A partir de Adán y Eva, el pecado original abre en
cada alma y en cada cuerpo humano, una espantosa y sangrante herida. Enseña la
Iglesia que por el pecado de los primeros padres "fue cambiado en peor el hombre entero, es decir, en cuanto al
cuerpo y al alma" (Concilio II de Orange). Las funestas llagas que ha
dejado en nosotros el pecado original son profundas y numerosísimas, y todos
las experimentamos cada día de nuestras enfermas vidas.
El
primer efecto de este pecado es la privación de la justicia original
(…) De este primer efecto se siguió
quedar el hombre enfermo en cuanto a todas las facultades de alma y cuerpo; y
en primer lugar en cuanto al entendimiento y voluntad. (…) La ignorancia aun de
las cosas necesarias a la conservación de la vida, la fatuidad y rudeza de
entendimiento, la dificultad en adquirir los conocimientos, la debilidad y inestabilidad
del ánimo, el continuo vagar de la mente, el atender a cosas vanas (…) con preferencia
a las útiles, importantes, y aun necesarias, son otras tantas enfermedades de
nuestros entendimientos infectos del pecado original.
No
son menos (…) las dolencias que por él padece nuestra voluntad. El amor
desordenado de nosotros mismos [egoísmo], y del que nacen las preocupaciones inútiles;
los temores, las envidias, los pleitos, riñas, contiendas, discordias,
asechanzas, guerras, y vanos temores: la dificultad en abrazar lo bueno, y
apartarnos de lo malo: la inconstancia con que nos hacemos a nosotros mismos
una guerra interna, queriendo una cosa y luego queriendo otra, la debilidad del
libre albedrío para seguir lo bueno; son todos efectos del pecado original, y
enfermedades que con él contrajo nuestra voluntad.
También
la parte sensitiva (…) recibió heridas (…), siendo la principal aquella
inclinación al pecado, que nos quedó para el combate (…) y por la cual la parte
inferior se rebela de continuo contra la superior, la carne contra el espíritu,
haciéndonos sentir en cada momento aquella ley que decía S. Pablo era
repugnante a la de su mente, y que quería reducirlo al cautiverio de la ley del
pecado.
En
cuanto al cuerpo son igualmente innumerables las desdichas y miserias en que
incurrimos por el pecado original. Por él nos vemos sujetos al hambre, a la
desnudez, a las enfermedades, dolores, tristezas, y (…) a la más terrible entre
las cosas terribles, que es la muerte, pago del pecado.
("Comp. Mor. Salmatic." V, 3).
Explica Santo Tomás de Aquino que esta enfermedad
terrible y múltiple que es el pecado original en nosotros, además del
sufrimiento y de la sujeción a la muerte -las dos llagas que afectan al cuerpo-
ha causado cuatro heridas en el alma, opuestas cada una a las cuatro virtudes
cardinales: 1) la herida de ignorancia, es decir, la dificultad para conocer la
verdad, contra a la prudencia; 2) la herida de malicia, esto es, la
debilitación de nuestra voluntad, opuesta a la justicia; 3) la herida de debilidad,
es decir, la cobardía para hacer el bien y resistir al mal, contraria a la
fortaleza; y 4) la herida de concupiscencia, esto es, el deseo desordenado de
satisfacer a los sentidos contra los dictados de la razón, opuesta a la
templanza (“Suma Teol.” I-II c. 85 a. 3).
Como aquél desdichado de la parábola del buen
samaritano, todos los hijos de hombre y mujer venimos al mundo medio muertos,
llenos de llagas y enfermos por causa del pecado original. Todos, desde Adán y
Eva y hasta el fin de mundo. Todos con una sola excepción: la santísima Virgen
María. Ninguna de estas heridas, ninguna de estas miserias del cuerpo y del
alma padeció la Santísima Virgen, porque ella nunca contrajo el pecado original.
En el Evangelio de la gran fiesta que hoy
celebramos, leemos que el arcángel Gabriel dice a la S.V. María ciertas
palabras que vamos a explicar brevemente:
Salve, llena de gracia,
empieza diciendo el ángel. Llena de
gracia: si la gracia se da a los demás con cierta medida, a la escogida
desde todos los siglos para ser Madre de Dios se le ha dado en toda su
plenitud. Está llena de la gracia santificante, de los dones del Espíritu Santo,
de todas las virtudes. Todo en ella agrada a Dios. Su concepción fue inmaculada. Este es el dogma que festejamos. Esto
significa que ella fue preservada inmune de toda mancha (“mácula”) de la culpa original en el primer instante de su concepción, por
singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de
Cristo. Llena de gracia desde siempre y para siempre, Ella fue, es y será toda hermosa, toda pura, adornada de todas las
virtudes y de todos los dones divinos.
El Señor es contigo. Dios
está en ella desde el primer momento, desde la concepción y para toda la
eternidad; no como en nuestro caso, pues nacemos separados de Dios y enemigos
suyos por causa del pecado original, y desde que llegamos al uso de razón,
muchas veces, por el pecado mortal, nos hacemos esclavos del demonio y
expulsamos a Dios de nuestras almas.
Bendita tú entre las mujeres. Porque
así como la mujer fue causa del primer pecado, y por él, de todos los pecados y
sus maldiciones hasta el fin del mundo; la Virgen María es causa de todas
gracias y bendiciones que recaen sobre los hombres por los merecimientos de su
divino Hijo. Nueva Eva, María vence al demonio que venció a Eva. Lo que Eva perdió por desobedecer,
María lo recuperó mediante la perfecta obediencia de su respuesta: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra (Lc. 1, 38).
Estimados fieles: todos nosotros nacimos manchados
con el pecado original, por eso somos inclinados al mal y -de hecho- pecadores,
erramos y padecemos muchas debilidades y miserias. Esta terrible e inexorable realidad
debe ser siempre un motivo de humildad para nosotros. Por pura misericordia,
con preferencia a millones de personas, fuimos arrancados de la esclavitud del
demonio mediante el santo Bautismo. Por él, de hijos de ira hemos pasado a ser hijos
de Dios. Pero cabe preguntarnos si hemos
sido fieles a la gracia y a las promesas de nuestro Bautismo, a la
vestidura de inocencia que con él se nos dio.
La Santísima Virgen María, habiendo sido preservada
de todo pecado y propensión al mal, gozaba de una perfecta paz; siendo
impecable, aún así vigilaba y oraba sin cesar. Nosotros, que somos pecadores, que estamos
fuertemente inclinados a muchos males, que vivimos rodeados de enemigos en un
mundo que se ha olvidado de Dios y que cada día demuestra mayor odio a su
Creador y Salvador, ¿vigilamos (estamos atentos) a nuestra alma, a los enemigos
de ésta y a Dios? Porque para conservar o recobrar la pureza bautismal es
necesario combatir sin descanso, huyendo de las ocasiones de pecado, de la
sensualidad, de la vanidad, de la superficialidad, de la curiosidad, de la
ociosidad, de las pasiones descontroladas, de la ignorancia, etc.
Ella vigilaba y oraba sin cesar. ¿Libramos a diario
el combate por nuestras almas mediante la oración? En este día bendito, tomemos
la resolución irrevocable de empuñar el arma invencible del Rosario, para que
por la intercesión incesante de la Virgen María, Dios quite de nuestras almas
todas esas manchas o máculas, esas inmundicias que las hacen indignas de la
condición de templos del Espíritu Santo.
Y nunca olvidemos que María Inmaculada, pese a la
distancia inmensa que hay entre su santidad y nuestra indigencia, además de ser
la Madre de Dios, es nuestra Madre. Pidámosle que nos acoja bajo su manto
maternal y que nos conduzca al Cielo, para el cual fuimos creados y donde
queremos vivir eternamente con Ella en la presencia de Dios.