Los astros se horrorizaron esa vez |
¿Quién podría
reconocer hoy a la Iglesia en las palabras de aquella constitución dogmática
del Concilio Vaticano I, que dicen ser ella «como una bandera levantada para
las naciones, [que] no sólo invita a sí a los que todavía no han creído sino
que da a sus hijos la certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento
firmísimo» (Dz 1794), cuando la misma Jerarquía insta a los infieles a
mantenerse en sus falsas creencias y a sus hijos les ofrece una enseñanza
mudable y tornadiza, ajena al Magisterio perenne?Extemporáneas se dirían
aquellas palabras (o alusivas a otra Iglesia, portadora de sus cuatro notas hoy
irreconocibles) que afirman que a ella sola «pertenecen todas aquellas
cosas, tantas y tan maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la
evidente credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí misma, es
decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en
toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un
grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina
legación». Ciento cuarenta años atrás los padres conciliares hablaban
decididamente otro idioma: el de la fe.
Apenas como una
muestra del efecto que la apostasía provoca en las costumbres, ahí está la
denuncia del fiscal del tribunal del Vaticano, Gian Piero Milano, acerca de
que las blasonadas transparencia y reforma francisquistas han dejado el ominoso
saldo de un aumento de las prácticas delictivas muros adentro del pequeño
Estado. Con menos de 800 habitantes entre cardenales, nuncios, sacerdotes y
guardias suizos, en 2014 se abrieron dos investigaciones por tenencia de
material pornográfico de menores, a la vez que se advierte un aumento de la
criminalidad financiera y del tráfico de drogas (hemos tratado aquí el
caso, pronto silenciado por los medios, de la carga de cocaína en el auto del
secretario del cardenal Mejía). Lodazal, que no fons signatus. El
estatuto monárquico de la Iglesia trocado en una caquistocracia de hecho, y
ésta comandada por un bufón cuya elección se deduce fraudulenta, a
juzgar por el vejamen en que se incurrió contra la Universi Dominici Gregis,
la constitución apostólica que regula los términos del cónclave.
Entre los dos polos del cinismo y la hipocresía: así naufraga la nueva Iglesia. Cinismo como el del cardenal de peluca y prefecto de los Institutos de Vida Consagrada, João Braz de Aviz, que dedica a los frailes de la devastada orden de los Franciscanos de la Inmaculada sendos documentos en los que los alienta -perífrasis fatigada por diezmilésima vez- a reconocer los "signos de los tiempos", de los negros tiempos que corren. A rendirse, en una palabra, tomando sobre un total de 84 notas (al menos en el segundo de los documentos en cuestión, que el primero arroja similares cifras), 73 del magisterio volátil de Francisco, entre la Evangelii gaudium, fragmentos de homilías, la explosiva entrevista con Antonio Spadaro, etc. De las restantes notas, dos son de Benedicto XVI, dos de Juan Pablo II, dos de la Congregación que dirige el mismísimo peluquín y otras dos de san Ambrosio, sin la más mínima alusión a algún texto magisterial anterior al Vaticano II. Es seguramente una manera de actualizar aquella insistente enseñanza de Francisco acerca del «salir la Iglesia de sí misma», en la más cruda acepción de "tirar por la borda" la propia identidad. Ya lo supo san Gregorio Magno: «de dos maneras podemos salir de nosotros mismos. La primera es cuando nos zambullimos en pensamientos rastreros. La otra cuando nos sublimamos por la gracia de la contemplación. Así el que apacentaba puercos se rebajó a la divagación del espíritu y a la impureza, mientras que el otro [Pedro, cfr Act 12, 7ss.], a quien el ángel rompió las cadenas que lo amarraban -llevado y arrebatado por el espíritu-, fue levantado sobre sí». La equivocidad de la enseñanza post-conciliar, ya con cincuenta años de experiencia, se vuelve diáfana por la evidencia de sus definitivos efectos: «salir de sí mismo» significa para éstos revolcarse en el cieno, teniendo a los cerdos por confidentes de su desgracia.
La paz con el dragón, el último sapo que nos quiere hacer tragar Francisco. |
Hipocresía, decíamos, porque últimamente no le han faltado ocasiones a Francisco para llamar en auxilio de sus entuertos a los santos de otras edades, haciéndolos garantes de los mismos. Hace poco más de un mes manoteó el santo recuerdo del papa Pío XII para avalar su proverbial laxismo en relación con las disposiciones para comulgar (esta vez en lo relativo al ayuno). Ahora se sirve convocar a una jornada de oración mundial por la paz para el día que se cumplan los 500 años del natalicio de santa Teresa de Jesús. «Se va a comunicar a todas las conferencias episcopales para que a lo largo de ese día, después de que el Papa haya comenzado la oración, todo el mundo, incluidos miembros de otras religiones, puedan unirse a ella durante una hora de silencio, al estilo teresiano», informaron con lacónica desvergüenza los divulgadores. Sinceramente, preferimos que Bergoglio omita toda mención a los santos de la Iglesia y continúe ensalzando en cambio a sus Romero, sus Angelelli, sus Arrupe, ya que lo suyo es como de un anti-Midas: lo que toca lo vuelve barro.
Pero no hay
razón ¡ay! para creer esto posible. El universalismo católico, tal como lo
concibe el Neopapa, supone -después de la razonable purga de los refractarios-
sentar en una misma mesa a los opuestos. Ya lo sugiere la tenebrosa
alegoría del dragón bueno, con un mediador entre éste y los hombres llamado
Pedro, según el cuento ilustrado que se distribuye a instancias del proyecto Scholas
Occurrentes, creado por Bergoglio y financiado por entidades de dudosa
catadura moral. Un cielo que se confunde con la tierra, la aspiración celestial
trocada en roznidos. Astronomía -llamémosla así para el vulgo, para las
muchedumbres descristianizadas- que no es sino gastronomía.