Al cumplirse un nuevo aniversario de su
natalicio (26 de diciembre de 1883), aprovechamos para publicar dos textos del gran traductor y exégeta de la Sagrada Biblia, a modo de homenaje.
Los
Fariseos
Para entender perfectamente el
Evangelio, es preciso que en primer término conozcamos el ambiente histórico
que rodea a la persona del Salvador, ante todo, las tendencias religiosas y
políticas que agitaban aquella época. Había entonces entre los judíos, además
de algunas sectas de menor importancia, dos partidos, en los que se
concretaban, como en dos polos, tanto las energías nacionales del pueblo judío
como su mentalidad religiosa: los fariseos y los saduceos.
Prescindamos de los saduceos que más
tarde nos han de ocupar, así como vamos a pasar en silencio la clase de los
escribas, mencionados a menudo juntamente con los fariseos, no constituyendo un
partido político, sino un grupo profesional, los escribas eran los que sabían
escribir y leer y explicaban la Ley de Moisés, como lo expresa su nombre y más
aún su título de “rabí”. Lo que no excluye que la mayoría de ellos
políticamente se declaraban a favor de los fariseos.
Ya el nombre de “fariseos” que significa
los segregados, marca el rumbo del partido. Segregándose de la masa que vivía
en ignorancia religiosa y política, los fariseos aspiraban a la realización de
la Ley de Moisés y de las “tradiciones de los mayores”, las cuales
desgraciadamente a veces no eran más que una deformación de la Ley.
Por primera vez ocurre el nombre de los
fariseos a mediados del segundo siglo en la época del Macabeo Jonatán
(160-143). Es el famoso historiador judío Flavius Josefus el que los reduce a
ese tiempo (Ant. XIII 5, 9), siendo probablemente los predecesores de ellos los
llamados “asideos” (piadosos), que eran hombres de los más valientes de Israel
y celosos todos de la Ley (I Mac. II, 42), pero que fueron perseguidos por
Alcimo (I Mac. VII, 16).
Ya bajo el gobierno de Juan Hircano
(135-104) los fariseos lograron subir al poder, pero sin alcanzar a mantenerse;
al contrario, el tirano Hircano, después de someter a los idumeos y derrocar el
templo de los samaritanos en el monte Garicim, renegó enteramente de las
costumbres de sus padres, adoptando una conducta contraria a la Ley; lo que
provocó la resistencia encarnizada de los mismos fariseos que antes fueron sus
más valientes compañeros de armas.
El segundo sucesor de Juan Hircano,
Alejandro Janeo intentó vencer definitivamente la resistencia de los rebeldes,
desencadenando una persecución terrible contra los fariseos, los cuales no sólo
sucumbieron sino acabaron por ser objeto de las torturas más exquisitas ya que
ochocientos de ellos fueron crucificados en el momento en que el rey celebraba
la fiesta triunfal. Pero las víctimas se vengaron, no dando tregua al
triunfador, ni de día ni de noche, de modo que el rey atormentado de
remordimientos antes de su muerte aconsejó a su mujer Alejandra reconciliarse
con sus adversarios para no perder el trono. La viuda Alejandra (76-67)
accediendo al deseo del moribundo, llamó a los fariseos al gobierno, entregando
a la vez, la dignidad de sumo sacerdote a su propio hijo Hircano II. Este
Hircano es el primer sumo sacerdote que dependía del partido de los fariseos.
Deben, pues, los fariseos la subida al
poder a su incontestable heroísmo; a su valentía en las batallas; a su
tenacidad y fanatismo. No es menester acentuar que la aureola de héroes les
valió un prestigio extraordinario a los ojos del pueblo judío. Por tanto no es
extraño si algunos a los fariseos les llaman los nacionalistas,
tradicionalistas, conservadores, patrióticos, celosos, mientras que los
saduceos más o menos corresponden a los liberales y masones de nuestra época. El
ideal de los fariseos era reconstruir y conservar la nación sobre el fundamento
de las tradiciones y costumbres de los padres. De aquí su lucha contra los
extranjeros, los Romanos, que desde el año 63 dominaban en Palestina. De aquí
también su trágica enemistad a Jesús, el verdadero Salvador de su gente. No
cabe duda que Jesús habría podido ganar a los fariseos, si se hubiese adherido
a las aspiraciones nacionales de ellos. Pero ¿cómo entonces se habría realizado
el reino de Jesucristo? En lugar del Mesías del género humano, habría resultado
sólo un Mesías político de la nación judía. Precisamente por sus falsas ideas
políticas, nacionalistas y racistas chocaron los fariseos con el Mesías, pues
esperaban con todas las fibras del corazón, y aún siguen esperando hoy día la
reunión de los dispersos restos del pueblo judío.
Además de cultivar un extremo
nacionalismo, los fariseos se enredaban en un tradicionalismo religioso no
menos extremo, que tarde o temprano tenía que provocar un conflicto con el
Señor. Las tradiciones fomentadas por los fariseos, por varios conceptos no
estaban de acuerdo con la Ley de Moisés ni con los demás profetas; al
contrario, muchas de ellas pugnaban con la religión legítima de Israel.
¡Cuántas veces Jesucristo intentaba persuadir a sus enemigos cegados de que las
tradiciones a las cuales se aferraban, estaban en pugna con la religión que no
consiste en mil preceptos sutiles sino en “espíritu y vida” (Juan VI, 63). Aquí
se manifiesta la vinculación funesta con los escribas que no se cansaban de
inventar nuevos preceptos, nuevas fórmulas, nuevas cargas para los hombros de
la pobre gente, sin que ellos mismos las tocasen con la punta del dedo (Luc.
XI, 46).
Nótese bien: No era la escasez o falta
de fe en lo que consistía el pecado de los fariseos, sino antes la ampliación y
exageración de la fe mediante las tradiciones. Contrariamente a los saduceos
creían en la inmortalidad del alma, en la vida eterna, en la existencia de los
ángeles, en la libertad de la voluntad humana; lo que los caracteriza como la
crema del pueblo judío. ¡Qué tragedia de la suerte! ¡Considerándose a sí mismos
como los hijos legítimos de la fe de Abrahán, desfiguraban la fe a expensas del
espíritu hasta tal punto que no comprendieron más la doctrina de la vida interior
que Jesús predicaba.
Es el Evangelista Marcos el que en el
séptimo capítulo de su Evangelio destaca de manera clarísima el uso
supersticioso que hacen las fariseos de las tradiciones, y al revés el descuido
de la observancia de los mandamientos de Dios que cometían sin pestañar:
“Porque los fariseos, como todos los judíos, nunca comerán sin lavarse a menudo
las manos, siguiendo la tradición de los mayores. Y si habían estado en la
plaza, no se ponían a comer sin lavarse primero; y observan otras muchas
ceremonias que habían recibido por tradición, como las purificaciones de los
vasos, de las jarras, de los utensilios de metal y de los lechos” (Marc. VII,
3-4).
¡Cómo, por ejemplo, los fariseos
degeneraban el sábado! Cuando, un día sábado, los discípulos, teniendo hambre,
empezaron a coger espigas y comer los granos; o cuando el Señor curó en el día
de sábado a un hombre que tenía seca la mano, consideraban tal hecho como obra
servil y pecado mortal. En verdad, quien cree que el hombre se hizo para el sábado,
y no el sábado para el hombre; quien en día de sábado, saca fuera una oveja de
la fosa, y no un hombre, ignorando que un hombre vale más que una oveja; quien
no se deja enseñar ni siquiera por “argumenta ad hominem”, tal hombre no se
puede convertir.
¿Es de extrañar, pues, que los fariseos
pagasen diezmos hasta de la hierbabuena, y del eneldo, y del comino (Mat.
XXIII, 23), y que llevasen las Palabras de la Ley de Moisés en filacterias o
trocitos de pergamino, en las cuales estaban escritas sentencias de la Ley
mosaica (Mat. XXIII, 5)?
Los pergaminos cuidadosamente plegados y
colocados en cajitas de cuero se ataban a la frente y al brazo izquierdo, en
cumplimiento de las malinterpretadas palabras: “Y será como una señal de tu
mano, y como un recuerdo ante tus ojos, a fin de que la Ley del Señor esté
siempre en tu boca” (Éx. XIII, 9), así como las franjas que llevaban los
fariseos en las cuatro extremidades del manto, traen su origen de Num. XV,
38-39: “Habla con los hijos de Israel, y les dirás que se hagan unas franjas en
los remates de sus mantos, poniendo en ellos listones de jacinto, para que
viéndolas se acuerden de todos los mandamientos del Señor, y no vayan en pos de
sus pensamientos, ni pongan sus ojos en objetos que corrompan su corazón”.
De tal formalismo no tendríamos que
hablar, si no hubiese sido acompañado de una vanidad más que arrogante. Los
fariseos son los “ciertos hombres que presumían de justos y despreciaban a los
demás” (Luc. XVIII, 9); son “los hipócritas, que de propósito se ponen a orar
de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los
hombres” (Mat. VI, 5), y “que desfiguran sus rostros, para mostrar a los
hombres que ayunan” (Mat. VI, 16) y “todas sus obras las hacen con el fin de
ser vistos de los hombres” (Mat. XXIII, 5).
Todavía hoy vibra en nuestros oídos el
ay lastimero con que Jesús anatematizó al farisaísmo: “¡Ay de vosotros escribas
y fariseos hipócritas! que devoráis las casas de las viudas con el pretexto de
hacer largas oraciones: por eso recibiréis sentencia más rigurosa. ¡Ay de
vosotros escribas y fariseos hipócritas! porque andáis girando por mar y
tierra, a trueque de convertir un gentil, y después de convertido, le hacéis
digno del infierno dos veces más que vosotros. ¡Ay de vosotros guías ciegos!
que decís: El jurar uno por el templo no es nada, más quien jura por el oro del
templo, está obligado” (Mat. XXIII, 14-16).
¡Basta con esto! De veras; nunca había
entre hombres más antagonismo que el que separaba a Jesús de los fariseos;
jamás las divergencias de opiniones eran tan inconciliables como entonces en
Palestina. El choque fué inevitable; pero la Divina Pro-videncia dejó el primer
triunfo a los fariseos, para reservar el triunfo final a la causa de
Jesucristo. Y no se olvide jamás: el que abrió camino más ancho a la verdad
cristiana, fue fariseo: San Pablo.
Los fariseos han muerto. Con la caída de
Jerusalén, en el año 70, decayó por siempre el sueño dorado de los fariseos de
Palestina. Miles y miles de los que asesinaron a Jesucristo, murieron clavados
en las cruces, con que el vencedor romano había rodeado la ciudad santa; el
resto se vendió en el mercado de esclavos en Hebrón. Pero no murió el
fariseísmo. Vive todavía el formalismo de los fariseos en el Talmud y otros
libros judíos; vive su materialismo religioso, su odio a Jesucristo y su
fanatismo. El “Sionismo” que está llevando a los judíos a Palestina, no es más
que el último resabio del farisaísmo.
¿Y el fariseísmo entre los cristianos?
No hablemos de este triste capítulo. Sin duda: donde domina un formalismo o
materialismo religioso, allá florece el fariseísmo. Y así como los fariseos se
consideraban como la flor del judaísmo, los fariseos de hoy se tienen por
buenos cristianos.
(Revista Bíblica n° 1, pags. 15 ss.)
Recibir
I
El alma cristiana ha sido definida como
“la que está ansiosa de recibir y de darse". Es decir, ante todo alma
receptiva, femenina por excelencia, como la que el varón desea encontrar por
esposa. Tal es también la que busca -con más razón que nadie- el divino Amante,
para saciar su ansia de dar. Por eso el tipo de esta perfección está en María:
en la de Betania, que estaba sentada, pasiva, escuchando, es decir recibiendo;
y está sobre todo en María la Inmaculada, igualmente receptiva y pasiva, que dice
Fiat: hágase en mí; que alaba a Dios porque se fijó en Ella, que se siente
dichosa porque Otro hizo en Ella grandes cosas; y que, en su Cántico, proclama
esa misma dicha para todos los que están vacíos, porque se llenarán de bienes
("esurientes implevit bonis"), en tanto que los llenos quedarán
vacíos.
María Virgen es la receptiva por
excelencia, la que recogía todas las palabras divinas repasándolas en su
corazón (Luc. II, 19 y 51). Y su Hijo la proclama dichosa por eso, más aún que
por haberlo llevado en su seno y amamantado: porque escuchó la Palabra de Dios
y la guardó en su Corazón (Luc. XI, 28). Este arquetipo de alma cristiana, que
vemos encarnado en María Santísima y en María de Betania, no es otro que el
tipo de la Esposa, la Sulamita del Cantar. "Yo soy toda de mi amado y él
está vuelto hacia mí". (Cant. VII, 10). Es decir, él da y yo recibo; él
habla y ya escucho; él me da y yo me le doy.
Recibir y darse. Este tipo receptivo es
el que Dios busca siempre en la Sagrada Escritura: primero en Israel, a quien
Yahvé (el Padre) llama tantas veces su esposa; luego, en la Iglesia, a quien el
Hijo amó y conquistó para esposa (Juan III, 29; Ef. V, 25 y 27; Apoc. XIX, 6-9;
XXII, 17); y también, exactamente lo mismo, en cada alma; no sólo en los
arquetipos que hemos visto en las dos Marías, sino en cada uno de los
cristianos: porque a todos y a cada uno dice San Pablo: "Os he desposado a
un solo Varón para presentaros como una casta virgen a Cristo" (II Cor.
XI, 2).
II
Pero hay más. En la doctrina paulina del
Cuerpo Místico, solamente suele pensarse en Jesús como Cabeza de la Iglesia
toda, y no se recuerda un pasaje fundamental donde San Pablo revela y enseña
que Cristo es igualmente cabeza de cada uno de nosotros, y lo dice como cosa
que no debe ignorarse: "Quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo
varón, como el varón es cabeza de la mujer" (I Cor. XI, 3). Y en otra
parte expresa el mismo concepto: “Todas las cosas son vuestras, pero vosotros
sois de Cristo" (I Cor. V, 22 s.); como diciendo: Todo te lo da el Esposo,
como a una reina, y sólo piensa que tú seas toda suya, es decir, que no le des
tus bienes (que nada valen), sino tu corazón, que tampoco valdría nada en sí
mismo, pero que para El vale mucho, tan sólo porque El te ama.
En esta última frase de San Pablo,
después de decir: "Vosotros sois de Cristo", agrega algo asombroso:
"Cristo es de Dios"; con lo cual se nos da la suma prueba de cuanto
venirnos diciendo sobre esa exigencia de Dios que no pide sino que nos vaciemos
para que El nos llene. Tal es el sentido de la condición que Jesús puso a sus
discípulos: negarse a sí mismos, o sea no venirle con suficiencias propias. Y
esto lo practicó El mismo con el Padre, pues nos dice San Pablo que no obstante
su condición de ser igual a Dios, se despojó a Sí mismo tomando la forma de
siervo (Fil. II, 6 s.).
Y de aquí que Jesús nos resulta, frente
al Padre, el modelo sumo de esta espiritualidad de niño o infancia espiritual,
cuya actitud es exactamente la de recibir y de darse. El que no tiene nada, recibe;
y no da, sino que se da a sí mismo, a falta de otra cosa que dar. De aquí viene
el encanto con que recibimos a un niñito que nos tiende los brazos para que lo
tomemos en los nuestros. ¡Feliz el alma que delante del Padre puede estar
siempre en esta actitud, a ejemplo de Cristo! Para eso, para enseñarnos este
secreto, El, a quien el Padre dio el tener la vida en Sí mismo (Juan V, 26),
desapareció hasta anonadarse delante del Padre:
"Nada puede hacer el Hijo sino lo
que ve hacer al Padre" (Juan 5, 19).
“El Padre ama al Hijo y le muestra todo
lo que hace" (íbid. 20).
"Yo por Mí mismo no puedo hacer
nada” (ibid. 50).
"El que cree en Mí no cree en Mí
sino en Aquel que me envió" (Juan XII, 44).
"Porque yo bajé del cielo no para
hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me mandó" (Juan VI, 38).
"El Padre, que está en Mí, El hace
las obras” (Juan, XIV, 10).
"Yo no busco mi gloria. Hay quien
la busca (el Padre)" (Juan VIII, 50).
Recordemos, en fin, que se pasaba las
noches adorando a su Padre (Luc. VI, 12). Y que al final de todos los tiempos,
cuando el Padre le haya sometido todas las cosas, el mismo Hijo se sujetará al
Padre para que El sea todo en todo (I Cor. XV, 28). Eso es, pues, Dios: el
Padre, el Creador, el Señor, porque su Nombre es Yahvé, es decir "El que
es" (Ex. III, 14).
III
Y nosotros, los que "somos
nada" (Gál. VI, 3), tenemos esa otra vocación propia de nuestra
insuficiencia: la de ser niño. ¡Dichosa insuficiencia, que nos hace recibir del
Padre los mimos de un hijito!
¿Pensará alguien que puede haber en esto
falta de virilidad? Todo lo contrario. Juan, el contemplativo, fué el único que
estuvo al pie de la cruz, "con María, su Madre''. Fué llamado "hijo
del trueno”, y tuvo que ser contenido porque quería mandar fuego del cielo sobre
los enemigos de Cristo. ¿O pensará alguien que puede haber en esto falta de
actividad o de fruto? Nada más lejos de la realidad. María, la contemplativa,
fué la única que ungió al Señor estando aún en vida, y la que estuvo también
con Juan al pie de la Cruz, y la primera que fué al santo Sepulcro, y la que
evangelizó la Resurrección a los Apóstoles, fugitivos e incrédulos.
Es que las obras vienen del amor, y éste
de la fe, o confianza. Y sin ese amor "en vano dará uno a los pobres todos
sus bienes o arrojará su cuerpo a las llamas” (I Cor. XIII, 3).
Porque Dios quiere ser servido como a El
le agrada y no como a nosotros nos parece. Y lo que a El le agrada es dar, por
lo cual nos quiere siempre dispuestos a recibir de El como pobres, y no a
alardear como ricos. ¿No es ésta la primera de las Bienaventuranzas? Y si Jesús
declara que es más dichoso dar que recibir (Hech. XX, 35), ¿no ha de ser el
Padre el primero que quiere gozar de esa perfección? De ahí que nada le ofenda
tanto como el dudar de su amor por nosotros. De ahí que Jesús declare la fe
como medida de sus dones: "Según vuestra fe, así os sea hecho" (Mat.
IX, 29). De ahí que en esta actitud de recibir y darse, como una esposa, está
el más alto grado de la espiritualidad cristiana: lo que se llama, en mística,
"matrimonio espiritual".
(Espiritualidad Bíblica, 1949).