Pío IX, Vicario de Jesucristo, con
el aplauso unánime del mundo católico, rodeado del Episcopado que, como nunca,
aparecía íntimamente unido y dócilmente sumiso a su Cabeza, otorgó este triunfo
magnífico a María, que proyectó un brillo incomparable sobre las prerrogativas
del Pontificado y sobre las perspectivas de la Iglesia.
Y entonces, en nombre de esta misma
santa Iglesia de la que es a la vez intérprete y doctor, después de enseñarle
con infalible autoridad lo que precisa creer con respecto a la Concepción de
María, expresó con las siguientes consoladoras palabras lo que le es dado
esperar como resultado del triunfo otorgado a su augusta Reina: Confiamos,
con certísima esperanza y absoluta fe, que la bienaventurada Virgen quiera
hacer que tú Santa Madre Iglesia, libre ya de dificultades y victoriosa de todo
error, florezca en todas las naciones, para que las almas erradas vuelvan a la
senda de la verdad, y se haga un solo rebaño y un solo Pastor.
Mas, ¿qué relación habrá entre la
definición de un dogma que sólo interesa a la piedad de una selección, y el
triunfo de la Iglesia por medio de la conversión del universo?
En primer lugar, podemos aducir el
sentimiento unánime de esta multitud de almas sencillas y despreciables, según
el mundo, que forman la parte principal y, sobre todo, la parte más selecta del
cuerpo de la Iglesia.
Tenemos también la eficacia de la
mediación de María. Se ha dicho que así como Jesucristo vino al mundo por la
Santísima Virgen, también por Ella deberá reinar en el mismo. Efectivamente,
Dios, que gusta de hacer el honor a sus criaturas de que colaboren con Él en
todas sus obras, quiso que la Humanidad no permaneciera extraña a la más divina
de todas y de la que le provendría su salvación; y fue María, pura por
excepción entre nuestra raza culpable, la que proporcionó a Dios esta
colaboración tan gloriosa para ella y para nosotros. Fue la humana mediadora en
la concepción del divino Mediador. Tal es su misión y, al mismo tiempo, la
explicación de sus incomparables prerrogativas.
Mas esta misión de su Madre, no se
limitará al nacimiento del Verbo encarnado; proseguirá, no tan sólo durante la
vida mortal del divino Salvador, sino también en todas las fases de esta
segunda existencia por la que vive en la Iglesia y que empieza al terminar su
vida mortal. Es más: aun antes de nacer, María se nos muestra como la mediadora
por la que el Salvador debía revelarse y darse al mundo.
Recordemos la promesa que
rehabilitó, después de su caída, a nuestro primer padre, y en virtud de la cual
el mundo antiguo ha podido participar de los frutos de la Redención futura. Y
al llegar al cumplimiento de la promesa, al realizarse en el tiempo la obra
divina, siempre y en todas partes veremos a María preceder y abrir paso a
Jesús. Entre sus brazos se mostró a los pastores, primicias de la Iglesia de
los judíos, como a los magos, primicias de la de los gentiles. Apóstol dé los
Apóstoles y Evangelista de los Evangelistas, ella reveló por su medio a la
Iglesia entera las circunstancias de la Encarnación y Nacimiento del Hijo de
Dios. Cuando este divino Salvador deberá, con su sangre, poner el último sello
a su alianza, María estará allí para testimoniar tal alianza en nombre de la
Humanidad, y recibirá esta sangre y agua salidas del Corazón entreabierto de
Jesús, que, según los Santos Padres, han sido como las fuentes de vida de la
Iglesia. Su seno será, pues, la tierra bendita que, luego de recibir el grano
de trigo destruido por la muerte, lo hará renacer centuplicado; será,
finalmente, el paraíso terrenal en donde será formada la esposa del nuevo Adán,
sacada, como la primera Eva, del costado de su esposo, adormecido con
misterioso sueño. Y cuando, más adelante, esta Iglesia, concebida en el
Calvario, nazca en el Cenáculo y reciba el Espíritu de Vida en su plenitud,
será también por las plegarias e intercesión de María que este Espíritu se
derramará sobre ella.
¿No es todo ello suficiente para
establecer los derechos al título de Corredentora que la Iglesia siempre le
dispensó? ¿Va a extrañarnos que, después de recibir de esta misericordiosa Medianera
a Jesucristo, autor de su vida, y al divino Espíritu que es de ella principio,
la Iglesia haya siempre reconocido con tanta confianza su patronato?
La economía de la Providencia es
siempre la misma: Jesús mostrándose al mundo en brazos de María.
Y en la actualidad, ¿qué queda por
hacer? Completar la Redención por la realización de todos sus frutos, con la
plena manifestación de Jesús al mundo, disipando todas las nubes que ocultan
aún a la vista de los hombres la belleza de su divino rostro, y removiendo los
obstáculos que se oponen al pleno advenimiento de su Reinado. Tan gran
acontecimiento no puede producirse sin un preludio digno de él. Mas, ¿cómo
hallar mejor preludio que la manifestación completa de todos los privilegios de
María y, principalmente, de este privilegio incomparable que precedió a todos
los demás, en el tiempo, y que ha sido como la piedra angular del edificio
magnífico de Gracia que Dios ha levantado en el alma de tan gloriosa Virgen: su
Inmaculada Concepción?
Finalmente, para acabar de
comprender las relaciones que existen entre este dogma de la Inmaculada y las
esperanzas que la Iglesia ha puesto en su solemne definición, consideremos este
dogma en sí mismo y veremos que si su definición debe ser para la sociedad
señal de gran renovación, será al mismo tiempo el remedio indicado para curar
los males que la aquejan.
Por esta definición dogmática
propone la divina Providencia a la sociedad moderna una conciliación. Nuestro
siglo es, ante todo, orgulloso. Sus conquistas sobre la materia, sus
descubrimientos, los prodigios de su industria, lo han infatuado hasta el
delirio. No puede hablársele de caída ni de corrupción original, de
inclinaciones a combatir ni de sacrificios a realizar; según él, el mal no
existe en los individuos, sino sólo en la mala organización de la sociedad, y
su redención consistirá en renovarla, encontrando una organización en que todas
las pasiones hallen su entera satisfacción.
Pues bien, al obligar a este siglo
a celebrar como un privilegio incomparable la Concepción Inmaculada de María,
la misericordiosa Providencia le ha obligado al mismo tiempo a reconocer la
reprobación que pesa sobre toda nuestra estirpe. Equivale, pues, por parte de
la Iglesia, a una solemne condenación de los errores modernos, y, por parte de
la sociedad, a una solemne retractación; y la Iglesia nos proporciona, al mismo
tiempo, el medio de salir del infortunio y de lavar nuestras manchas, al
mostrarnos el Corazón de esta Madre Inmaculada como una fuente de pureza que
anhela regenerar al mundo.
P. Enrique Ramière,
S.I.