Papa Urbano VIII. |
Por
Antonio Caponnetto
“El levanta del polvo al indigente y saca al pobre
del estiércol, para sentarlo con los príncipes,
con los príncipes de su pueblo".
Salmo 112
Según
el Papa Francisco, “los obispos deben ser hombres que no tengan psicología de
príncipes”. Y ello -de acuerdo a lo que ha resaltado- para que sean “capaces de
estar velando sobre el rebaño que les ha sido confiado y cuidando todo aquello
que lo mantiene unido”.
Así
lo hizo saber en el Discurso que dirigió al Comité de Coordinación del CELAM,
el pasado 27 de julio, en el marco de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud.
Antes, según noticias que tomaron estado público el 24 de junio, había dejado
de asistir al Gran Concierto de Música Clásica por el Año de la Fe, aduciendo
que él no es un príncipe renacentista.
Es
extraño, por decir lo menos, esta recurrente manera de expresarse en el titular
de la silla petrina. La etimología de la palabra príncipe está cargada de
dignidad; otrosí su semántica, que alude a los principios inmutables y a cuanto
es principal o capital en la vida, en contraposición con todo aquello que
resulta subalterno, fluctuante o huidizo. El príncipe connota soberanía y
herencia, sucesión, primogenitura y alteza. Nada de lo que tenga que renunciar
o avergonzarse un obispo, ni mucho menos un pontífice, pues sabiamente ejercido
tal principado, ni entra en colisión con la humildad ni mucho menos con el servicio
al prójimo.
Y
aquí ya no es el idioma quien contradice el yerro bergogliano, sino la vera
historia preñada de Príncipes de la Iglesia y de Príncipes Católicos, que han
alcanzado los altares y la santidad, precisamente por el modo de ejecutar su
principalía. Suponer antagonismo entre la condición regia y el amor a los
pobres, puede ser el justo y eventual diagnóstico de una monarquía ruinosa,
donde señorea precisamente el príncipe de este mundo, pero no puede ser nunca
el punto de partida de una convicción católica. Porque como escribía Juan de
Mariana sintetizando una doctrina sempiterna: “los príncipes están puestos por
Dios para que tengan sus veces en la tierra y como vicarios suyos le semejen en
todo”.
Hasta
el día de hoy, la misma sensibilidad popular –esa actitud de las ovejas que con
razón tanto preocupan al Papa- suele reservar el sustantivo príncipe, y los
adjetivos que de él se derivan, para designar cosas admirables o amables: la
distinción, la jefatura, la enjundia, lo granado y delantero.
No;
las ovejas no siguen al pastor porque huelan en él su mismo olor borreguil y
carnero, sino porque siendo preeminente al rebaño, conoce a cada una por su
nombre y está dispuesto a donar su sangre en la custodia. No es el pastor el
que deba aborregarse, sino las ovejas quienes puedan quedar suspensas de la
palabra señera y de la guía sacrificial del pastor. “De pacer olvidadas,
escuchando”, diría Garcilaso. Máxime cuando el Pastor aquí mentado e imitado, a
la hora de hacerse Cordero, seguirá “en el medio del trono”, como anticipa el
Apocalipsis (7,17), y conservará su cetro.
Las
páginas bellísimas del texto joánico, que nos la muestran a María, la hermana
de Lázaro, derramando sobre Jesús un frasco completo de purísimo y costoso
nardo (Jn 12,1-11), narran con arrobamiento que aquel aroma especial inundó la
casa y cada uno de sus sitios. El Pastor por antonomasia traía y merecía el
ungüento más noble y más costoso. Ese mismo y divino bálsamo con el que
transformó un pesebre maloliente en el primer sagrario, y una cruz fétida en el
madero más fragante de los siglos. Misterios y milagros que saben protagonizar
los Príncipes.
En
el Segundo Libro de Samuel (7,8), quedan bien claros las conceptos: “Ahora, pues,
así dirás a mi siervo David: ‘Así dice el Señor de los Ejércitos: Yo te tomé
del pastizal, de seguir las ovejas, para que fueras príncipe sobre mi pueblo
Israel’”. Y en el libro anterior (1 Samuel, 10, 1), el panorama es aún más
transparente, si cabe: “Tomó entonces Samuel la redoma de aceite, la derramó sobre
la cabeza de Saúl, lo besó y le dijo: ¿No te ha ungido el Señor por príncipe
sobre su heredad?. Lo mismo puede leerse en el Libro de las Crónicas o en las
páginas de los profetas como Ezequiel. Es que ni la Escritura Sacra, ni los
Santos Padres, ni la Tradición viva del Magisterio, rechazaron jamás la palabra
príncipe para referirse a los pastores y al Pastor Universal.
Un
salmo tan célebre cuanto hermoso: el cincuenta, en su versículo catorce, parece
cifrar en clave poética –que es el modo más alto de acertar con la proferición
de las verdades- cuál es el significado de este principado que se le pide a los
consagrados a Dios: “Redde mihi laetitiam salutaris tui: et spiritu principali
confirma me”. Traduce Straubinger: “Devuélveme la alegría de tu salud;
confírmame en un espíritu de príncipe”.
El
Papa Urbano VIII mandó musicalizar este salmo, para ser cantado en la Capilla
Sixtina durante los maitines del miércoles y el viernes de la Semana Santa. Y
fue el Papa del Breve Comisum Vobis, de 1639, por el que aplicaba la pena de
excomunión automática al católico que practicase cualquier forma de esclavitud
contra el prójimo desvalido; y a la vez el Papa que alentó el stile antico o
prima prattica, polifonía propia del Renacimiento.
Pedir
que los obispos no se comporten como príncipes; y prohijar incluso las
conductas contrarias, como las que se vieron para escarnio de la genuina
feligresía católica en las playas de Copacabana, no es prueba de sencillez sino
de confusión; ni de modestia sino de plebeyismo; ni de servicialidad sino de
demagogia populista.
Pedir
o permitir que los obispos abandonen la virtud de la gravitas que su
investidura reclama, para contonearse al compás de una coreografía tribal, no
es estar más cerca de las ovejas sino del ridículo. Para combatir al jansenismo
se necesitan fiestas cristianas, no carnavales cariocas. Porque sólo hay fiesta
allí donde el amor se alegra, según lo dice el Crisóstomo. Su caricatura
revulsiva, en cambio, tiene lugar cuando “por una noche se olvidó que cada uno
es cada cual”, según rimaba Antonio Machado.
Los obispos que trajo la primavera del diabólico concilio Vaticano II. |
Tanto
hablar de periferia, y de la necesidad de acudir a ella para socorrerla, ha
provocado hoy esta doliente paradoja: que en la periferia han quedado la
Verdad, el Bien y la Belleza. En los aledaños, el esplendor de la liturgia; en
los suburbios la diáfana luz de la ortodoxia; en los perímetros marginales, el
sabio coraje del testimonio oportuno e inoportuno. Y desde el Papa Francisco
para abajo no parece haber almas ni brazos dispuestos a socorrer a esas indigencias
que, alguna vez, fueron el verdadero tesoro de la Iglesia. Las pocas almas y
voces bravías que a tales alrededores se allegan, caminando contracorriente, y
haciendo centinela, son castigadas de consuno por exponentes de una papolatría
tan obtusa cuanto insustentable.
Como
tales obtusos nos rondan al acecho, se nos permitirá una escueta aclaración final. No para ellos,
que no la merecen, sino para los sufrientes amigos, junto a los cuales, tantas
defecciones romanas nos resultan otras tantas mordeduras del espíritu.
Téngase
por tal aclaración que no cruzamos espadas en pro de los Príncipes de la
Iglesia, si por tal principado se entienden oropeles, orfebrerías,
enjoyamientos, o las suntuosidades
diversas del Cinquecento. Tenemos bien presente aquel relato del Maestro Eckhart. El del Niño desnudo que llega a la
puerta de un Monasterio. Interrogado por el Superior se identifica: “Soy un
Rey. Mi reino está en mi corazón. Procedo de Dios, a Dios quiero llegar”. “Si
es así pasa”, le dice el Superior. “Elige el vestido que quieras y entra”.
“Entonces, ya no sería un Rey”, responde el Niño. Ninguna pompa innecesaria o
vacua está en el blanco de nuestra defensa; aunque tampoco nos conforme la
abolición o el arrasamiento de las símbólicas majestades externas.
Pero
si ya no hemos de tener Príncipes de la Iglesia, si ya el Sumo Pontífice no
quiere ser tal sino apenas el Obispo de Roma, en paridad con el resto de los
prelados, es la naturaleza misma del Orden Sagrado la que sufre mengua, no el
volumen de la tiara o las puntillas del alba. Porque si en la naturaleza del
sacerdocio está la obligación del religioso de hacerse pastor y pasto a la vez;
también, o por lo mismo, está su condición de elegido y de consagrado; de
llamado y segregado del mundo, de tomado por Dios, como dice la Carta a los
Hebreos. De príncipe, a emulación de Aquel que anunció Isaías (9,6), como
Príncipe de la Paz. A emulación y escoltamiento de los mismos coros angélicos,
entre los cuales, a despecho de tanta semiótica democrática, hay tronos,
potestades, dominaciones y principados.
Por
los Príncipes de la Iglesia: te pedimos Señor. Por el Papa Francisco: te
pedimos Señora de los Príncipes de la Iglesia.