Dice
la Epístola de hoy: No somos deudores a la carne, para que vivamos
conforme a la carne. Somos deudores de Dios: todo se lo debemos a
Dios, que nos ha creado y nos ha dado todo lo que poseemos. Somos deudores de
Dios y somos de Dios. No nos pertenecemos.
Si
vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las
obras de la carne, viviréis. Viviendo conforme
a la carne moriremos espiritualmente. La muerte física
es la separación del cuerpo y el alma. La muerte espiritual es la separación
del alma y Dios, y sucede cuando cometemos un pecado grave. Si vivís
conforme a la carne, moriréis: moriremos en la tierra con la
muerte que produce el pecado y después moriremos con la muerte de la
condenación eterna. Pero si con el espíritu hacéis morir (o
mortificáis) las obras de la carne, viviréis: es decir, para
vivir debemos vencer con las fuerzas espirituales que nos vienen de Dios las
obras que provienen de los impulsos de la carne, a fin de que esas malas obras
no nos maten espiritualmente. Si combatimos esforzadamente contra la carne y la
vencemos, viviremos con la vida de la gracia en esta tierra y con la vida de la
gloria en el cielo.
Tres son los enemigos del alma: demonio, mundo y carne, pero sólo la carne nos combate desde dentro. El demonio y el mundo nos combaten desde fuera, apoyándose en la carne, nuestro enemigo interno, y de este modo todos nuestros pecados provienen de la carne. Se suele creer que sólo los pecados de impureza son pecados de la carne. No. La mujer que es casta pero chismosa, es una mujer carnal. El casto pero avaro, es un hombre carnal. El que no peca contra la pureza pero tiene un carácter que lo hace intratable, es carnal. La mujer casta que tiene una piedad sentimental (buscando en la religión sentimientos agradables; buscándose entonces a sí misma, no a Dios) es carnal. El sacerdote piadoso, muy “rezador”, pero cobarde, es carnal. Etc.
Porque
no siempre cumplimos la voluntad de Dios, somos en parte carnales y en parte
espirituales. Hay mezcla en nosotros, y según sea que predomine en nosotros lo
carnal o lo espiritual, se nos puede calificar de “carnales” o de
“espirituales”.
Dice
San Pablo que los que son de Cristo Jesús han crucificado la
carne (Gal 5, 24). Esos son los espirituales. Manifiestas
-dice- son las obras de la carne: fornicación, impureza, impudicia,
lujuria -pero además de estos pecados de impureza- idolatría,
hechicería -y también- enemistades, contiendas, celos,
iras, riñas, disensiones, sectarismos (o partidismos), envidias,
homicidios, embriagueces, comilonas, y otras cosas semejantes, sobre las
cuales os prevengo -agrega- que los que tales cosas
hacen -alguna de ellas- no entrarán en el reino de Dios. En
cambio -termina diciendo- el fruto del Espíritu es: caridad,
gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad (constancia o
igualdad de ánimo), mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad (Gal
5, 19 - 23). Esto es lo que caracteriza a las almas espirituales.
Estamos,
entonces, en guerra, desde que nacemos, contra nosotros mismos, contra una
fuerza que hay dentro de nosotros y que nos quiere dominar y esclavizar: la
carne. Y en esta guerra se vence negando a la carne lo que pide, no cediendo a
las exigencias de la carne y, a veces, dándole lo contrario de lo que quiere:
lo desagradable, porque la carne siempre quiere lo que agrada al hombre sin
considerar lo que agrada a Dios. Dice la Imitación de Cristo: en
resistir a las tentaciones se halla la verdadera paz del corazón, y no en
seguirlas. Exactamente lo contrario dicen los psicólogos: para tener
paz debemos satisfacer todos nuestros impulsos, debemos darle a la carne lo que
exige. Cuidado. Los padres que consienten excesivamente a sus hijos, por
ejemplo en materia de comidas, los crían carnales, fortalecen en ellos la carne
y los guían, de este modo, al infierno. Esto de la condescendencia excesiva de
los padres respecto de los hijos, es un problema muy común en el mundo
moderno.
Todos
los católicos necesitamos combatir esa rebelión de la carne contra el espíritu,
y para conseguir la victoria debemos someter nuestros impulsos a la razón y a
la fe, lo cual es imposible si no nos hacemos violencia: el reino de
los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan (Mt 11 12).
También dice N. Señor: el que quiera venir en pos de Mí, que se
niegue a sí mismo (Mc 8, 34): la mortificación o abnegación, el
combate contra los propios impulsos o deseos que se oponen a Dios, es,
entonces, obligatorio para todos los que quieran seguir a Cristo. Esto lo
comprende sólo el que ama a Cristo, el que verdaderamente lo quiere seguir, el
que realmente quiera venir en pos de Mí.
Pero
para que esta lucha sea eficaz no basta con refrenar sólo los deseos ilícitos,
sino muchas veces también los lícitos, como cuando para enderezar algo lo
torcemos hacia el lado contrario. Dice el catecismo que la mortificación consiste en dejar, por amor de Dios,
algo que gusta y aceptar algo que desagrada a los sentidos o al amor
propio. Ejemplo:
el ayuno, por el que dejamos la comida que agrada y soportamos el hambre que
desagrada. Muchos (especialmente mujeres) aguantan el hambre y son capaces de
grandes sacrificios por la salud o la belleza del cuerpo, y sin embargo casi
nadie soporta apenas un poco de hambre por la salud del alma, ¿cierto? Pero dice
el sabio Kempis: refrena la gula y fácilmente refrenarás
toda inclinación de la carne. Muchos recaen constantemente
en los mismos pecados mortales por falta de mortificación: por nunca privarse,
por amor a Dios, de lo placentero. Además de ser indispensable para someter a
la carne al espíritu, la mortificación también se debe practicar como
reparación de los pecados pasados: “si no hacéis penitencia, todos
pereceréis igualmente”, dice Nuestro Señor en Lc. 13, 5. Nos podemos
mortificar soportando el hambre, el frío, el calor, la enfermedad, la pobreza,
las injusticias, el desprecio, el trato con personas que nos desagradan,
privándonos de la televisión, de la música, de ciertas comodidades y mil
etcéteras. En la vida cotidiana de los laicos hay muchísimas ocasiones de
mortificación.
N.
Señora de la Salette decía: los
jefes, los guías del pueblo de Dios han despreciado la oración y la penitencia,
y el demonio les ha ofuscado la inteligencia; se han transformado en estrellas
errantes que el viejo diablo arrastrará con su cola para hacerlos perecer. Profecía cumplida en nuestros tiempos, en el clero
conciliar, que por obra del diablo ya no predica la mortificación o penitencia
ni enseña los principios de la verdadera oración cristiana.
Y
en Fátima: hemos visto al lado de Nuestra Señora -relata Sor
Lucía- a un Ángel con una espada de fuego en la mano izquierda;
centellando emitía llamas que parecía iban a incendiar el mundo, pero se
apagaban en contacto con el resplandor que Nuestra Señora irradiaba con su mano
derecha dirigida hacia él; el Ángel, señalando la tierra con su mano derecha,
dijo con fuerte voz: ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia! Pero, con voz
igualmente fuerte, el mundo responde en macabro coro con la Jerarquía católica:
¡libertad, libertad, libertad!
Termina
diciendo San Pablo en la Epístola de hoy: el mismo Espíritu [de
Dios] da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si
somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo,
siempre que suframos juntamente con él, para ser glorificados con
él.