Les presentamos
extractos sacados del artículo Monseñor Lefebvre,
Roma y los ralliés. Este artículo fue publicado hace
aproximadamente un año en antimodernisme.info, sitio
que fue suprimido por causa de las intimidaciones de Menzingen. Este artículo
estaba destinado a luchar contra los acuerdos con Roma. Demuestra que nosotros,
en conciencia, no podemos alinearnos con la posición de los que ya hicieron el
acuerdo con Roma. Nosotros vamos a utilizar estos extractos agregando entre
paréntesis un comentario (en rojo); veremos
que esto podrá ayudarnos a ver claro en cuanto a la conducta a adoptar respecto
de Monseñor Fellay.
SAN
HILARIO
(…) Nosotros
debemos en todas las cosas actuar para agradar a Dios y no a los hombres: “¿Me
concilio con el favor de los hombres o con el de Dios? Si agrado a los hombres,
yo no seré servidor de Cristo” (Gál. 1,19).
En la crisis de la
Iglesia, nuestra intención no puede ser el buscar la seguridad de un
reconocimiento social por la autoridad eclesiástica, ni de seguir una falsa paz (con Menzingen) que
nos dispense del combate, ni establecer un acuerdo o una unidad que no es más
que una mentira.
Dom Guéranger, en
la fiesta de san Hilario, exalta el valor de este gran defensor de la fe, quien
no tuvo que combatir contra un perseguidor que amenazara las vidas, sino con
uno que seducía los espíritus, halagando los corazones para mejor perderlos (proponiéndoles un
traslado-promoción por ejemplo). El nos señaló las
quejas de san Hilario a Dios:
Oh Dios
todopoderoso, «Contra tus enemigos declarados, hubiera combatido con gozo. (…)
Pero hoy en día tenemos que combatir contra un persecutor disfrazado, contra un
enemigo que nos halaga, contra Constancio el anticristo (contra Monseñor
Fellay), quien tiene para nosotros, no golpes sino caricias,
que no proscribe a sus víctimas para darles la verdadera vida, sino que los
colma de riquezas para darles la muerte; que no les otorga la libertad de los
calabozos, sino que les da una servidumbre de honores en sus palacios; que no
desgarra los flancos, sino que invade los corazones. (…) Él no disputa el miedo
de ser vencido, sino que adula para dominar; (…) él procura una falsa unidad
para que no haya paz; él se enfurece contra ciertos errores para mejor destruir
la doctrina de Cristo; él honra a los obispos a fin de que dejen de ser
obispos; él construye iglesias arruinando la fe. (…)”
Es fácil y posible
establecer un paralelismo con las actuales autoridades de la Iglesia (y con Monseñor Fellay) en
sus relaciones con aquellos que quieren permanecer fieles a la fe, mientras que
gozan de los beneficios que se les ofrecen: honores, el abandono del combate
doctrinal, la falsa unidad.
Don Guéranger nos
da la causa de esto: el espíritu mundano, la falta de una fe profunda que
conduzca y dirija todos los actos de la vida, la costumbre de la diplomacia más que el
combate sin misericordia contra los enemigos de la fe.
Esto es lo que él dice: “En todas las épocas, la Iglesia ha tenido en su seno
los fieles a medias que, sea por la educación, por un cierto bienestar, por su
éxito, influencia o talento, permanecen entre los católicos pero que el
espíritu del mundo ha pervertido. Ellos se han hecho una iglesia humana, porque
el naturalismo habiendo falseado su espíritu, se volvieron incapaces de captar
la esencia sobrenatural de la Iglesia verdadera. Acostumbrados a los cambios en
las políticas, adeptos a los trucos por los que los estadistas vienen a
mantener un equilibrio pasajero a través de las crisis, les parece que la
Iglesia en la declaración misma de sus dogmas, debe contar con enemigos, pues
ella podría confundirse sobre la conveniencia de sus resoluciones, en una
palabra, que la precipitación puede atraer sobre ella y sobre los que
comprometerá con ella, un descrédito funesto.
CARDENAL
PIE
El Cardenal Pie
hace hablar a San Hilario como sigue: “Temo la terrible responsabilidad
que pesaría sobre mí por la connivencia, por la complicidad de mi silencio (no denunciando a
Monseñor Fellay). Temo el juicio de Dios, temo por mis hermanos que
han salido del camino de la verdad, temo por mí, pues mi deber es traerlos de
vuelta”. Y agregamos: “Pero ¿no hay reticencias
permitidas, o miramientos necesarios?” Hilario respondió que la Iglesia no
tiene necesidad que le enseñemos, y que ella no puede olvidar su misión
esencial. Esta misión es: “Ministros de la verdad, les corresponde declarar lo
que es verdad”. (Obras del Cardenal Pie, tomo 6, 14 de enero de 1870)
(Dom Guéranger, Año Litúrgico, Navidad, en la fiesta de San Hilario) (…).
DOM MARMION
Dom Marmion, La
unión con Dios, DDB 1937, pág.23:
« 1. Examinen
a fondo la intención con la cual actúan. El amor con el que ustedes actúen es
mil veces más importante que la exactitud material que aporten en sus acciones.
2- Examínense para
ver si su corazón es completamente libre:
a - en relación a
las personas;
b- en relación a
las ocupaciones, estando dispuestos en todo momento a cambiar de ocupación al
menor signo de la divina voluntad;
c - en relación a
las cosas, no quedándose con nada, ni para ustedes, ni para los otros si la
caridad lo demanda”.
MONSEÑOR FREPPEL
Los adheridos a
Roma (y
ahora los sacerdotes y fieles de la FSSPX), están amenazados
por la “peste del indiferentismo”, pues colocan la verdad y el error en
igualdad, (como
lo vimos en la Declaración del 15 de abril de 2012 que sostiene, como los
adheridos a Roma, que la misa de Paulo VI está legítimamente promulgada y que
se puede aceptar al Vaticano II, los nuevos sacramentos y el nuevo código de derecho
canónico a la luz de la Tradición). ¿Qué remedio
darles?
Pongamos atención
a la advertencia de Monseñor Freppel:
« La mayor
desgracia para un siglo o un país, es el abandono o la disminución de la
verdad. Podemos recuperarnos de todo lo demás, pero jamás nos
recuperamos del sacrificio de los principios. Los caracteres
pueden doblarse en momentos determinados y la moral pública puede recibir
alguna ofensa del vicio o del mal ejemplo, pero no se pierde nada si las
verdaderas doctrinas se sostienen en su integridad. Con ellas, todo podrá
rehacerse tarde o temprano, los hombres y las instituciones, porque siempre
somos capaces de regresar al bien cuando no hemos abandonado la verdad.
Lo que retiraría
hasta la misma esperanza de salvación, es la deserción de los principios, fuera
de los cuales nada hay sólido ni durable. El más
grande servicio que puede hacer un hombre a sus semejantes en épocas de
desfallecimiento y oscurecimiento, es el de afirmar la verdad sin
temor, aunque no la escuchen; Porque es un surco de luz que se abre a
través de las inteligencias y, si su voz no llega a dominar los ruidos del
momento, por lo menos será recogida en el futuro como la mensajera de la
salvación." (Monseñor Freppel, Panegírico de San Hilario, 19 de enero de
1873)
MONSEÑOR
LEFEBVRE
Monseñor Lefebvre
dió en marzo de 1988, algunas nociones sobre la obediencia. Helas aquí:
« Los
principios que determinan la obediencia son conocidos y tan conformes a la sana
razón y al sentido común que uno se pregunta cómo las personas inteligentes
pueden afirmar que prefieren equivocarse con el Papa, que estar en la Verdad en
contra del Papa.
« Esto no es
lo que nos enseña la ley natural, ni el Magisterio de la Iglesia. La obediencia
supone una autoridad que da una orden o promulga una ley. Las autoridades
humanas, incluso las instituidas por Dios (Monseñor Fellay) no
tienen más autoridad que alcanzar el fin asignado por Dios y no para desviarse
de él. Cuando una autoridad (ej. Monseñor Fellay) usa
de su poder en contra de la ley por la cual su poder se le otorgó, no
tiene derecho a la obediencia y debemos desobedecerla.
Se acepta esta
necesidad de la desobediencia respecto al padre de familia que alienta a su
hija para prostituirse, respecto de la autoridad civil que obliga a los médicos
a provocar abortos y matar inocentes, pero se acepta a cualquier precio la
autoridad del Papa (o de Monseñor Fellay) que
sería infalible en su gobierno y en todas sus palabras. Es desconocer la
historia e ignorar lo que en realidad es la infalibilidad.
San Pablo
reprendió a San Pedro que no “caminaba según la verdad del Evangelio” (Gal. II,
14). San Pablo alienta a los fieles a no obedecerle si llegaba a predicar otro
Evangelio que el que había enseñado con anterioridad (Gal. I,8).
Cuando Santo Tomás
habla de la corrección fraterna, hace alusión a la resistencia de San Pablo
respecto a San Pedro y lo comenta así: “Resistir públicamente sobrepasa
la medida de la corrección fraternal. San Pablo no lo hubiera hecho hacia San
Pedro si no hubiera sido su igual de alguna manera… sin embargo, hay
que saber que si se trata de un peligro para la fe, los superiores deben ser
reprendidos por sus inferiores, incluso públicamente. Esto es evidente
por la forma y la razón de actuar de San Pablo respecto a San Pedro, que
fue objeto de esta reprensión, de tal suerte, dice la Glosa de Agustín,
"que el mismo Jefe de la Iglesia ha mostrado a los superiores (como Monseñor Fellay,
por ejemplo) que si llegaran a dejar el camino recto, aceptasen
ser corregidos por sus inferiores” (Santo
Tomás. 2a. 2ae. q. 33. art. 4. ad 2).
El caso que evoca
Santo Tomás de Aquino no es quimérico ya que tuvo lugar durante la vida de Juan
XXII. Éste creyó poder afirmar como una opinión personal que las almas de los
elegidos no gozarían de la visión beatífica hasta después del juicio final. Él
escribió esta opinión en 1331 y en 1332 predicó una opinión semejante respecto
de la pena de los condenados. Él pensaba proponer esta opinión por un decreto
solemne.
Pero las vivas
reacciones por parte de los Dominicos, sobre todo los de París y de los
Franciscanos, lo hicieron renunciar a esta opinión a favor de la opinión
tradicional definida por su sucesor Benedicto XII en 1336.
Y he aquí lo que
dice el Papa León XIII en su Encíclica Libertas
praestantissimum del 20 de junio de 1888: “Supongamos que haya una
prescripción de un poder cualquiera (ejemplo: el poder de Monseñor Fellay) que
estuviera en desacuerdo con los principios de la recta razón y de los intereses
del bien público (con mayor razón con los principios de la fe), ella no
tendría ninguna fuerza de ley…” y un poco más adelante: “Tan pronto como el
derecho de mandar constituya una falta o que la orden sea contraria a la razón,
a la ley eterna, a la autoridad de Dios, entonces es legítimo
desobedecer, nos referimos a los hombres, a fin de obedecer a Dios".
Pues nuestra
desobediencia está motivada por la necesidad de conservar la fe
católica. Las órdenes que nos dan expresan claramente que son para
obligarnos a someternos sin reserva al concilio Vaticano II, a las reformas
posconciliares y a las prescripciones de la Santa Sede, es decir, a
orientaciones y acciones que minan nuestra fe y destruyen la Iglesia, a lo cual
es imposible reducirnos. Colaborar a la destrucción de la Iglesia, es
traicionar a la Iglesia y a Nuestro Señor Jesucristo.
Pues todos los
teólogos dignos de ese nombre enseñan que si el Papa (o Monseñor Fellay) por
sus acciones destruye la Iglesia, no podemos obedecerlo, (Vitoria, Obras, pp.
486- 487; Suarez, de fide, disp. X, sec. VI. n°16 ; saint Robert Bellarmin, De Rom. Pont.,
livre II. c. 29; Cornélius a Lapide, ad Gal. 2, 11, etc...) y él debe ser
reprendido respetuosamente pero públicamente.
Los principios de
la obediencia a la autoridad del Papa son aquellos que ordenan las relaciones
entre una autoridad delegada (ej. Monseñor Fellay) y
sus subordinados. No se aplican a la autoridad divina que siempre es infalible
e indefectible y que por lo tanto no supone ninguna falla.
En la medida en
que Dios comunique su infabilidad al Papa, y en la medida que el Papa crea usar
de esta infabilidad, que comporta condiciones muy precisas para su ejercicio,
no puede haber error.
Pero fuera de este
caso preciso, la autoridad del Papa es falible y de este modo los criterios que
obligan a la obediencia se aplican a sus actos. No es inconcebible que haya un
deber de desobediencia respecto al Papa.
La autoridad que
le ha sido conferida lo ha sido por fines precisos y en definitiva por la
gloria de la Trinidad, de Nuestro Señor Jesucristo y la salvación de las almas.
Todo lo que
realice el Papa (o
Monseñor Fellay) en oposición con este fin, no tiene ningún valor
legal y ningún derecho a la obediencia, mas bién obligaría a la desobediencia
para permanecer en la obediencia a Dios y en la fidelidad a la Iglesia. (…)”.
(Monseñor
Lefebvre, « La obediencia, ¿puede obligarnos a desobedecer?” 29 de marzo de 1988,
Fideliter, 29-30 de junio de 1988).