Ramón Doll (1896-1970)
En
un libro sobre abogacía, de Rafael Bielsa, el autor trilla, aunque muy
ligeramente, el tema que ha preocupado ya a muchos otros tratadistas de la
materia. ¿Son los abogados los hombres más indicados para intervenir en
política, para dirigir los negocios públicos?
Con
algunas reticencias, Bielsa se inclina a considerarlos como los más indicados,
y dice que “la versación jurídica del abogado le da cierto ascendiente en todo
aquello que sea ciencia de gobierno”. Y en otra parte afirma que “en América el
papel del abogado ha sido, sin duda, más eficaz que en los viejos pueblos de
Europa.
Desentendiéndonos
del resto del libro, que sólo ofrece interés para algunos alumnos de Derecho
procesal de la Facultad, digamos que Bielsa ha perdido la oportunidad de
formular contra el gremio de abogados el cargo más grave: el de su absoluta
incapacidad e ineficacia para gobernar y actuar en política.
Los
abogados en la política argentina han sido sencillamente nefastos. Es curioso que,
así como se ha trabajado a la opinión pública durante muchos años para enseñarle
a temer al militarismo (predominio en el gobierno de un espíritu profesional
que encarnan los militares), no se haya denunciado nunca y se haya silenciado
arteramente este otro espíritu profesional, mucho más antisocial, y que podría
llamarse el curialismo, producto de la abundancia de abogados en el manejo de
la cosa pública. Gremio por gremio, es mucho más peligroso el de los abogados
que el de los militares, cuando interviene en política; y en la República
Argentina bastaría recordar que, hace apenas un siglo, mientras los militares
ganaban con su espada la Banda Oriental, los abogados la perdían como unos
imbéciles ante la diplomacia brasileña.
Digamos,
a fuer de sinceros, que militarismo no ha existido nunca en nuestro país, y, en
cambio, curialismo o abogadismo eso sí ha existido desde el 53 en adelante.
¿Quién puede negarlo? Ese tipo de político curial, siempre con estudio abierto
y banca perenne en la Cámara de Diputados, ¿no ha proliferado en el país, no ha
sido desiderátum de varias generaciones de muchachos argentinos que aprendían
en la Universidad y en las alharacas de la reforma el arte de la demagogia y
del negocio curialesco a un tiempo mismo? ¿No es la Facultad de Derecho
semillero de diputados nacionales que reparten su tiempo entre la banca y el
estudio o bufete?
No
podemos hacer excepciones con ningún partido político, por más que algunos
conductores como Juan B. Justo hicieron lo posible por retraer a los abogados
del Partido de intervenir en litigios privados.
Mas
no es nuestro propósito aconsejar aquí normas que pueden pertenecer a la ética
profesional. Prohibir o no prohibir a los abogados que ocupan cargos públicos
el ejercicio de la profesión es asunto mediano, y el mismo Bielsa se muestra
reservado en esa materia y aconseja por ahí una magra restricción de bien poca
importancia.
Lo
que sostenemos es que el gremio abogadil conforma la mentalidad de sus miembros
de tal manera que los hace ineptos, peligrosos y perjudiciales, para la cosa pública.
Considérese
que el abogado tiene por función propia la defensa de lo particular, lo
individual, lo excepcional, diríamos. Al hablar así no queremos decir que el
abogado tenga por misión defender todo aquello que se halle en pugna con la
llamada cosa pública o con lo que suele denominarse interés público o social,
por oposición a los derechos de los particulares. No. Sabemos que la protección
de los intereses particulares es también de alto interés público o social. Lo
que queremos decir es que el abogado tiene forzosamente que perder de vista y
se acostumbra a desentenderse de toda preocupación sobre los intereses
generales de la sociedad, porque su oficio lo habitúa profesionalmente a poner su
atención en el beneficio o ventaja individual que una norma general proporciona
a su cliente.
Un
ejemplo: en toda causa criminal la misión genuina del abogado es tratar de que
el criminal escape a sanciones penales que, sin embargo, son de alto interés público
y que velan por la tranquilidad y el orden de la población. Es cierto que
también hay un no menos alto interés público en que todo acusado se defienda,
para evitar la condena de un inocente, pero, en rigor, el abogado tiene que
perder de vista esa finalidad de la defensa para concretarse a obtener la
libertad, aun de un criminal. En suma, el abogado no puede contemplar más que
derechos subjetivos. Profesionalmente no entiende de otros.
Se
dirá que todas las profesiones habitúan a lo mismo, y el médico o el curandero
subordinarán también la interpretación de una ley de higiene pública a sus
hábitos e incurrirían en esa limitación; en cuanto a las demás medidas de orden
público, se convierten en el buen hombre de la calle, capaz de juzgar y aplicar
desinteresadamente —sin anteojeras profesionales— los actos de gobierno. El
abogado, en cambio, tiene por oficio juzgar y, en cierto modo, aplicar todas
las leyes, de manera que en la interpretación y aplicación de todas las leyes,
su limitación, su miopía y su concepción unilateral del orden jurídico, lo
inhabilitan para la defensa desinteresada y apasionada de la ley, en cuanto
ésta corporiza un bien general y público y contiene exigencias de la población
entera.
Recuerdo
la sorpresa que hace años me causó verlo al doctor Antonio de Tomaso defender
en los tribunales una interpretación de la ley de alquileres que la desvirtuaba
por completo y la convertía en letra muerta, porque retiraba a los inquilinos
las ventajas que de Tomaso mismo había preconizado en la Cámara. Y en realidad
la contradicción no provenía de ninguna inconsecuencia o inconducta en el
mencionado legislador, sino simplemente de la incompatibilidad que hay entre
las funciones del político, defensor de intereses difusos en la masa, y del
abogado, defensor de un interés concreto y localizado, cuyo triunfo es de
rigurosa ética profesional hacerlo prevalecer aun sobre aquellos intereses
generales de la masa. No es que el abogado que defiende un interés particular
frente al bien público sea un hombre inmoral; al contrario. Es un profesional
perfectamente honesto, puesto que está cumpliendo nada más que con su deber.
Pero ese mismo abogado es seguro que carece de horizontes para conducir la
política si no cambia de piel como la serpiente, abandona absolutamente su
bufete, y se somete a rudos ejercicios y disciplina mental severísima para
arrojar ese hábito del negocio y de la ventaja individual que enseña la
abogacía.
Varios
han sido los males de la excesiva intromisión de los abogados en la política argentina.
Ninguno
más grave que el de haber imbuido a nuestros gobiernos con la idea de que la
Constitución es un frío engranaje de ruedas dentadas, poleas y aparatos de
relojería, que marca la legalidad o ilegalidad de una medida de gobierno,
echando por la ranura una moneda de oro con que se pagan las consultas de los
grandes abogados. Siempre ha habido en las cámaras, en los ministerios y en los
tribunales, un constitucionalista agazapado con los tres tomos de González
Calderón por escudo, para aniquilar los efectos de una ley de bien público so
pretexto de que el artefacto mecánico marcaba cero. La idea de que la
Constitución es un organismo vivo, fecundante, que acciona y reacciona sobre la
realidad social; en una palabra: la idea de que la Constitución es un
instrumento político que se acomoda a las más palpitantes cuestiones del
momento, de acuerdo con la inteligencia y previsión de los gobernantes, es
aborrecible para los abogados, que mantendrán lo contrario mientras se crea que
el fallo de Marbury v. Madison, dictado hace ciento treinta años en un país
extranjero, puede servir de algo en nuestro país.
Los
abogados han llevado a la política argentina el abominable aire,
superficialmente agitado, de los negocios. La verdad es que ningún gobernante,
desde cincuenta años a esta parte, tiene aquel estremecimiento civil y cívico
de nuestros hombres de antes, aquella vida interior, aquella dignidad e
inquietud patriótica que sólo se afina y se macera en una larga soledad y en
prolongada paciencia. Un hombre que toda la mañana y la mayor parte de la tarde
se lo ha pasado en el tráfago de los grandes bufetes de abogado, en consultas
telefónicas y cablegráficas, en el ajetreo tribunalicio, en el negocio, en el
pleito, llega a las horas de la tarde con un ánimo bien ajeno a las grandes
preocupaciones de nuestra nacionalidad, de nuestro porvenir y de nuestra
posteridad.
Y
sin embargo, casi todos los grandes abogados argentinos, más o menos a la hora
de la oración, van o han ido a ocupar sus bancas de diputados y, acaso, sus
despachos de ministros.