QUIETUD INTERIOR:
No
es la Esposa apasionada la que gusta al Esposo, sino la que sabe dejarle a él
la iniciativa; la que se deja conducir por el Espíritu santificador (Rom.
8,14), y reposa dulcemente confiada en el Esposo, sin pretender, como Eva, “la
ciencia del bien y del mal”, que nos
haga rivales de Dios. El Espíritu Santo obra en esas almas dóciles toda suerte
de maravillas que Él solo conoce (Rom. 8,26 ss.). Hemos de creer en ellas con
todas nuestras fuerzas, sin desear analizarlas, ni siquiera ser testigos
conscientes de ese divino Drama que se opera en el teatro de nuestra alma, ya
se trate de la pura oración y grado de unión en el amor, o ya de esas pruebas o
purificaciones pasivas por las cuales sabemos que Dios nos va santificando,
sean ellas interiores, o exteriores, como aquellas en las que Job mereció por
querer comprenderlas, el único reproche de Dios (cfr. Job cap. 38 ss.). Bueno
es pues dormir como la Esposa del Cantar, confiada en el saber que todo sucede
para nuestro mayor bien (Rom. 8,28). “En la quietud y en la confianza, dice
Dios a Israel, está tu fortaleza” (Is. 30,15). Y si en esto reside lo más alto
de la vida espiritual, y son tan pocos los que lo siguen, hemos de comprender
que tal abandono exige mucha más fe y mayor negación de sí mismo, porque nada
cuesta más que renunciar a conducir personalmente un negocio que tanto nos
interesa. Y es también harto contrario a nuestro orgullo natural el remitir
totalmente a Dios el juicio sobre el valor de nuestra vida espiritual (véase I
Cor. 4,3 ss.; S. 16,12 y nota), en vez de cultivar, como el fariseo del templo,
esas formas disimuladas del amor propio, que el mundo suele disfrazar de virtud
con el nombre de “la propia estimación”, o “la satisfacción del deber
cumplido”. Poned constantemente vuestra confianza en Dios, dice el Doctor de
Hipona, y confiadle todo lo que tenéis; porque El no dejará de levantaros hacia
sí, y no permitirá que os suceda más que lo que puede seros útil, hasta sin que
lo sepáis vosotros mismos. El alma cristiana, dice un autor moderno, ha sido
definida como “la que está ansiosa de recibir y de darse”. Es decir, ante todo
alma receptiva, femenina por excelencia, como la que el varón desea encontrar
para esposa. Tal es también la que busca –con más razón que nadie- el divino
Amante, para saciar su ansia de dar. Por eso el tipo de suma perfección está en
María: en la de Betania, que estaba sentada, pasiva, escuchando, es decir,
recibiendo; y está sobre todo en María Inmaculada, igualmente receptiva y
pasiva, que dice Fiat: hágase en mí.
(Coment.
a Cantar 2,7)