Los
derechos de la Iglesia evidentemente existen. Dios me libre de negarlos; pero
las obligaciones —o mejor dicho, la Obligación, también. Sólo que la Obligación
a la Iglesia nadie puede cantársela, tiene que decirla ella misma; y en cambio,
los derechos de la Iglesia tienen que decirlos los demás, para que existan;
porque no son coactivos. Cuando Cristo la fundó no le dio más fuerza que el
Verbo y la Caridad.
Esto
parece raro, pero es muy sencillo: la Obligación es antes que el Derecho.
Nosotros decimos: «estudiar Derecho»; los españoles dicen «estudiar Leyes».
Dicen mejor los españoles.
Nuestros
derechos son obligaciones que tienen los demás respecto a nosotros. Eso todo el
mundo lo ha sabido siempre, y desde 1789 ha sido puesto en limpio y repetido
hasta la hartura; porque justamente los Ideólogos del siglo XVIII, con su
«Declaración de los Derechos del Hombre», lo habían puesto en confuso: pusieron
lo que es voz activa en pasiva. Según ellos, el Hombre con mayúsculas tiene que
recibir una cantidad enorme de cosas de parte de sus semejantes, lo cual está
muy bien; se olvidaron solamente de una minucia; de que para eso, el Hombre con
mayúscula tiene primero que darlas. ¿Quién recibirá si Otro primero no da? Sin
obligación no hay Derecho. El Derecho sin Obligación es lindísimo y no tiene
más que un solo defecto, lo mismo que mi mujer: no existe.
Mis
derechos son las obligaciones de los demás; y sólo aparecen de rechazo, con
ocasión de la violación de una de ellas por parte de los otros. Para verlos
tengo que salir de mí mismo y tomar conciencia de los otros. Adán en el paraíso
no sabía que tenía derechos y sabía que tenía una Obligación. Nuestro primer
conocimiento, que es la conciencia, nos da directamente obligaciones; y sólo
como correlativo nos manifiesta derechos: las Constituyentes de 1789 no
hubiesen percibido sus derechos a la Libertad, Igualdad y Fraternidad, ni
hubiesen libertado a cinco millones de sus semejantes, ni igualado
fraternamente sus cabezas con la guillotina, si primero la «Monarquía
Cristiana» de Luis IX no hubiese empezado a degenerar en el «Estado Moderno»
de Richelieu —quizá ya desde los tiempos de su nieto Carlos había empezado a
faltar a sus deberes cristianos. La pagó Luis XVI, que no tenía mucha culpa.
Por
eso justamente la gran tradición moral de la Humanidad ha puesto la verdadera,
antigua y justa «declaración de los derechos del hombre» en forma de
obligación: «No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti». El derecho
aparece en segundo término, como voluntad de evitar un daño propio que
presupone la voluntad superior a la mía (la voluntad-ley) de evitarlo de mi
parte al prójimo; porque mi voluntad con respecto a mí es enteramente eficaz; y
en cambio, yo no soy dueño de la voluntad del otro, sino en virtud de alguna
ley que esté por encima de mí y de él. La realidad primera y profunda es la
obligación; de manera que ningún derecho tendría yo si existiera solo en el
mundo; como tampoco si no existiera algo por encima de mí. En vano el ateo
habla de «derechos», puesto que vanamente habla de obligaciones... Todo esto
es claro, muy viejo, y muy sabido. Poco practicado.
Ahora
andan hablando muchísimo de los «derechos divinos de la Iglesia» y esforzándose
por determinar si ellos abarcan también un solar en la Plaza Mayo, La Chacarita
y otros diversos fundos y fondos. Es una investigación en donde no entraremos;
ya la llevan bien los que están en ella. A nosotros nos gustaría más la otra,
la de la Obligación.
¡Qué
espectáculo grandioso, aun desde el punto de vista espectacular, sería que la
Iglesia Argentina, si es que eso existe realmente, dejase bruscamente de
hablar de «derechos», y (no saliendo de sí misma para meterse en camisa
política de once varas antes de mirarse a sí misma) rompiese repentinamente a
declarar su Obligación (e incluso las veces que no la cumplió) con grandes
golpes de pecho! Claro que los golpes no son todo; pero son lo primero de todo.
Después se puede, si es necesario, golpear al adversario... «Nada temo tanto
en este mundo como un requeté confesado», decía Indalecio Prieto.
La
Iglesia tiene una sola obligación: que es la caridad; unita, como dicen en
Salta. La Iglesia tiene poder para equivocarse en muchas cosas y fallar en
varios modos; pero no puede ser inmisericorde, porque deja de ser Iglesia;
desaparece. A una sociedad religiosa le hace más daño una sola falta de caridad
consentida, cometida y mantenida (u ocultada, que es lo mismo) que el expolio
de todos sus bienes, colegios, chacras, chacaritas, tiendas, bazares, o lo que
sean. Si por un imposible la Iglesia dejara del todo de llenar su obligación de
Caridad, todos sus derechos humanos y divinos caducarían, como caducan los
derechos de un cadáver; excepto el derecho innegable de ser enterrado. Quitada
su esencia, la Iglesia no sería más; lo cual, vamos a repetirlo, lo tenemos por
imposible, a causa de un especial milagro de Dios; el cual no lo ha de permitir
y nunca hasta ahora lo ha permitido.
La
Iglesia tiene una peculiaridad, y es que tiene llagas; pero se cura ella sola
de todas sus llagas, hasta ahora al menos; y por eso ha podido durar cerca de
dos mil años, más tiempo que casi todas las instituciones humanas.
Yo
soy también Iglesia en cierto modo, aunque mínimo y muy llagado; de modo que
nada impide que yo también tenga mi pequeña conciencia «eclesiástica», y que
ella me haga sentir la muerte del Padre Brochero; no por mí sino por nosotros;
por la Iglesia. No sé si la saben.
El
Padre Brochero fue un gran hombre de Iglesia: feo como él solo, pero de una
gran vitalidad y un gran carácter; se enfermó de lepra y murió de eso, por
hacer un acto de caridad con un leproso. Cuando él mismo quedó leproso, fue
olvidado de su Obispo, del Clero, y naturalmente, de los «fieles». De no haber
sido por una casualidad, hubiese muerto solo como un perro agusanado; y lo que
es peor, desesperado. Estando en una tapera sin poder ya moverse (o por lo
menos, cuidarse) se «amoscó», como dicen sus paisanos, es decir, la mosca verde
le puso huevos en la nariz; y la nariz, la boca y la garganta se le llenaron de
gusanos, contra los que no tenía defensa. Un sacerdote extranjero que venía de
viaje se encontró con ese espectáculo y se detuvo a cuidarlo hasta su muerte;
no por ser sacerdote, porque en ese caso lo hubiesen hecho primero los
sacerdotes de su diócesis y el Obispo, sino por ser hombre, «hombre samaritano»,
como dice el Evangelio. Era un cura rural de San Luis, viejo y rudo: tenía una
parroquia rural.
*
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Un
puntano que estaba oyendo un sermón de Semana Santa no lloraba, y todos los
demás lloraban. El vecino que estaba al lado le dijo: «¡Desventurado! ¡Vos no
llorás de lo que le hicieron a nuestro Señor Jesucristo!», y el gaucho
contestó: «Y a mí qué se me importa, si yo no soy de esta pirroquia?». Lo mismo
me pasa a mí en la discusión acerca de la Chacarita.
Los
judíos deberían saber lo que es una «pirroquia». La «pirroquia» está medio
destruida en la Argentina, pero no está destruida del todo, al menos en los
medios rurales. Los judíos son valientes y muy inteligentes (cada vez que
aparece un «benefactor de la humanidad» es siempre un judío), pero no saben lo
que les espera si se meten con las «pirroquias». En ese caso, mostrarán que son
más valientes que inteligentes.
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* *
Mas
volviendo al Cura Brochero, el Cura Brochero era cura, es decir, miembro
«jerárquico» de una sociedad espiritual, jerárquica, basada toda ella sobre el
amor de unos a otros, y más de los que están más próximos, o «prójimos». Pero
para él no hubo propiamente ni jerarquía, ni espíritu, ni misericordia, ni
prójimo; ni, por lo tanto, sociedad. El Cura Brochero había servido a esa
Sociedad en forma eminente, con toda su alma, toda su vida, con lealtad, con
abnegación, con heroísmo sobrehumano. Pero la «Sociedad» le falló en el momento
que tuvo necesidad de ella; por lo tanto, no existía. Existía un gran aparato
externo que «figuraba» esa sociedad fundada por Cristo; pero adentro no estaba
el espíritu de Cristo.
Dios
no permitió que el Cura Brochero muriese desesperado. Un sacerdote forastero
salvó el honor de Dios, del género humano, y un poco también quizás el honor de
los sacerdotes; pero ciertamente no salvó el honor del Obispo, el cual tenía
«Obligación», y por lo tanto Brochero tenía derecho de ser atendido en ese
caso.
Este
Obispo murió Obispo y atendido regiamente. Hubiera sido mucho mejor para él que
los fieles, al enterarse del caso, lo hubiesen
«desarzobispoconstantinopolizado». No hubiese sido tan atendido al morir,
quizás; pero después de morir, no hubiese tenido que rogar al Cura Brochero
que, mojando su dedo en agua, le dejase caer una gota sobre su excelentísima
lengua agusanada; ni hubiese tenido que recibir la negativa que muy
probablemente recibió —si no mienten las parábolas del Evangelio y una cierta
visión que nos contó Jesucristo.
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«Hace
miles de años, ya los egipcios pensaban que nadie
puede ser justificado después de morir, si su alma no puede decir a Dios:
«No he dejado sufrir hambre a nadie» (Libro de los Muertos, ERE, V, 478). Todos
los pueblos del mundo han creído lo mismo. Todos los cristianos nos sabemos
expuestos a que Cristo mismo nos diga: «Tuve hambre y no me diste de comer».
Nadie osará afirmar que sea inocente un hombre cualquiera que, teniendo
alimentos bastantes, consintiera que otro se muera de hambre [...] si se le
plantea la cuestión en términos generales; aunque en términos concretos quizás
lo esté haciendo él ese mismo momento» (S. Weil). Abusar es propio del hombre;
sobre todo del hombre político. Así que este pobre Obispo, que era bastante politicón,
no vio en concreto su obligación de Obispo, porque nunca fue Obispo, a no ser
en el aparato externo. Pero ¿y la consagración episcopal? La consagración
episcopal consiste justamente en la imposición de una cantidad de nuevas
«obligaciones» sacerdotales, que no tienen los que no son Obispos; no consiste
en un opíparo regalo de «derechos» comprados en Gath y Chávez. Si el Obispo no recibió de hecho la
conciencia de sus obligaciones, no fue hecho Obispo; si la recibió y no le
hizo caso, más le valiera no haber sido hecho; e incluso no haber nacido.
Otra imagen de la beatificación del Cura Brochero. Francisco ya tiene su busto en vida. |
Se
olvidó del Cura Brochero leproso, porque ya se había olvidado de él mucho
antes: jamás lo había percibido. No
lo había visto. Claro que con los ojos del cuerpo lo había visto: incluso lo
había llamado para reprenderlo y avisarle que «se metía en política» y que la
política había que dejársela a él. Pero al verdadero Padre Brochero, que no se
metía en política, no lo vio; vio un fantasma, un reflejo de su propia necedad.
Eso sí, cuando Brochero estaba repodrido y desaparecido, entonces se acordó y
avisó a Roma que había tenido un santo en su diócesis y que lo mandaran
canonizar; y si no lo hizo él, lo hicieron sus sucesores. Porque es muy fácil levantar
sepulcros de mármol a los profetas muertos; lo difícil es reconocer como
profetas a los profetas vivos, cuando todavía pesan. Un profeta muerto da dinero; un profeta vivo da disgustos.
Así
que en este caso (hay otros) falló un poquito la caridad de la Iglesia
Argentina; es decir, la Obligación; y que en consecuencia haya fallado
proporcionalmente el «derecho» es lógico, por lo menos a los ojos de Dios.
En
la Iglesia hay abusos y hay política. La Iglesia está compuesta de almas donde
Dios vive, y por eso es algo divino; pero no está compuesta de angelitos, sino
de hombres, es una sociedad de hombres, es decir, un «Gran Animal», como
definió Platón; incluso más grande que los otros animales que la rodean; hoy
día ¡ay! demasiado grande. Así que la Iglesia tiene necesidad de hacer un
mínimum de política, pues tiene un cuerpo; como el hombre tiene necesidad de
defecar; pero el hombre no se define por la defecación, a no ser que esté muy
enfermo. La política es la operación propia del Gran Animal; y el abuso vive
en la política como en la casa.
Es
curioso que los infieles vean en los abusos de la Iglesia algo especial, los ven mucho más graves que en las sociedades
civiles; y en eso tienen perfectamente razón. Pero en el mismo instante arrojan
su razón a los perros, porque niegan que la Iglesia sea algo especial entre
las sociedades (algo divino) y lo niegan en virtud de esos mismos abusos que
ellos acaban de estructurar como especiales.
Pero no se puede negar que una sociedad sea algo especial por el hecho de que
haga abusos especiales; al contrario. No se puede afirmar la existencia del sacrilegio, y en virtud de eso negar la
existencia de lo sacro. Porque
existan las espinas del puerco-espín, no puedo negar al puerco-espín. Que la
Iglesia sea un Gran Animal además de ser la Gran Esperanza, ya lo sabíamos. Y
que ella hace su política, también.
En
otro tiempo, los seglares rajásicos
(los Reyes, los Nobles, los «cardinales») eran los órganos por donde la Iglesia
hacía su política; los Obispos tendían a ser sátwicos (contemplativos) y a la actividad específicamente
religiosa, que era «enseñar»; enseñar lo «sacro». Hoy día los Obispos son los
que hacen o quieren hacer política, sin gran ventaja para el pueblo cristiano.
Paciencia, alguien ha de hacerlo. Que les sirva para la humildad saber que
ellos son hoy día los órganos de eso; y que sepan también que la diarrea es
enfermedad.
Ahora,
que sea buena política para el Estado perseguir a la Iglesia, eso yo no lo he
dicho ni una vez en todo este artículo. No sean imbéciles, las cosas obvias no
necesitan que yo las diga. Las cosas difíciles, esas son las que a mí me rinde decir.
“Pluma en ristre”, LibrosLibres, octubre
2010, págs. 143-148.