(Epíst.,
Santiago, cap. V, vers. 17).
Tiene el hombre una marcada
tendencia hacia una idea vaga que expongo aquí: Piensa que los hombres
históricos, y en especial los hombres legendarios, no son de su misma raza.
Contra esta tendencia lucha Santiago en el texto que acabo de citar. Siente la
necesidad de recordar a los hombres que Elías era un hombre.
Los hombres, en efecto, parecen
despojarse de las preocupaciones que les provocaría el ejemplo de los
personajes importantes, si los personajes fueran hombres como ellos.
Y en su celo por verse
libres, arrojan en la lejanía de la leyenda a los grandes personajes. Los
relegan lejos de sí, más lejos, más lejos, más lejos, muy lejos, y cuando los
han situado lo bastante lejos como para sentirse a cubierto del contagio, los
sitúan en lo alto, más alto, más alto, muy alto, con el fin de saberse
preservados tanto por la altura, como por la distancia, de los inconvenientes
que podría acarrear la proximidad de la grandeza.
Les citáis algo hermoso. "Sin
duda, responden, no os digo lo contrario: ¡Pero era un santo!".
Es como si dijeran: "¡No
era un hombre!, era un santo. ¡Por lo tanto esto no me concierne! ¡Yo no soy un
santo, ni tengo la misma naturaleza! Es una raza extranjera cuyos
actos me interesan a lo sumo a título de curiosidad, pero no pueden tener para
mí ningún interés práctico. ¡Qué me importan esas gentes cuyo nombre está en el
calendario!; es una especie desaparecida, y no seré yo quien encuentre su
perdido molde."
He aquí por qué resulta
interesante hacer notar que Elías era un hombre, semejante a nosotros, capaz de
sentimientos humanos.
"Elías tuvo
miedo", dice la Escritura: ¿Pero en qué momento tuvo miedo? He aquí la
maravilla.
Es después del gran
drama del fuego y del agua. Acababa de mandar a los elementos y a los hombres.
Había desafiado a Acab;
había desafiado a los sacerdotes de Baal.
Había llamado al fuego del cielo
sobre el holocausto, y el fuego del cielo había descendido. Y no contento con
devorar el holocausto, el fuego del cielo había devorado la madera, las piedras,
el polvo, el polvo mismo. No es eso todo: el fuego del cielo había devorado el
agua que corría en torno del altar.
El fuego del cielo había hecho
cierto alarde, al colmar y exceder los deseos de Elías. El fuego
del cielo había hecho más de lo que se le pedía: había devorado con
magnificencia. Y el pueblo había caído de bruces, gritando: ¡Es el Señor Dios!
Y los sacerdotes de Baal habían
sido degollados. Después del fuego del cielo, Elías había
obtenido la sangre de los culpables.
Y después de la Sangre, he aquí el
Agua.
Elías sube
a la cumbre del Carmelo. Ora, con la cabeza entre las rodillas, y envía a su
siervo a mirar si cae la lluvia. Y el siervo obedece siete veces. A la séptima
inspección, una nubecilla aparece, pronto seguida de una intensa lluvia. En
general, en la Escritura, todo lo que va a ser enorme, comienza siendo muy
pequeño.
He aquí las Tinieblas, he aquí la
Nube; he aquí la Tempestad, he aquí el Agua que cae a torrentes.
El Agua, la Sangre y el
Fuego, tan a menudo unidos en la Escritura, corren los tres por orden de Elías,
en este Drama terrible, donde la Omnipotencia parece haberse puesto al servicio
del Profeta.
Había visto, oído,
sentido, tocado, palpado el socorro de Dios. Había llamado al fuego y éste
había llegado; al agua, y ésta también había llegado.
Había cerrado y luego
vuelto a abrir el cielo; desafiado a Acab y Baal, desafiado al tirano y al
demonio.
Holocausto, piedra,
polvo y agua, todas estas cosas devoradas, rendían testimonio a su poder.
Había triunfado sobre los
elementos, los hombres, los demonios.
Había llamado a Dios, y
Dios había respondido.
¡Qué momento para
temer!
Y fué en aquel momento
cuando temió.
Aquel que Dios acababa
de glorificar por medio del testimonio del agua, la sangre y el fuego, aquél, ¡huyó
ante una mujer, temblando!
Tenía miedo; ¿miedo de quién?
¡Miedo de Jezabel!
¡Y se llamaba Elías!
Y temía a aquella que
iba a ser destrozada por los caballos y comida por los perros.
Él, que había actuado desde lo alto
de su desprecio; él, que acababa de desafiar soberbiamente a su ídolo y de
destruir soberbiamente a sus abominables servidores; él, que, en el triunfo de
su Fuerza y su Justicia, acababa de ser coronado por las manos del Rayo; Él, Elías,
tiembla ante Jezabel.
Y su temblor fué tal que,
según una tradición hebrea, el carro de fuego lo arrebató apiadado de su miedo.
Como no podía soportar el miedo; como temblaba hasta el punto de no poder
soportar la tierra, fué arrebatado, dice la tradición, en el carro de fuego. El
carro de fuego fué la misericordia, de aquel que, al medir el miedo de Elías, y
al medir al mismo tiempo todo lo que él era, lo arrebató gloriosamente a la
tierra y al miedo, y lo arrebató con un soberbio arrebato hacia el lugar que lo
esperaba.
¿No está claro que Elías era un
hombre semejante a los otros? Su miedo impide dudarlo.
¿Y no está claro que el
hombre es hombre? ¡Qué pleonasmo!, pero, ¡qué paradoja! ¿Cuántas veces al día
olvida el hombre que es hombre?
Un emperador decía: "Sólo
es grande el hombre a quien hablo y en el momento en que le hablo."
Trasponed estas palabras y ponedlas
en la boca de Dios.
Tendréis una verdad magnífica,
magníficamente expresada.
¡Elías tiembla
ante Jezabel!
¿Y en qué momento? ¿Y a pesar de
qué recuerdo? ¿Y qué reciente recuerdo? ¿Y a pesar de qué protección divina? ¿Y
a pesar de qué magnificencia en la protección? Pero ni siquiera hay que
asombrarse.
Sólo es grande aquel a
quien Dios habla, y en el momento en que Dios le habla.