Injusticia fuera tachar una religión de
falsa sólo porque en su seno hubieran aparecido fanáticos: esto equivaldría a
desecharlas todas; pues que no sería dable encontrar una que estuviese exenta
de semejante plaga. No está el mal en que se presenten fanáticos en medio de
una religión sino en que ella los forme, en que los incite al fanatismo o les
abra para él anchurosa puerta. Si bien se mira en el fondo del corazón humano
hay un germen abundante de fanatismo y la historia del hombre nos ofrece de
ello tan abundantes pruebas que apenas se encontrará hecho que deba ser
reconocido como más indudable. Fingid una ilusión cualquiera, contad la visión
más extravagante, forjad el sistema más desvariado; pero tened cuidado de
bañarlo todo con un tinte religioso y estad seguros de que no os faltarán
prosélitos entusiastas que tomarán a pecho el sostener vuestros dogmas, el
propagarlos y que se entregarán a vuestra causa con una mente ciega y un
corazón de fuego; es decir tendréis bajo vuestra bandera una porción de
fanáticos.
Algunos filósofos han gastado largas
páginas en declamar contra el fanatismo, y como que se han empeñado en
desterrarle del mundo, ora dando a los hombres empalagosas lecciones
filosóficas, ora empleando contra el monstruo toda la fuerza
de una oratoria fulminante. Bien es verdad que a la palabra fanatismo le
han señalado una extensión tan lata que han comprendido bajo esta denominación
toda clase de religiones; pero yo creo sin embargo que aun cuando se hubieran
ceñido a combatir el verdadero fanatismo habrían hecho harto mejor, si no
fatigándose tanto, hubiesen gastado algún tiempo en examinar esta materia con
espíritu analítico, tratándola después de atento examen, sin preocupación, con
madurez y templanza.
Por lo mismo que veían que éste era un
achaque del espíritu humano, escasas esperanzas podían tener si es que fueran
filósofos cuerdos y sesudos de que con razones y elocuencia alcanzaran a
desterrar del mundo al malhadado monstruo; pues que hasta
ahora no sé yo que la filosofía haya sido parte a remediar ninguna de aquellas
graves enfermedades que son como el patrimonio del humano linaje. Entre tantos
yerros como ha tenido la filosofía del siglo XVIII, ha sido uno de los más
capitales la manía de los tipos: de la naturaleza del hombre, de la sociedad,
de todo se ha imaginado un tipo allá en su mente; todo ha debido acomodarse a
aquel tipo y cuanto no ha podido doblegarse para ajustarse al molde todo ha
sufrido tal descarga filosófica que al menos no ha quedado impune por su poca
flexibilidad.
¿Pues qué? ¿Podrá negarse que haya
fanatismo en el mundo? Y mucho. ¿Podrá negarse que sea un mal? Y muy grave.
¿Cómo se podrá extirpar? De ninguna manera. ¿Cómo se podrá disminuir su
extensión, atenuar su fuerza, refrenar su violencia? Dirigiendo bien al hombre.
Entonces ¿no será con la filosofía? Ahora lo veremos.
¿Cuál es el origen del fanatismo? Antes
es necesario fijar el verdadero sentido de esta palabra. Se entiende
por fanatismo, tomado en su acepción más lata, una viva exaltación del ánimo
fuertemente señoreado por alguna opinión o falsa o exagerada. Si la opinión es
verdadera, encerrada en sus justos límites, entonces no cabe el fanatismo; y si
alguna vez lo hubiere será con respecto a los medios que se emplean en
defenderla; pero entonces ya existirá también un juicio errado en cuanto se
cree que la opinión verdadera autoriza para aquellos medios; es decir que habrá
error o exageración. Pero si la opinión fuere verdadera, los medios de
defenderla legítimos y la ocasión oportuna, entonces no hay fanatismo por
grande que sea la exaltación del ánimo, por viva que sea su efervescencia, por
vigorosos que sean los esfuerzos que se hagan, por costosos que sean los
sacrificios que se arrostren; entonces habrá entusiasmo en el ánimo y heroísmo
en la acción pero fanatismo no; de otra manera los héroes de todos tiempos y
países quedarían afeados con la mancha de fanáticos.
Tomado el fanatismo con toda esta
generalidad se extiende a cuantos objetos ocupan al espíritu humano; y así hay
fanáticos en religión, en política y hasta en ciencias y literatura; no
obstante, el significado más propio de la palabra fanatismo, no
sólo atendiendo a su valor etimológico sino también usual, es cuando se aplica
a materias religiosas; y por esta causa el solo nombre de fanático sin
ninguna añadidura expresa un fanático en religión; cuando al contrario si se le
aplica con respecto a otras materias debe andar acompañado con el apuesto que
las califiquen: así se dice fanáticos políticos, fanáticos en literatura y
otras expresiones por este tenor.
No cabe duda que en tratándose de
materias religiosas, tiene el hombre una propensión muy notable a dejarse
dominar de una idea, a exaltarse de ánimo en favor de ella, a transmitirla a
cuantos le rodean, a propagarla luego por todas partes llegando con frecuencia
a empeñarse en comunicarla a los otros aunque sea con las mayores violencias.
Hasta cierto punto se verifica también
el mismo hecho en las materias no religiosas; pero es innegable que en las
religiosas adquiere el fenómeno un carácter que le distingue de cuanto acontece
en esfera diferente. En cosas de religión adquiere el alma del hombre una nueva
fuerza, una energía terrible, una expansión sin límites: para él no hay
dificultades, no hay obstáculos, no hay embarazos de ninguna clase: los intereses
materiales desaparecen enteramente, los mayores padecimientos se hacen
lisonjeros, los tormentos son nada, la muerte misma es una ilusión agradable.
El hecho es vario según lo es la persona
en quien se verifica, según lo son las ideas y costumbres del pueblo en medio
del cual se realiza; pero en el fondo es el mismo: y examinada la cosa en su
raíz se halla que tienen un mismo origen las violencias de los sectarios de
Mahoma que las extravagancias de los discípulos de Fox.
Acontece en esta pasión lo propio que en
las demás, que si producen los mayores males es sólo porque se extravían de su
objeto legítimo o se dirigen a él por medios que no están de acuerdo con lo que
dictan la razón y la prudencia: pues que bien observado el fanatismo, no es más
que el sentimiento religioso extraviado; sentimiento
que el hombre lleva consigo desde la cuna hasta el sepulcro y que se encuentra
como esparcido por la sociedad en todos los períodos de su existencia. Hasta
ahora ha sido siempre vano el empeño de hacer irreligioso al hombre: uno que
otro individuo se ha entregado a los desvaríos de una irreligión completa pero
el linaje humano protesta sin cesar contra ese individuo que ahoga en su
corazón el sentimiento religioso. Como este sentimiento es tan fuerte, tan vivo,
tan poderoso a ejercer sobre el hombre una influencia sin límites, apenas se
aparta de su objeto legítimo, apenas se desvía del sendero debido, cuando ya
produce resultados funestos: pues que se combinan desde luego dos causas muy a
propósito para los mayores desastres como son: absoluta ceguera del
entendimiento y una irresistible energía en la voluntad.
Cuando se ha declamado contra el
fanatismo, buena parte de los protestantes y filósofos no se han olvidado de
prodigar ese apodo a la Iglesia católica; y por cierto que debieran andar en
ello con más tiento, cuando menos en obsequio de la buena filosofía. Sin duda
que la Iglesia no se gloriará de que haya podido curar todas las locuras de los
hombres y por tanto no pretenderá tampoco que de entre sus hijos haya podido
desterrar de tal manera el fanatismo, que de vez en cuando no haya visto en su
seno algunos fanáticos; pero sí que puede gloriarse de que jamás religión
alguna ha dado mejor en el blanco para curar en cuanto cabe este achaque del
espíritu humano; pudiendo además asegurarse que tiene de tal manera tomadas sus
medidas, que naciendo el fanatismo le cerca desde luego con un vallado en que
podrá delirar por algún tiempo pero no producirá efectos de consecuencias
desastrosas.
Esos extravíos de la mente, esos sueños
de delirio que nutridos y avivados con el tiempo arrastran al hombre a las
mayores extravagancias y hasta a los más horrorosos crímenes, se apagan por lo
común en su mismo origen cuando existe en el fondo del alma el saludable
convencimiento de la propia debilidad y el respeto y sumisión a una autoridad
infalible; y ya que a veces no se logre sofocar el delirio en su nacimiento, se
queda al menos aislado, circunscrito a una porción de hechos más o menos
verosímiles pero dejando intacto el depósito de la verdadera doctrina y sin
quebrantar aquellos lazos que unen y estrechan a todos los fieles como miembros
de un mismo cuerpo. ¿Se trata de revelaciones, de visiones, de profecías, de
éxtasis? Mientras todo esto tenga un carácter privado y no se extienda a las
verdades de fe, la Iglesia por lo común disimula, tolera, se abstiene de
entrometerse, calla dejando a los críticos la discusión de los hechos y al
común de los fieles amplia libertad para pensar lo que más les agrade. Pero si
toman las cosas un carácter más grave, si el visionario entra en explicaciones
sobre algunos puntos de doctrina, veréis desde luego que se despierta
el espíritu de vigilancia: la Iglesia aplica atentamente el oído para ver si se
mezcla por allí alguna voz que se aparte de lo enseñado por el divino maestro:
fija una mirada observadora sobre el nuevo predicador por si hay algo que
manifieste o al hombre alucinado y errante en materias de dogma, o al lobo
cubierto con piel de oveja; y en tal caso levanta desde luego el grito,
advierte a todos los fieles o del error o del peligro y llama con la voz de
pastor a la oveja descarriada. Si ésta no escucha, si no quiere seguir más
que sus caprichos, entonces la separa del rebaño, la declara como lobo y de
allí en adelante el error y el fanatismo ya no se hallan en ninguno que desee
perseverar en el seno de la Iglesia.
Por cierto que no dejarán los
protestantes de echar en cara a los católicos la muchedumbre de visionarios que
ha tenido la Iglesia, recordando las revelaciones y visiones de los muchos
santos que veneramos sobre los altares; echaránnos también en cara el fanatismo,
fanatismo que dirán no haberse limitado a estrecho círculo pues que ha sido
bastante a producir los resultados más notables. "Los solos fundadores de las órdenes religiosas, dirán ellos, ¿no ofrecen
acaso el espectáculo de una serie de fanáticos que alucinados ellos mismos
ejercían sobre los demás con su palabra y ejemplo la influencia más fascinadora
que jamás se haya visto?" Como no es éste el lugar de tratar por
extenso el punto de las comunidades religiosas, cosa que me propongo hacer en
otra parte de esta obra, me contentaré con observar que aun dando por supuesto
que todas las visiones y revelaciones de nuestros santos y las inspiraciones
del cielo con que se creían favorecidos los fundadores de las órdenes
religiosas no pasaran de pura ilusión, nada tendrían adelantado los adversarios
para achacar a la Iglesia católica la nota de fanatismo. Por de pronto, ya se
echa de ver que en lo tocante a visiones de un particular, mientras se
circunscriban a la esfera individual, podrá haber allí ilusión y si se quiere
fanatismo; pero no será el fanatismo dañoso a nadie y nunca alcanzará a
acarrear trastornos a la sociedad. Que una pobre mujer se crea favorecida con
particulares beneficios del cielo; que se figure oír con frecuencia la palabra
de la Virgen; que se imagine que confabula con los ángeles que le traen
mensajes de parte de Dios; todo esto podrá excitar la credulidad de unos y la
mordacidad de otros; pero a buen seguro que no costará a la sociedad ni una
gota de sangre ni una sola lágrima.
Y los fundadores de las órdenes
religiosas ¿qué muestras nos dan de fanatismo? Aun cuando prescindiéramos del
profundo respeto que se merecen sus virtudes y de la gratitud con que debe
corresponderles la humanidad por los beneficios inestimables que le han
dispensado; aun cuando diéramos por supuesto que se engañaron en todas sus
inspiraciones podríamos apellidarlos ilusos mas no fanáticos. En efecto: nada encontramos en
ellos ni de frenesí ni de violencia; son hombres que desconfían de sí mismos,
que a pesar de creerse llamados por el cielo para algún grande objeto no se
atreven a poner manos a la obra sin haberse postrado antes a los pies del Sumo
Pontífice sometiendo a su juicio las reglas en que pensaban cimentar la nueva
orden, pidiéndole sus luces, sujetándose dócilmente a su fallo y no realizando
nada sin haber obtenido su licencia. ¿Qué semejanza hay, pues, de los
fundadores de las órdenes religiosas con esos fanáticos que arrastran en pos de
sí una muchedumbre de furibundos, que matan, destruyen por todas partes,
dejando por doquiera regueros de sangre y de ceniza? En los fundadores de las órdenes religiosas vemos a un hombre que,
dominado fuertemente por una idea, se empeña en llevarla a cabo aun a costa de
los mayores sacrificios; pero vemos siempre una idea fija desenvuelta en un
plan ordenado, teniendo a la vista algún objeto altamente religioso y social; y
sobre todo vemos ese plan sometido al juicio de una autoridad, examinado con
madura discusión y enmendado o retocado según parece más conforme a la
prudencia. Para un filósofo imparcial, sean cuales fueren sus opiniones
religiosas, podrá haber en todo esto más o menos ilusión, más o menos
preocupación, más o menos prudencia y acierto; pero fanatismo no de ninguna
manera, porque nada hay aquí que presente semejante carácter
“El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la
civilización europea”. Tomo I, Cap. VIII.