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sábado, 16 de mayo de 2015

ICONOGRAFÍA NEOCATÓLICA PARA UN TIEMPO DE PAZ


Abrazo cósmico. Respuesta a la tragedia del 11 de setiembre de 2001
(tapiz) por Emanuel Demetrescu. Vaticano, Domus Sanctae Martae



Si, según la socorrida fórmula, a la lex orandi le corresponde su propia lex credendi determinándose ambas en causalidad recíproca, no será mucho suponer la incidencia de una lex intuendi, un cierto talante representativo, una impronta valorativa manifiesta en formas y figuras, capaz de ingresar con eficacia en la órbita de la fe y la oración, y siendo al cabo por éstas visiblemente informada.

De lo que se cree, así se pinta: que lo diga, si no, un fra Angelico. Lo mismo vale decir -sin la menor atenuación y como para dar una idea de la misérrima medida de la fe de nuestros pastores- de los disparates pseudoartísticos que, con profusión insensata, tiznan en nuestros días las iglesias, cuando no son estas mismas -en sus propias y opresivas líneas, en su deliberada frialdad e insipidez- las que profanan todo cuanto contengan. Como la capilla del albergue de Santa Marta, no sin algún acierto elegida por el papa Francisco para escenario de sus diarias homilías.


La sala de audiencias, presidida no ya por la Cruz
sino por el engendro cósmico


En aquella época de crisis que fue el inmediato pre-concilio, sesenta o setenta años atrás, no faltaron católicos indulgentes con el arte moderno (un Maritain allende el océano, o un monseñor Derisi entre nosotros) que argumentaban que, siéndole inherente al mismo arte moderno un cierto desasimiento de la materia en atención a la pura forma -y habida cuenta de que por la materia ingresa la imperfección al mundo-, cabía entonces esperar el tiempo de un arte depurado de excrecencias, simple con la simplicidad del espíritu, elevado a instancias de su humildad. Como si dijéramos: un promisorio inicio, una respuesta a flor de piel (es decir, "estética") a las aporías irresueltas de la hora. Es curioso que esta gente formada en el tomismo no supiera advertir el peligro de angelismo ínsito en tales intentos. La cosecha que los años arrojaron y la insobornable perspectiva temporal acusan al arte moderno de haber liquidado junto con la materia también la forma, de haber propiciado lo informe, de haber engendrado (luego de rechazar la vis representativa del arte) todo un aluvión de impostores y parásitos que medran del increíble prestigio que la nulidad alcanza entre nuestros contemporáneos. Acá también vale lo de «un abismo llama a otro abismo»: el abismo del no-ser solicitando a la industria y los desvelos humanos para una obra de aniquilación consensuada, la tradición o «acto de la entrega» trocada por el juego estéril de dilapidarlo todo. Se trata de que en las próximas generaciones no quede ni memoria de la baquía y el mérito de aquellos que, merced a esa peculiar ascesis que exige la creación de arte, se rinden a la belleza hallada y -en una operación irrenunciable para el bien común temporal-  la ofrecen a la pública ostensión.

Al neocatolicismo (es decir, a la religión del Hombre) ese carácter informe del arte moderno le es connatural, como lo es el que el simbolismo cristiano se vea sustituido por uno enteramente ajeno, a menudo conservando algún elemento de aquél para someterlo a una reinterpretación abusiva. Valgan los ángeles girando esas manivelas en el tapiz que reproducimos arriba para dar fe de esta irónica intención resignificante: los seres espirituales como garantes del mecanicismo universal. Los dos androides fundidos en un abrazo en medio de una atmósfera irreal grabada con los signos del zodíaco son el meollo del mensaje: el de una solidaridad meramente humana, sin nada en absoluto que remita a la obra de la Redención.

Y no esperemos ya otra cosa, que éste es todo el programa de Francisco, el hombre designado para apurar la torción antropocéntrica de la religión conciliar. El mismo que enseñó recientemente a siete mil niños congregados en el aula Paulo VI, pujantes todos por sonsacarle alguna máxima sapiencial acerca de la receta para alcanzar la paz, que «todas las religiones tienen un mandamiento común: “amar al prójimo”. Y este amar “nos ayuda a la paz”, a “ir adelante en la paz"», con la oportuna especificación de que «todos somos iguales pero no nos reconocen esta verdad, esta igualdad», lo que motiva a menudo que cundan las injusticias: éstas y sólo éstas son, a la postre, las que impiden la paz.

Es cierto que la virtud de la religión entra en la órbita de la virtud cardinal de la justicia, incluso como su expresión más eminente: el primer mandamiento acentúa esta relación. Vulnerado este deber de justicia primordial, no es extraño que cunda toda suerte de atropellos entre los hombres.  Pero es claro que acá no se insinúa nada de esto, y que al igualitarismo civil como garante de la paz mundana se le adjunta el igualitarismo de las religiones, poseedoras -presuntamente todas- de un mandamiento común. Al modo de los gorgojos que atacan la harina, pronto llegará la exposición oficial de la eucaristía a su recepción sacrílega -allí donde todavía se la celebre válidamente. De lo que se trata es de promover la «igualdad» revolucionaria, cuyo auténtico y solapado nombre es individualismo crudo y descarnado.


Para esto hacía falta un demiurgo orbital ceñido de una imaginería que actuara a modo de corifante de su programa. La horrible y novedosa iconografía que adorna las estancias papales le ofrece el marco más adecuado a este programa, que ya va siendo el más grande desafuero de la historia.