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miércoles, 26 de marzo de 2014

REGLAS CATÓLICAS PARA LA LECTURA DE LA SAGRADA ESCRITURA - MONS. STRAUBINGER





Como poseemos en el magisterio infalible de la Iglesia la próxima y última regla de nuestra fe, la lectura de la Sagrada Escritura no es requisito indispensable para nosotros. Sin embargo, desde los tiempos de los apóstoles hasta las más recientes manifestaciones de las autoridades eclesiásticas, fue inculcado y sigue siendo inculcado el leer y estudiar las Escrituras a fin de profundizar la fe y ampliar y arraigar los conocimientos religiosos, y principalmente, para conocer la persona, vida y doctrina de nuestro Salvador Jesucristo. “Ignora a Cristo quien ignora las Sagradas Escrituras.” (San Jerónimo).
Más aun insiste San Juan Crisóstomo en la lectura del libro divino, por ejemplo en su primera homilía a la Epístola de San Pablo a los romanos: “Como los ciegos se hallan incapaces de ir derecho, así los privados de la luz que resplandece de las Escrituras Divinas, yerran continuamente puesto que caminan en espesas tinieblas.”
¡Ay de los muchos que hoy en día recorren los caminos de un mundo tempestuoso sin la luz del Evangelio!

I.               Leamos la Sagrada Escritura con espíritu de fe.

El hombre que vacila en la fe, “es semejante a la ola del mar alborotada y agitada por el viento, acá y allá” (Santiago 1, 6). El hombre de ánimo doble, que está dividido entre Dios y el diablo, es inconstante en todos sus caminos. En vez de enseñarle y consolarle, la palabra de Dios le sirve para su ruina.
¡Cuántas veces Nuestro Señor no ha insistido en la necesidad de la fe!: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase conforme tú lo deseas. Y en la misma hora la hija quedó curada.” (Mat. 15, 28). Negó el médico divino varias veces su ayuda por faltar la fe, por la incredulidad de los suplican­tes. “Tenéis poca fe... si tuviereis fe, como un granito de mostaza, podréis decir a este monte: Trasládate de aquí a allá, y se trasladará y nada os será imposible.” (Mat. 17, 19). Jamás olvidemos el lamento del Señor: “¡Oh raza incrédula y per­versa! ¿hasta cuándo he de vivir con vosotros? ¿hasta cuándo habré de sufriros?” (Mat. 17, 16).

II.            Leamos la Sagrada Escritura con espíritu de humildad.

Los misterios del reino de Dios no se revelan a la sabiduría puramente humana, por grande que sea el genio de sus maestros, sino sólo a los humildes. La humildad, la virtud de los pequeños es indispensable, para que el lector de la Biblia saque los valores intrínsecos del libro de los libros. Hay que volver a ser niño; hay que exponerse con espíritu sencillo e inocente a los rayos de la luz que, por falta de nombre adecuado, definimos con el nombre de misterios.
De otro modo no podríamos comprender el espí­ritu del Evangelio, ni aplicarlo a la vida: “En verdad os digo, que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mat. 18, 3). Y para grabar esta amonestación en los corazones de sus discípulos, Jesús llamando a un niño y colocándolo en medio de ellos, les dio una lección más elocuente que todas las palabras.
“Quien se humillase, será ensalzado.” (Mat. 23, 12). Quien con espíritu de niño se acerca a los tesoros de la Sagrada Escritura, los conseguirá. A los demás, los orgullosos y presumidos, los pre­suntuosos y ambiciosos se les cierra la puerta.
Saca, pues, saca, alma mía. El pozo es pro­fundo; y jamás se agotará.

III.         Leamos la Sagrada Escritura con el propósito de reformar nuestra vida.

La senda que conduce a la vida eterna, es estrecha, mientras que el camino que conduce a la perdición, es ancho y espacioso (Mat. 7, 13-14). ¿Quién será nuestro guía en la estrecha senda? Abre el Evangelio, lee las Escrituras; medita un ratito sobre las enseñanzas que te brinda el Evangelio en cada página; y encontrarás al guía que te hace falta. La palabra de Dios es uno de los medios más apropiados para nuestra salvación; sólo que debemos ponerla en práctica, como dice Santiago: “Recibid con docilidad la palabra ingerida que puede salvar vuestras almas. Pero habéis de ponerla en práctica, y no sólo escucharla, engañándoos a vosotros mismos. Porque quien se contenta con oír la palabra, y no la practica, este tal será parecido a un hombre que contempla al espejo su rostro nativo y que no hace más que mirarse, y se va y luego se olvida de cómo está.” (Santiago 1, 21-24). El Evangelio es, pues, el espejo en que hemos de contemplar el semblante de nuestra alma, para ver las faltas que la manchan. Si no, somos como aquel hombre olvidadizo que se engaña a sí mis­mo, no sabiendo cuál es su rostro.
Reformar la vida, conformar la conducta a los preceptos del Evangelio; he aquí los frutos más provechosos de la lectura del Evangelio. Leyén­dolo, meditándolo dejamos de ser injustos, menti­rosos, avaros, orgullosos. La palabra de Dios penetra en el alma como una espada de dos filos (Hebr. 4, 12), que ha de apartar a los malos de los buenos; que va a despertar a los ociosos y rechazar a los presuntuosos; que está destinada a humillar a los doctos vanidosos, pero a satis­facer a quien con razón recta y pura busca a Dios y la salud eterna.
¡Ojalá busquemos con toda el alma esa fuente de regeneración moral!

IV.          Leamos la Sagrada Escritura todos los días.

¿Por qué todos los días? ¿No bastaría leer la Biblia una sola vez, como los otros libros, y des­pués depositarla en la biblioteca? No, amigo mío. La Sagrada Escritura es un libro de categoría superior, y no como los demás de tu biblioteca, muchos de los cuales, una vez leídos no valen más que el polvo que los cubre.
Hallábase en Alejandría, en Egipto, la más rica biblioteca que se conocía en la antigüedad, una verdadera maravilla de riqueza literaria. Sin em­bargo, los musulmanes cuando ocuparon aquella ciudad, arrojaron al fuego todos los libros de la biblioteca argumentando: o consienten con el corán (libro santo de los musulmanes) o no consienten con él. En el primer caso son superfluos, en el segundo malos.
Hay en realidad un libro de que se podría afir­mar la preeminencia que los secuaces de Mahoma atribuyen al coran. Es la Sagrada Escritura. Por tanto ya León XIII concedió indulgencias a los que leen la Sagrada Escritura: una indulgencia de 300 días para la lectura de quince minutos y una indulgencia plenaria a los que durante un mes observen tan provechosa práctica. Pío X no desea más que la lectura diaria de la palabra de Dios. Benedicto XV repite la misma intimación en la Encíclica llamada de San Jerónimo del 15 de Sept. de 1920: “Toda familia debe acostum­brarse a leerlo y usarlo (el Nuevo Testamento) todos los días.”

V.             Leamos la Sagrada Escritura en la familia.

“Donde dos o tres se hallan congregados en mi nombre, allí me hallo yo en medio de ellos.” (Mat. 18, 20). Estas palabras del Señor, además de verificarse constantemente en la comunidad de la Iglesia, siguen cumpliéndose donde quiera que dos o tres se reúnen en nombre de Jesús para la lectura común de la Biblia en la familia. ¡Qué aspecto tan hermoso! El padre, rodeado de sus hijos, leyendo en voz alta el Evangelio, y añadiendo algunas anotaciones que el sentimiento religioso y la responsabilidad paterna le dictan!
La familia que diariamente se reúne pura la lectura de la Biblia, es un pilar del temor de Dios, un fuerte fundamento de la vida religiosa y un dique contra las ideas perversas. “¡Que no haya ninguna familia sin el Nuevo Testamento” Este deseo de Benedicto XV sea para nosotros un precepto. Tan pronto como las familias se pongan a leer la Biblia, el mundo se cambiará, porque de la familia inspirada en la doctrina del Evangelio, surge el renacimiento de la humani­dad, así como la regeneración del cuerpo procede de la célula.

VI. Siete consejos para los lectores de la Sagrada Escritura.

1° Antes de leer, recoge tus pensamientos. Dios, la verdad eterna quiere dialogar contigo fami­liarmente. ¿Hay un honor más alto que conver­sar con Dios?
2° Luego pide al Espíritu Santo la gracia de entender su Palabra. Piensa que el sacerdote antes de leer el Evangelio de la misa, está obli­gado a rezar el “Munda”, el “limpia mi corazón y mis labios”.
No leas demasiado de una vez. La Sagrada Escritura no es una novela. Dios no habla por la multitud de palabras sino más bien mediante la fuerza del espíritu, infusa en las palabras de la Sagrada Escritura.
4° Después de leer hay que meditar los ver­sículos leídos. En otras palabras: no sólo estudiar el contenido sino prestar los oídos a las inspira­ciones de Dios.
Cuando no comprendas lo que lees, consulta las notas añadidas, los comentarios o a un sacer­dote. La Iglesia, y no el lector, es intérprete de la Sagrada Escritura.
Acaba la lectura con una oración y acción de gracias por las ilustraciones que Dios te ha regalado.
Escribe en un cuaderno cuanto quieras gra­bar en la memoria para leerlo repetidas veces. Así se aumenta la eficacia de la Palabra de Dios.

VII.       Pongamos el hacha en la raíz.

¿Qué es lo que debemos hacer? preguntaba la gente que salía a Juan el Bautista (Luc. 3, 10). ¿Qué exige de nosotros la situación religiosa de nuestro tiempo y país? “La segur”, responde el Bautista, “está ya puesta en la raíz de los árboles. Así que todo árbol que no da buen fruto, será cortado y arrojado al fuego.” (Luc. 3, 9). Hoy también la gente va a buscar “la salud de Dios.” (Luc. 3, 6). El gran predicador del Jordán necesita sucesores que sin cesar proclamen lo que “la voz en el desierto” proclamaba: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas.” (Luc. 3, 4). Voz en el desierto son todos aquellos que tratan de difundir la palabra de Dios transmitida en la Sagrada Escritura.
Dios, quien es el inspirador de toda actividad fecunda, conduzca nuestros pasos, a fin de que de la lectura cotidiana del Evangelio nazcan siempre más beneficios para nuestra alma y para la patria; y que así vaya a cumplirse el dicho del apóstol: Toda escritura inspirada de Dios es propia para enseñar, para convencer, para corre­gir, para dirigir en justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto, y esté apercibido para toda obra buena. (II. Tim. 3, 16-17).

Mons. Dr. Juan Straubinger.
Profesor de Sagrada Escritura.


(Tomado de “El Nuevo Testamento de Nuestro Señor Jesucristo”, Editorial Guadalupe, Bs. As., 1942).