-juego, internacional
“pacifismo”.
El
secreto es también una característica del juego. La mayor parte de los juegos
reconocen a los participantes el derecho de esconder su juego. Desde que el
secreto, el cálculo' y la disimulación intervienen en materia política, ésta
última tiende a aproximarse al juego. La política- juego ofrece naturalmente un
vasto campo de acción a las intrigas de las sociedades secretas, cuyo rol se ha
desenvuelto preponderantemente en el siglo XVIII.
El
efecto principal de la política-juego es el de vaciar la noción primitiva de
lucha y desviarla de su fin natural que es la victoria del combatiente. Podemos
aplicarle este juicio de Tito Livio: “Ostentare
hoc est; non gerere bellum". Uno de los caracteres del juego, según
Santo Tomás, es el de no estar ordenado hacia ningún fin (27). Es el espectador
el que fija el objeto de la lucha y lo impone al combatiente; éste último no es
más que un campeón, es decir un hombre que lucha por la causa de otros. Hoy el
campeón ha derivado en un técnico: Si se rehúsa luchar por el objeto fijado por
el espectador, es descalificado; se lo coloca fuera del juego y se lo pena.
Esta “lucha por", que reemplaza a la lucha agonal, tiene generalmente por
objeto nociones abstractas, las cuales no tienen ninguna relación con la lucha
empeñada: son el derecho, la justicia, la dignidad humana, la civilización, la
democracia, el progreso en la paz. Alexis de Tocqueville ha pasado revista a
los tipos humanos que se agitaban en la política durante el año 1848, y él hace
el retrato siguiente del campeón de la política-juego: “Cerca de él he visto otros que, en nombre del progreso, se esfuerzan
por materializar al hombre, queriendo tomar lo útil sin ocuparse de lo justo,
la ciencia lejos de las creencias y el bien separado de la virtud: he aquí, se
dice, los campeones de la civilización moderna. . . (28). La “lucha por” representa
la victoria del campeón secundaria y la paz inútil: no hay más que una
ganancia, un beneficio, que es siempre en pro del espectador.
La
ausencia de victoria, la introducción del secreto y la importancia atribuida
al azar quitan a la lucha todo valor moral. La lucha deriva en su propio fin y
dura tanto tiempo como dura la política-juego. Es un círculo vicioso. El juego
es, por otra parte, generalmente acompañado de la representación del círculo,
testigo las arenas, los teatros, los circos, los estadios, los autódromos, los
hipódromos, las calesitas, los círculos de jugadores, etc.... En la época de la
Revolución francesa se representaba la ley como el centro de una circunferencia
ideal formada por los ciudadanos (29). Esta ausencia de objeto moral y
religioso tiene algo de diabólico. La Biblia dice: “In circuitu impii ambulant” (30): cuando el hombre toma el lugar de
Dios, él gira en un círculo. “Los errores
políticos no son más que los errores teológicos realizados”, dijo con razón
Blanc de Saint-Bonnet.
El
color es el signo distintivo del juego. Los palos y los brazaletes sirven para
distinguir a los adversarios. Los instrumentos del juego son abigarrados. Los
colores les dan un carácter convencional e inofensivo. Es con este mismo objeto
que se pintan de colores vivos los juguetes de los niños. Esto es tan verdadero
que nosotros atribuimos instintivamente a los animales multicolores, atigrados
o manchados, un temperamento de jugadores: la mariposa, el loro y el gato,
aparentemente como seres inconstantes, burlones y propensos al juego. El pavo
real es vanidoso y fatuo. El gallo (31) orgulloso, el camaleón inconstante. Al
contrario el águila, el cisne, la paloma, el armiño, el león, el ciervo, el
elefante son los animales nobles, como el lirio, el edelweiss y la rosa lo son
en el reino vegetal.
En
política-juego los colores sirven de señales y reemplazan a los símbolos de la
política agonal. Remarquemos al pasar que un símbolo pintado no tiene más valor
simbólico y trascendental que una enseña de restauración, que es generalmente
pintada. Nunca se pinta un símbolo. Para manifestar su hostilidad a la atención
de un personaje histórico, el pueblo revoca sus estatuas. El 17 de julio de
1789, Luis XVI, por consejo de La Fayette, unió los colores de la ciudad de
París (32) a la escarapela blanca que llevaba en su sombrero, y Mirabeau saludó
esos tres colores con el nombre de “libreas de la libertad”. El rey se convirtió
entonces en la víctima de la política-juego, y los realistas no han llegado
jamás a restablecer la bandera blanca, símbolo de política agonal. “El encarnizamiento de los legalistas
tendiendo a conservar tres colores en nuestra enseña anuncia un profundo
desprecio por una nación que creen capaz de apasionarse por tales puerilidades”,
constató De Bonald. Los colores sin símbolo son en efecto las señales de la
política-juego, y esto último es evidentemente pueril. Todas las repúblicas
creadas artificialmente para favorecer el juego de las sociedades secretas,
como Austria, Bulgaria, Yugoslavia, Checoslovaquia y Rumania no llevan más que
colores en los pabellones.
La
política-juego, que precede siempre a la política metafísica, subsiste
solamente durante el tiempo en que ella es capaz de mantener en vigor la regla
del juego. Tan pronto como la ley no rige más, la Constitución es sometida al
capricho del poder, el espectador deja la tribuna para descender a la escena
política, el juego termina. La desaparición del espectador es el indicio más
seguro del fin de la política-juego.
Sin
espectador no hay más juego (33), no
hay más árbitros neutros, no hay más jugadores profesionales disfrutando de la
inmunidad parlamentaria. Desde que todo el mundo se convierte en actor, el
pueblo no necesita más representantes; él está presente en todo. Los colores,
que la política-juego ha izado al mástil son entonces reemplazados por el color
único.
Todo
aquello puede llegar más rápidamente y casi simultáneamente en un país. Por
otra parte una política, que ha adoptado las marcas del juego, no dura jamás
mucho tiempo sin pasar por la tercera fase de la política metafísica. Este
pasaje es siempre acompañado por actos de violencia. Como decía Pascal, "el último acto es siempre sangriento, por más
bella que sea todo el resto de la comedia”.
La
política metafísica no es más una lucha de hombre a hombre, como la política
agonal, ni una lucha convencional, como la política- juego, sino una lucha de
ideas encarnadas en los hombres, y representadas por los símbolos. Al portador
de la idea se le llama testigo. El testigo es el personaje principal de la
política metafísica. Es la medida humana de la idea, en tanto que el campeón no
es más que la medida humana de la materia. Es un abuso del lenguaje hablar de
mártir del aire, mártir del mar, mártir del frío, mártir de la ciencia, etc.,
El testigo no recurre ni a los medios técnicos, ni a la astucia, él no se
somete a reglas preestablecidas, ni lleva colores, sino solamente un símbolo.
El símbolo es el uniforme de guerra de la idea, cuando ella desciende a la liza
para combatir a otras ideas. Él es inmaculado, es decir, sin manchas.
Más
el testigo es desligado de la
materia, él contribuye eficazmente al triunfo de la idea de la que es portador.
"Yo creo en los testigos que se
hacen degollar”, dijo Pascal. "Detrás
de todos los acontecimientos, observa Bernanos, hay un hombre que se ha decidido a morir" (34). La muerte es
en efecto el desligarse de la materia empujada a su último límite. La
política-juego es esencialmente materialista y no puede sufrir la efusión de
sangre que denuncia una presencia espiritual. Ella es pacifista en lo exterior
y, en lo interior, ella no admite más que el accidente en el que las víctimas
son escrupulosamente indemnizadas en dinero, a fin de sacar a la sangre
derramada todo valor espiritual. La política metafísica es, al contrario,
fundada sobre el valor del sacrificio. “Cuando
dos partidos se pelean en una revolución, observó Joseph de
Maistre, si vemos a un lado esas víctimas
preciosas, se puede juzgar que ese partido terminará por vencer, pese a todas
las apariencias en contrario” (35). Como se ve, la victoria del testigo es
en realidad el triunfo de la idea, de la que
el testigo
no es más que el cuerpo, la medida y el instrumento.
Ahora bien la idea triunfa siempre por la vía de la reversibilidad, pasando de
los muertos a los vivos.
La
migración de las ideas se cumple según un procedimiento tan invariable como la
reproducción física. Si el grano no muere, la planta no germina. “Veritas moriendo declarata est, non occidendo”
ha dicho San Agobardo. El verdadero vencido, en política metafísica, no es el
que muere, sino “el heredero de los
instintos del hombre que él ha matado”, según una expresión brillante de
Villiers de l'Isle-Adam (36). Todo el mundo se acuerda de esta frase profètica de
San Juan: “Ellos mirarán a Aquel al que
han matado” (37). Los antiguos, que conocían los efectos de la
reversibilidad, decían: “Et saepe
victor victus”. Es porque los atenienses estimaban
que, para vencer a un pueblo hacía falta atraer el favor de los dioses. Los
griegos y los romanos elevaban los templos a las divinidades tutelares de las
ciudades conquistadas, y manifestaban por este gesto que por encima del pueblo
vencido había un poder superior delante del cual las armas debían inclinarse.
Era lo mismo bajo el Ancien
Regime, los soberanos de Europa,
como lo ha observado De Maistre, se servían del hombre suavemente, y todos,
conducidos por una fuerza invisible, evitaban golpear sobre la soberanía
enemiga con alguno de sus golpes que podían rebotar (38). Hoy las guerras no
son más conducidas según los principios de la prudencia antigua, y esto es así
porque todos los golpes “rebotan"; el vencedor es el heredero de las pasiones
del vencido; es el verdadero vencido. No hay más vencedor y, por lo tanto, no
hay más paz. Cuando Dios no es más el lazo de unión de la sociedad, la guerra
es perpetua, guerra de nervios, guerra de todos contra todos, homo homini lupus. Ahora bien, es
menester que la paz convencional de la política-juego pase por este estado de
guerra permanente para que la política metafísica triunfe.
El
color cabal testigo es el rojo. Es el color del sol poniente. Pero es también
el de la aurora. Todo lo que termina, como todo lo que comienza a despuntar —la
noche como la mañana, el otoño como la primavera, la
muerte como el nacimiento— lleva el color de la sangre. La humanidad ha nacido
con Adán, que en hebreo significa rojo; ella ha nacido una segunda vez con
Jesucristo que, antes de morir, fue revestido del simbólico manto escarlata, y
finalmente ella desaparecerá con el fuego, como lo anunció San Pablo.
La
política metafísica, que se señala por el triunfo del color único rojo sobre
los colores múltiples de la política-juego, es a la vez el crepúsculo y la
aurora (39). El lábaro de Constantino, que era una cruz de la que pendía una bandera
roja de forma cuadrada, anunciaba a la vez el crepúsculo de los dioses paganos
y el triunfo de los mártires de Cristo. Es con la bandera roja que Constantino
ha realizado la unión de Oriente y Occidente, y ha creado la primera monarquía
universal cristiana. El oriflama rojo de San Dionisio flota a su turno sobre
las primeras páginas de la historia de Francia. Como el lábaro, él siguió un
período de anarquía, y, como el lábaro, él anuncia el tiempo del símbolo: la
cruz con Constantino, y, la flor de lis con Luis VII: este rey adopta en efecto
oficialmente la flor de lis en 1180, después que su padre, Luis VI, enarboló el
oriflama por primera vez.
El
rojo acompaña siempre los grandes cambios en el orden político y social. No es
un azar si la bandera roja flota sobre todas las revoluciones, después de la
de 1848, donde ha estado a punto de reemplazar a la bandera tricolor en
Francia. Pero el rojo no es más que un color de transición: es la prueba de
fuego. Así el pasaje del Mar Rojo ha abierto al pueblo hebreo un nuevo período
de su historia. El verdadero signo del orden nuevo, es el que sale, por así
decir, de entre cenizas con un brillo nuevo: son las Tablas de la Ley salientes
del Material Ardiente; es la cruz; son los lirios. Y ese símbolo es incoloro,
como todo lo que es purificado por la llama. A veces es también el amarillo,
como el oro que sale del cristal: en heráldica, el oro y la plata no son
colores. La coraza de los mártires es blanca (40), el santo sudario es blanco,
y el pendón de Juana de Arco, que se transformará, después de Carlos VII, en la
bandera de los reyes de Francia, es igualmente blanca.
El
blanco caracteriza la política agonal, que sigue a la política metafísica. En
teología, es el color de los que “blanquean
sus vestiduras en la sangre del cordero” (41). Hasta el siglo XVIII, los
pabellones de los principales poderes europeos, —Francia, ,España, Portugal,
Inglaterra— son blancos y cargados de símbolos. Con la introducción de la
política- juego, ellos se transforman en multicolores.
Las
variaciones políticas siguen el ritmo de las variaciones religiosas de la
humanidad. Ella comienza por la epopeya paradisíaca donde la familia humana
vive en sociedad con Dios. De la misma manera, los gobiernos originariamente
estaban estrechamente ligados por la religión. La sociedad, como el hombre, ha
sido formada a imagen de Dios.
Pero
he aquí el pecado. El hombre desvía su mirada de Dios, y la dirige hacia la
tierra, hacia la creatura, hacia sí mismo (42). Esto es lo que Renan llamó
la ley del “progreso a través de la
ciencia”. Según él “todo esfuerzo del
mundo tiende a conocerse, a amarse, a verse, a admirarse” (43) En una
palabra el hombre se transforma en el espectador del mundo y de sí mismo. Es la
edad de la política-juego, que se llama generalmente política a secas. Fustel
de Coulanges, estudió minuciosamente el desarrollo de la Ciudad Antigua: “La política, dice, tomó el lugar de la religión y el gobierno de los hombres se transforma
en cosa humana” (44). Un autor alemán ha definido la política “sich mit den Menschen beschäftigen anstat
mit Got”.
“Ah! qué peligrosa es la política!”,
exclamaba Bossuet, que la colocaba entre las diversas formas de idolatría (45).
Entre el espectador y el idólatra, hay en efecto poca diferencia: los dos
tienen el culto a la creatura; los dos se tornan semejantes a aquellos que
ellos aman. La pasión de ver, la pasión de recibir las imágenes del mundo acaba
por borrar en el hombre la imagen de Dios.
Después
de haber abandonado a Dios, el hombre se vuelve contra el hombre y lo mata. Lo
mata, porque no ve mas en él la imagen de Dios. En política esto es la
revolución y la guerra civil. La humanidad será rescatada por el sacrificio del
Hijo de Dios, y los pueblos por la sangre de los testigos inocentes. Política
metafísica: devolver el alma al pueblo. Karl Marx,
que ha remarcado esto de las variaciones políticas, se ha quedado en el camino.
Para él: “Dio letzte Phase! einer Weltgeschichtliche
Gestajt ist ihre Koemedie”. Esta
es una
alusión al Santo Imperio germánico, del
que el “Gran Imperio” de Napoleón fue evidentemente una parodia. Pero esta
parodia no impide la posibilidad de la formación de un nuevo imperio católico.
Como judío, Marx ignora la regeneración. Sin Cristo y sin el bautismo, todo
queda en efecto en comedia: Viena, como Roma, desaparecen irremediablemente en
los placeres y los juegos. La risa es un destructor implacable. Fantasías al
reír de Voltaire. Pero, para el
cristiano, la comedia no es el fin: ella es el preludio de la gran tragedia. “Desgraciado de ti que te ríes, pues llorarás”
dijo Nuestro Señor (46). Recordemos el drama del Calvario: él fue precedido de
todas las señales posibles de la comedia y del juego: venta de Jesús, golpe de
espalda falso, huida burlesca de los discípulos durante la noche, negaciones de
San Pedro delante de una simple sirvienta mientras cantaba el gallo, arbitraje
de Pilatos, tentativas múltiples de tornar a Jesús en algo irrisorio, corona de
espinas, genuflexiones, juegos de la soldadesca, inscripción de la cruz que los
judíos no hallaron bastante irónica, (47) risa de los espectadores. Sin embargo
Jesucristo, el testigo divino, triunfó sobre la risa, como triunfó sobre la
muerte. El rey vendido, mofado y crucificado entre dos ladrones es transformado
en Rey de reyes, en Juez de jueces; el instrumento del suplicio en instrumento
de salvación, y, después de veinte siglos, contemplamos con veneración cada
detalle de esta divina comedia.
Lo
mismo que la salvación de la humanidad por Nuestro Señor ha precedido y
permitido la formación de un orden cristiano, así la política metafísica
precede a la política agonal. La sangre de la reparación necesaria del juego (48).
Cuando un pueblo ha caído de la política metafísica agonal a la
política-juego, él no vuelve jamás a la primera sin pasar por la prueba de la
política metafísica. La Prudencia y la Justicia divina lo han dispuesto así. El
purgatorio de los pueblos está en la tierra.
La
dictadura no constituye una excepción a esta regla. El dictador es generalmente
un jefe de partido que, habiendo llegado legalmente a jefe del poder ejecutivo,
ensaya retornar a una política agonal. Ahora bien, la historia ha probado que
ningún dictador llegado al poder por medios de la política-juego, puede
instituir un régimen durable. Él copia siempre alguna cosa del pasado; él no
crea nada: sólo Dios da el poder de crear. No es sin embargo lo mismo en la
llamada dictadura militar surgida de un golpe de Estado. Ella sí puede crear un
orden durable, porque ella no debe nada al juego: ella emana de una institución
esencialmente agonal; el ejército. Pero ella puede también caer en
la política- juego, si el jefe militar busca una justificación humana a su
conducta, o se apoya en la legalidad. No se puede servir a dos señores, Dios y
la opinión. Cuando el hombre cree haber encontrado la paz y la seguridad en el
orden material, la revelación está próxima.
GUILLERMO GUEYDAN DE
ROUSSEL
Pascuas
de 1969.
El
Bolsón (Río Negro)
Revista
JAUJA N° 34, Octubre 1969.
Notas:
(1) XVII, 14.
(2) XII, 4.
(3) "No hay principios en los
hombres si la divinidad no se los ha revelado; todo el resto no es más que
ilusión y humo”, (Pierre Charron: "De la Sapiencia", 1601, p. 69).
“Jamás
hubo Estado que se fundara sin que la religión le sirviera de base”, J. J.
Rousseau.
“Nosotros
debemos al cristianismo, en el gobierno un cierto derecho político, y en la
guerra un cierto derecho de gentes, que la naturaleza humana no sabría
reconocer bastante”, Montesquieu.
“Creo
y sé que ninguna institución humana es durable, si no tiene una base
religiosa”, Joseph de Maistre: “Consideraciones sobre Francia”.
“Los
dogmas fundan las naciones”, De Bonald.
“Los
fenómenos religiosos son el germen del que todos los otros —o por lo menos casi
todos los otros— derivan”, Durkheim.
“Todas
las nociones esenciales de la teoría contemporánea del Estado no son otra cosa,
que concepciones teológicas secularizadas”, Cari Schmitt: "Politique
Theologie”, 1922.
(4) "Confesiones de un
revólucionario”.
(5)
"Política realista”, París 1861 p. 4. '
(6)
“Política realista”, p. 142
(7)
Primer Libro de las Crónicas, XXI, 3; Segundo Libro de Samuel XIV,3.
(8) Política, Libro III, Cap. XI, Par. 4.
(9)
Cf.,
Funk-Brentano: Las Cruzadas, París 1934, p. 26.
(10)
El Príncipe, p. 149.
(11)
XVII, 24.
(12)
El libro de la jungla, p. 57.
(13)
Las dos fuentes de la moral y la religión, París, 1934, p. 307.
(14)
A. Gides, Paludes, p. 111.
(15)
Elogio de la locura, 1508.
(16)“Y
en los nueve años siguientes, yo no hice
otra cosa que rodar de aquí para allá por
el mundo, tratando de ser espectador más bien que actor en todas las comedias que se
representaron” (Discurso del método, 1637).
(17)
“Pansophie ist die Anschauung des Universums” (Dr. H. Schick: Das altere
Rosenkreuzertum).
(18)Sociedad
secreta a la cual pertenecieron Berín,
Bacon de Verolam y Campanella.
En su libro “De la dignidad y crecimiento
de las ciencias”, Bacon reproduce en los siguientes términos una frase de
"El Príncipe”, de Maquiavelo: “No conviene inquietarse de la virtud misma,
sino solamente de su parte exterior que está mirando hacia el público, y que no
es nada más que para los espectadores”.
(19) La Fontaine considera las
fábulas como: “Una amplia comedia con cien actos diversos, cuyo teatro es el
Universo” (El leñador y Mercurio). Los filósofos eran también espectadores del
hombre: “Locke hizo como Malebranche, él se encerró en sí mismo, y, después de
haberse contemplado durante mucho tiempo, él presentó a los hombres el espejo
en el cual se había mirado” (Diccionario Histórico, 1821).
(20)"Cada
hombre es así sobre la tierra un pequeño reino gobernado despóticamente por la opinión” (Le Mercier
de La
Rivière: El
orden natural y esencial de las sociedades políticas, 1767.
(21)
1. Abt., 1 Bd., 1 Halbbd., p. 611.
(22)Abstracciones
revolucionarias y realismo católico, 1935,
p. 63.
(23)De
la creación del orden en la humanidad, París, 1843.
(24)
Memoria sobre la ciencia del hombre.
(25) Jean Barbeyras, Amsterdam,
1709.
(26)“El procedimiento
electoral es simplemente una de las numerosas utilizaciones jurídicas de la
pasión del juego". (Maurice Haurieu: Principios del derecho público).
(27) II.;. 168.2.3.
(28) La democracia en América, 1848,
T. I, p. 19.
(29) "Yo me figuro que la ley
es como el centro de un globo inmenso: todos los ciudadanos, sin excepción,
están a la misma distancia de la circunferencia”. (Sieyés: ¿Qué es el estado
llano?)
(30) Ps. XI. 9. La palabra
"charlatán” (en latín, circulater) viene del verbo “circular”, formar un
círculo. La rueda es el símbolo del charlatán.
(31) El uso de las escarapelas, en
francés “cocardes”, remonta al siglo
XVII. Etimológicamente “cocarde” significa manojo de
plumas de gallo. En 1789, el gallo apareció por primera vez como emblema de
Francia.
(32)Las armas de la
ciudad de París llevan, en campo de gules un navío de plata sobre ondas del
mismo metal, en jefe, de azur sembrado de lises. No
es probable que La Fayette haya visto en el azul con el rojo los colores de la
ciudad de París. Como francomasón, el veía los colores de la secta.
(33) Todas las comunidades
religiosas hacen la guerra al espectador, a fin de que el culto no derive en un
juego. La Ciudad Antigua asimila al hombre de afuera, al espectador, con el
enemigo público (hostis); la entrada a los templos le está prohibida; su
presencia durante las ceremonias es un sacrilegio.
(34) El gran pavor de los bien
pensantes, París, 1931, p. 176.
(35) Noches de San Petersburgo,
T. II,
p. 457.
(36)
Axel, París 1923, p. 190.
(37)
Apoc., VII, 14.
(39)
Eusebio: De
vita Constantini.
(40)
“Yo daré al victorioso una piedra blanca sobre la cual estará escrito un nombre que nadie conocerá, salvo el que la reciba"
Apoc. II. 17
(41) Apoc.,
VII, 14.
(42) “Et
coluerunt et servierunt creaturae petius quam Creatori” (Rom. I,
25). Este amor sui caracteriza el fin
de los tiempos: “Erunt homines se ipsos amantes” (2. Tim. III, 2).
(43)
Diálogos y fragmentos filosóficos, París, 1925, p. 181 y 58.
(44)
P. 378.
(45)
T. XXXV,
p. 369.
(46)
San Lucas VI, 23.
(47)
San Juan XIX, 21.
(48) Lammenais ha escrito, en 1829:
“Sí, ella, (la revolución) vendrá, porque es necesario que todos los pueblos
sean instruidos y castigados; porque ella es indispensable según las leyes
generales de la Providencia, para preparar la regeneración social”.