El
episodio de los «curas obreros» de París no tiene la importancia que las
chácharas periodísticas le atribuyen. Desde su comienzo vimos que en ese
experimento de «apostolado clandestino» (como lo ha llamado Sulis) había
muerte, moda y mojiganga. Lo que tiene importancia es la cuestión de los curas
proletarios, y en general de los curas trabajadores. El que consiguiera que los
curas argentinos trabajaran, por ejemplo, haría un aporte importante al Plan
Quinquenal.
Desde el tiempo en que Tito Livio
en su empaque imperial injuriosamente llamó a los galos nata in vanos tumultus gens, los franceses han sido un poco
barulleros, como asimismo riñosos y madrugadores; de hecho su animal totémico
es el gallo. Así que hicieron grande alharaca cuando algunos pocos sacerdotes
suficientemente robustos para el caso, y con los más amplios auspicios del
Cardenal Suhard, se entraron sigilosamente (?) de estibadores del puerto,
mecánicos o chóferes, como quien entra en la nueva Orden religiosa de los
tiempos modernos en busca de una mayor perfección de vida.
Efectivamente,
el obrero manual es el único trabajador; el trabajo es la virtud, y la virtud
es la santidad. De modo que cuando los proletarios tengan todo el poder
sobrevendrá el Paraíso Terrenal y se podrá suprimir incluso el mismo Poder, que
no es sino una de las consecuencias del Pecado, es decir, del «Capital»; de
acuerdo a la visión religioso-maniqueo-mesiánica de Carlos Marx (ver Manifiesto
Comunista, cap. II).
De
modo que se anunció bruyamment al
mundo, como una gran cosa, que había ya «curas obreros»; y el mundo, olvidado
de que Jesucristo había llamado ya a sus Apóstoles con ese nombre («dignus est operarius mercede sua») se
admiró; olvidado que cualquier sacerdote que cumpla con su deber no tiene más
remedio que ser un trabajador que trabaja por lo menos tanto como los que
celebran el 1° de mayo; aunque a veces tenga que quedarse en su cuchitril el 1°
de mayo, trabajando con gripe, y no pueda hacer su acto de presencia.
Este
párrafo se refiere a los curas que trabajan en su trabajo; porque el que
trabaja en trabajo ajeno no es buen trabajador. ¿Y cuál es su trabajo?
«¡Oh cura! ¿con
qué trabajas / si no es con la cabeza?»
dijo el hijo de Martín Fierro.
Ciertamente
el cura no es un trabajador manual. Mas el trabajo de la cabeza es uno de los
más bravos e insalubres que existen; y es una cosa que hoy día, como lo hagas
bien y de veras, te manda quizás a la miseria y te convierte en cuanto te
descuidas en proletario, y no de cualquier clase sino de la que los marxistas
llaman Lumpenproletarier. En tiempos
más propicios a las letras y menos a las armas que los nuestros, Cervantes dijo
empero que uno de los «peros» de la vocación de «letrado» era: «Dolores de
cabeza, indigestiones de estómago», y vive Cristo que no seremos nosotros los
escritores y maestros actuales a contradecirlo, aunque en eso de las
indigestiones el peligro ha disminuido mucho, con un aumento en cambio de los
dolores de cabeza.
«La burguesía ha despojado de su aureola a
todas las profesiones hasta ahora reputadas como venerables. Del médico, del
jurisconsulto, del sacerdote, del poeta, del sabio, ha hecho trabajadores asalariados»
—dice Marx en el mismo manifiesto. Se olvidó de decir que si de muchos sacerdotes
ha hecho proletarios, de algunos ha hecho capitalistas: contraparte
inevitable.
Sacerdotes
capitalistas no son los que tienen capital (pues francamente creemos que los
obispos buenos deben tenerlo); sino pura y simplemente los que no trabajan con
la cabeza. Son simples ociosos, que viven del trabajo ajeno. ¿Y qué diremos de
los que ocupan altos puestos o manejan grandes sumas sin tener cabeza alguna
visible o ponderable?
*
* *
Se
ha cumplido entre nosotros la predicción de Carlos Marx respecto al sacerdote.
Lo mismo que en el «siglo», supuesto que la Iglesia no llene más remedio que
existir en él, en la Iglesia los «bienes» están defectuosamente distribuidos;
y los «instrumentos de trabajo» no están a veces en manos de los trabajadores
sino de los ociosos, de los perros de hortelano que no comen ni dejan comer;
simplísimo abuso capitalista que subleva con toda razón a Jaime María de
Mahieu.
Existen
naturalmente parroquias «pobres» y parroquias «ricas» que producen grandes
rentas automáticamente como predios o como feudos; y las parroquias se
adjudican entre nosotros por el más absoluto discrecionalismo, sin el menor
control o respecto a méritos, aptitudes o necesidades —por ejemplo—; y por este
tenor se podrían poner otros muchos ejemplos. La regla verdadera de la justicia
social o «distributiva» (como la llamaban los antiguos) respecto de las «entradas»
de cada uno es (según Santo Tomás) «lo que le es necesario según su estado»,
puesto que es evidente que no son las mismas necesidades en un
destripaterrones y en un monarca, y que la «producción» propia del monarca se
obstaculizaría, con daño de todos, de dársele los mismos medios de vida que al
destripaterrones; y el estado de estudioso, de intelectual, de investigador, de
doctor, tiene muchas más necesidades psicológicas, e incluso físicas y
fisiológicas, que la de un ganapán de la liturgia que se pasa el día haciendo
ceremonias. Justamente contemplando este hecho creó en otros tiempos la Iglesia
la institución de los «canónigos», que hoy día ha degenerado de su fin y de su
carácter de una manera deplorable... y absoluta —posiblemente irremediable.
Esta
decadencia (y otras que sería largo tocar) tiene sus raíces en la decadencia de
los estudios de los eclesiásticos; en suma, para hablar breve y mal, en la
haraganería. Si el fin del sacerdocio fuese hacer ceremonias, largar
bendiciones o inaugurar iglesias feas, todas esas ceremonias se pueden aprender
en menos de seis meses; y no tendrían sentido los largos años que la Iglesia
prescribe para esa vocación, hoy día «carrera», cuando no negocio.
«Hemos
puesto la religión en las escuelas; sería conveniente llevarla también a las
iglesias» —dijo don Pío Ducadelia.
Lo
menos que se puede pedir a un cura por oficio es que sepa predicar el
Evangelio. Supuesta por otro lado la fe, el saber hablar en público y un cierto
conocimiento de la Escritura Sacra debería ser un mínimum indispensable para
una ordenación sacerdotal. No se ve eso. En nuestras iglesias católicas se
predica muy poco; y eso bastante mal, en general. Es mucho más fácil hacer moralina
y perderse en consideraciones gazmoñas acerca del «pecado feo», que leer,
explicar y revivir el pequeño librito que contiene la vida y las palabras de
Cristo; el cual, entre paréntesis, habló muy poco del «pecado feo», como hombre
de buen gusto que era.
Es
más fácil: el Evangelio contiene «misterios»; los misterios son el objeto de la
fe; la fe hoy día es lo difícil. Esquivando la paradoja y la «angustia» de la
fe, la carrera de pastor de almas se vuelve relativamente fácil, reducida al
pastoreo de ceremonias. A esos curas harán bien los comunistas si llegan al
poder en imponerles un trabajo manual. ¡Y qué falta le está haciendo a algunos
buenos monseñores un buen trabajo manual! Pero por justo juicio de Dios, lo que
será imponerlo a todos: a ésos y a los otros, dado que el actual estado de la
disciplina eclesiástica en este país impone injustamente el trabajo manual a
los otros, a los que tienen vocación intelectual. Con gran prudencia impuso el
cardenal Innitzer a sus seminaristas de Viena que aprendiesen un oficio
manual: criticado por algunos «teólogos» españoles, los sucesos posteriores le
dieron la razón.
*
* *
El
argentino tiene una religión sentimental y pueril, cuando no meramente
política. Aquí no se ha producido en tantísimos años de catolicismo un solo
libro eximio acerca de la religión, porque el argentino, incluso el sacerdote,
no piensa su religión; lo cual es casi igual que decir que no la tiene; ¡y con
tantos deanes, tantos canónigos, tantos prelados, tantos profesores y
«doctores», tantas becas y prebendas, tantos edificios enormes, tantas
bibliotecas intonsas!
El
problema teológico de la fe no es el objeto de este artículo, que contempla
solamente, de acuerdo al carácter de nuestra revista, el trabajo sacerdotal en
su relación social, y sociológica. Sobre este tema escribió un sacerdote
argentino, Honorato Amándola de Tebaldi, una sensata circular que no fue tomada
en cuenta; y lo toca Hernán Benítez en su último libro. Ese trabajo anda mal, y
eso es causa oculta de muchos graves daños de toda la comunidad nacional. Si no
se lleva la religión a las iglesias, de acuerdo al pío deseo de don Pío
Ducadelia, habrá que llevar por lo menos la sociología; y no podemos excusarnos
de hacerlo, por desagradable o peligroso que nos resulte, ya que nos ha ganado
por la mano Carlos Marx; y él la ha llevado a su manera, como se verá en la
gran encuesta sobre el comunismo en que se ha empeñado nuestra revista.
Una
grave revisión y puesta a punto de los estudios eclesiásticos (la misma que
pedía Balmes para España en 1844, «La Instrucción del Clero», revista La
Sociedad, II, pág. 301) es una cosa que ya no concierne sólo a las autoridades
eclesiásticas, sino a la comunidad nacional, en su equilibrio actual y en sus
destinos futuros; que ya experimenta los malos efectos de los malos estudios
actuales, y cuyo sentimiento estas líneas apresuradas no hacen sino traducir lo
más fiel y respetuosamente posible. La joven y activa Universidad de Tucumán ha
concedido una equiparación de los estudios del Seminario Diocesano con los
suyos propios para facilitar una útil «osmosis» a la cultura nacional. Esta
medida es justa y progresista, pero supone que los estudios eclesiásticos se
pongan a una altura universitaria, sin lo cual la Universidad no puede obtener
otro efecto que sabotearse a sí propia.
Ramiro
de Maeztu ha escrito (Defensa de la Hispanidad): «El bachillerato
enciclopédico en Sud América no consigue formar sino legiones de almas
apocadas, que necesitan del alero de una oficina pública para ganarse el
sustento»; eso son muchísimos sacerdotes en nuestro país: oficinistas. Los
espléndidos atributos del «sacerdote» que hallamos en la Escritura y los poetas
profanos (como Baudelaire) no les son aplicables.
Con
gran despliegue de grandes edificios, de ostentosas ceremonias y falsos
«doctorados» la burocracia eclesiástica lanza a la circulación almas
sacerdotales apocadas, hombres que no parecen hombres, y que en realidad son
esclavos, «incapaces de la amistad», como dijo Aristóteles del esclavo; porque
dependen para su sustento absolutamente de su «oficina» de que puede privarlos
sin ambages ninguno en cualquier momento la voluntad del Obispo y echarlos a la
vía, con una «suspensión» justa o no, que en eso no hay ni control ni apelación
ninguna posible. Aquel que come su pienso de las manos de un amo arbitrario no
es libre. El que no es libre no puede ser sacerdote, en el verdadero sentido de
esa palabra. Los antiguos cánones de la Iglesia prohibían ordenar sacerdotes a
los esclavos, a los malnacidos y a los idiotas. La Iglesia Argentina (como lo
sabe la historia) ha tenido otrora por Arzobispo a un malnacido, a un
bastardo. Así le ha ido al pobre.
Sin
que creamos que el método marxista explique todos los fenómenos sociológicos,
explica, sin embargo, como «causa material» este problema que está en el tapete
y en la consideración de todos los avisados: la Iglesia Argentina enseña latín
y aquí no ha habido un solo gran latinista; enseña griego y no hay helenistas;
enseña hebreo, y la cátedra de hebreo de nuestra Facultad máxima la tiene que
ocupar un Rabino, y bien ocupada por cierto.
Se
enseñan cinco años de letras humanas y no hay sacerdotes escritores, ni
siquiera buenos oradores; se enseñan (?) tres años de filosofía, y no hay
filósofos clérigos: Alejandro Korn, un médico, tiene que inaugurar la filosofía
argentina. No hay teólogos, no hay escrituristas, no hay juristas sacros y, sin
embargo, se pretende enseñar todo eso, y se pide al Gobierno sumas ingentes con
ese pretexto. No hay un solo libro bueno sobre esas materias producido en el
país en toda su historia, que depende por tanto en eso de la producción
extranjera. Todo esto depende de inmediato de los malos estudios, o de la mistificación
y la haraganería en las «universidades» eclesiásticas; y en el fondo, del mal
uso de los bienes eclesiásticos, del nombramiento politiquero y tortuoso de
los Obispos, de la intromisión y prepotencia de algunos «Nuncios» extranjeros,
de la angurria vegetativa de algunas órdenes religiosas desordenadas y mal
gobernadas. En suma depende, como dijo poco ha el senador McCarthy hablando de
otro asunto «de un aparato burocrático que se ha vuelto pesado, rígido y ciego,
que oprime en vez de ayudar, y que ya no responde al objeto para que fue
instituido».
De
todo esto hablará dentro de poco mejor que yo el P. Hernán Benítez en un libro
que prepara sobre el estado actual de la Iglesia, según nos refieren. Pero ya
ha hablado el P. Lombardi, en un librote titulado Pío XII per un mondo migliore, que está en nuestras manos; el cual
Lombardi, «il micrófono di Dio», aunque no sea santo de nuestra devoción
propala aquí varias cosas excelentes, entre ellas una amplia revisión del
armazón externo de la Iglesia, que parece (y está) hoy día carcomido en tantas
partes.
«La
introducción más y más larga y directa de los laicos en la ciudadela
eclesiástica, tan celosa hasta hoy de la exclusividad de sus poderes» —exclama
el orador italiano, tesis que tiene por autor primero al excelso poeta francés
Paul Claudel. En suma, en vez de que los sacerdotes se «entren» de obreros,
que los obreros hagan un poco de sacerdotes en ese gran «senado de católicos»
que él propicia. También él hace notar que el manejo impersonal de los asuntos
eclesiásticos por una burocracia mecánica y ciega puede producir males espantosos,
como produjo el resentimiento y la caída reciente de un gran teólogo alemán ¡y
no de uno solo a osadas!; idea que en sus dos librotes Pío XII per un mondo migliore y Per un mondo nuovo propala el porvenirista «il micrófono di Dio»,
con bastante malhumor de la prelatura vaticana, pero con el auspicio directo de
Pío XII, según leemos en periódicos italianos.
En
1840 el ministro Mendizábal despojó a la Iglesia de sus bienes, sobre todo los
de comunidades religiosas, a los que llamó «manos muertas». El joven filósofo
catalán Balmes, entonces de 29 años, discutió con altura el suceso en su
revista La Sociedad, condenando como era obvio la injusticia intrínseca de la
medida y sus desastrosas consecuencias políticas y sociales probables; mas
terminó su alegato con una exhortación al estudio serio y a la vida
contemplativa enderezada al clero y a las órdenes religiosas. La ocasión del despojo
injusto de esos bienes la había dado pura y simplemente el mal uso de esos
bienes, como suele suceder en todos estos grandes despojos políticos; el cual
mal uso, si se contempla con una visión religiosa, es un abuso más grave en su
propio plano que el abuso subsiguiente del poder político: es un abuso casi sacrílego,
por ser bienes sacros.
Con
ejemplar prudencia y moderación, pero con coraje más ejemplar todavía, el
joven sacerdote exhorta a sus cofrades clérigos y religiosos al estudio serio
y «social», es decir, útil a la sociedad y realizado en equipo; y traza un
esquema que es todavía actual —más actual que entonces quizá— de lo que deben
ser los religiosos de ahora.
Sin
exhortarlos a que desierten sus claustros por la plaza pública o los estudios
profanos, o que se entren de changadores o almaceneros, muy al contrario;
aconseja empero su dedicación paralela o accesoria a las ciencias naturales,
hoy predominantes, como sustitutivo del antiguo trabajo manual de los monjes.
Copiar manuscritos antiguos o tejer cestos de mimbres es naturalmente inútil y
ridículo hoy con la imprenta y las maquinarias; su importancia social ha
desaparecido; y la botánica o la química deben sustituirlos en esa tarea
exterior y como manual, necesaria al contemplativo. Pero para eso es necesario
procurarse maestros eximios, habilitar laboratorios, y respetar a la inteligencia
—por lo menos no tenerle rencor, envidia o celos ruines. Hay que ponerla en su
lugar y darle los medios. Es necesario un buen uso de los bienes eclesiásticos.
Balmes mismo no tenía medios de sostener su excelsa revista; y murió antes de
los 40 años «a causa de los bárbaros disgustos con que le acortaron la vida»,
atestigua Menéndez y Pelayo.
Si
los monasterios de hoy tuviesen el aspecto de la «maqueta» que Balmes traza en
el artículo II de su trabajo, creemos que los respetarían no sólo Mendizábal
sino hasta los comunistas, sin necesidad de hacer asambleas «oceánicas» en el
Luna Park.
Parecería
pues que anda faltando en nuestro país otro Rivadavia eclesiástico que hiciera
la otra Reforma, o la única que no concluyó nuestro Mendizábal: la reforma
sociológica de los estudios eclesiásticos, para lo cual no necesitaría cambiar
nada en lo que no existe, sino simplemente instaurar con sentido social y
nacional la encíclica Studiorium Duce, a la cual se quema incienso y se ponen
ramitos de flores en todos los seminarios argentinos, pero no se cumple en
ninguno.
Lo
cual es una vergüenza y un desastre, no ya sólo para nosotros los clérigos, sino
para toda la Nación, que necesita de la inteligencia tanto o más que de
cualquier otro ingrediente, y que sin el ejercicio intenso y ordenado de la
inteligencia va perdida: como todo aquel que va a oscuras.
Dinámica
social, n.° 45 (mayo de 1954) Reproducido en Las Canciones de Militis