El escritor y
político argentino José
Manuel Estrada (1842-1894) fue un católico de tendencia netamente liberal la
primera parte de su vida, incluso execró duramente a Juan Manuel de Rosas. Sin
embargo, viendo los estragos que causaba el liberalismo triunfante en el país,
con su laicismo avasallante de los derechos de la Iglesia, se convirtió luego (hacia
fines de los años ’70) en un enemigo del mismo, siendo el líder de la
resistencia a los gobiernos de Roca y Juárez Celman, a través de la Unión Católica.
En una carta confesó aquella primera y errada postura suya:
“Me
sedujo durante algún tiempo el espíritu, bien intencionado pero paradojal, de
los que en Bélgica y en Francia se llamaron, antes del Concilio Vaticano,
católicos liberales. Doy gracias a Dios que me abrió los ojos y disipó de mi
alma estas ilusiones... El cristianismo es el Reino de Cristo sobre las almas y
las sociedades. Qué idea tan sencilla, tan luminosa, y tan difícil de percibir,
sin embargo, cuando se envenena desde la niñez en una atmósfera de filantropía,
que es una verdadera antropolatría”.
(Revista
Sol y Luna número 8, 1942, Carta Inédita a Apolinario Casabal).
Otra carta al mismo
destinatario, secretario del mismo partido, en tiempos de dura contienda contra
el estado liberal, que terminó imponiendo el matrimonio civil y la educación
laica, da cuenta de la desazón de un combate desigual, debido sobre todo a la
falta de resistencia de los propios católicos al enemigo. El partido de Estrada
sería vencido por la astucia masónica en connivencia con hombres de la propia
Iglesia. Por más de un motivo la carta es aleccionadora y nos lleva a pensar en
lo que está ocurriendo actualmente, muy particularmente en las filas de la
FSSPX, hacia donde podrían ser dirigidos los reproches lanzados por aquel
católico de fines del siglo XIX:
Buenos Aires, julio
5; 1888.
Querido amigo:
El Dr. Terrero me ha transmitido sus preocupaciones
respecto de las cuestiones del día, añadiéndome que toma una solicitud amistosa
por las inquietudes y desagrados que, a su juicio, deben producirme a mí. Se lo
agradezco de todo corazón, y no se engaña suponiendo que me hallo en situación
harto violenta y dolorosa. Ver la
invasión del enemigo, y no encontrar quien la advierta ni la resista ni apruebe
siquiera que se luche, es cosa para abatir el espíritu. V. es la persona a
quien mayores confidencias he hecho desde que logramos dar formas, aunque
rudimentarias, y hoy día por demás disminuidas y desfiguradas, al movimiento
católico. Sabe que a los santos
empeños de nuestra causa he consagrado lo que me resta de vida. Calcule V. si
he de padecer o no, viéndome condenado
al silencio por no arrostrar la censura de nuestros mismos amigos, que tachan
de imprudente provocación al mal todo lo que sale de la apatía y los
acomodamientos bastardos que, durante cerca de ochenta años, han conspirado a
la ruina de los buenos principios en la vida social de la República.
Pero ¿a qué lamentarnos? Aún espero que en el último momento despierten los que no quieren dejar
el sueño. Será tarde. Nuestros elementos estarán dispersos. Los hombres habrán
caído en un desaliento enervador. Nada eficaz se hará.
Sin embargo, una agitación nueva nos dará nuevo brío,
y acaso una lección más haga a la experiencia tan elocuente para los otros como
lo es para V. y para mí.
Con motivo de la malhadada cuestión de los Seminarios
y otros incidentes, he tenido varias entrevistas con el Arzobispo, y le he
hablado con la mayor franqueza, sin disimularle nada de lo que pienso sobre la
situación, sobre el porvenir, ni sobre los deberes, que en mi sentir, incumben
a los Prelados, al clero, y a los fieles laicos, que no pueden actuar sino como
auxiliares de la Iglesia, y están totalmente desarmados mientras la Iglesia
calla. En teoría, él acepta mi modo de ver, pero no parece comprender que esos juicios no son temas de conversación ni
proposiciones académicas, sino reglas de conducta.
Con aceptarlo, sin embargo, me deja plena libertad de
palabra para reproducirlos y ampliarlos sin impertinencia, lo cual es poco,
pero es algo.
(…)
Todo autoriza a creer que la cuestión del matrimonio
civil no se hará esperar mucho.
Conferencié también extensamente sobre este punto.
Esa innovación, díjele en suma al Prelado, es la única
que falta para completar en el país el programa del liberalismo. ¿Qué quedará
después de adoptada? . . . El Patronato usurpado y abusivo, es decir, la
servidumbre. Y como ella entra en el plan del actual Gobierno, es evidente que
ese Gobierno es, como lo he pensado y dicho sin cesar, un Gobierno liberal,
solapado a ratos, cínico a otros, anticatólico sin duda.
Si pues el Estado,
lejos de ser auxiliar de la Iglesia, continúa siéndole hostil, la Iglesia
necesita obrar directamente sobre el pueblo cristiano para defenderse y
restaurar el Reino de Cristo. También adhiere el Arzobispo a ésto, pero en cuanto no sale del estado de máxima
especulativa para pasar al de móvil de acción y criterio de política. Le
arredra la censura de los tímidos y de los tibios. — Los Obispos y los católicos, le repliqué, sólo tienen que arrepentirse
de no provocar más a menudo esa censura.
Yo admitiría una política conciliatoria si ella
condujera a salvar instituciones
cristianas esenciales. Pero dado el matrimonio civil, y cuando el matrimonio
civil se discute, nada tenemos ya que
perder. — Cuento por nada el presupuesto del Culto, y es nada; es menos que
nada: es el pretexto de la tiranía secular sobre nuestra Santa Madre la
Iglesia.
A pesar de todo, en el momento decisivo el Sr. Aneiros
será lo que su deber y su alma sacerdotal y fidelísima le obligan a ser: el
primer guardián de la Verdad: un Obispo, es decir, un invencible.
Esperemos.
Con estos dolores y el deseo de que Dios mitigue los
que agobian a su familia, me despido, repitiéndome todo suyo.
J. M. Estrada