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miércoles, 19 de junio de 2013

LA REMOCIÓN DEL OBSTÁCULO






Un día los exegetas serán satisfechos en sus ardientes rebuscas acerca de aquella fuerza contenedora de la manifestación del Anticristo, que San Pablo, en su Segunda a los Tesalonicenses (2, 3-7), llama to Katéjon. Según el Apóstol, la revelación del Impío -aquel que se sentará en el trono de Dios haciéndose pasar a sí mismo por Dios- será precedida por la Apostasía y por la remoción del Katéjon u obstáculo, aquel que lo detiene. A quién se refiriera el Apóstol por tal nombre es cuestión debatida desde los tiempos de los Santos Padres. El jesuita Bóver cree que al principio de autoridad. Otros le atribuyen la vis catejóntica al arcángel san Miguel, defensor eximio de la Iglesia. Ahí está la siempre tan esclarecedora como sintética pluma de Castellani, que señala que «ese algo San Pablo lo pone en neutro y en masculino, participio presente», habiéndoles declarado sólo a los cristianos de Tesalónica qué cosa era ese Obstáculo-Obstaculizante misterioso. "A ellos sí, pero no a nosotros", exclama san Agustín. Sin embargo él, como los demás antiguos Padres, vieron el Obstáculo (en neutro) en el Imperio Romano, que con su organización política, su genio jurídico, su disciplinado ejército y su férreo orden externo, impedía la explosión de la Iniquidad siempre latente; y en el masculino participio presente, al Emperador.

Tanto fue así que al periclitar y disgregarse del Imperio de Roma bajo las invasiones bárbaras; y al disminuir gradualmente la autoridad de los emperadores, ante la asunción del poder absoluto por los reyezuelos comandantes del Ejército en grandes fragmentos del Imperio, creyeron los cristianos cercano el Anticristo. Cuando la segunda invasión y saqueo de la Urbe por los vándalos, san Jerónimo desde Belén escribe a Ageruchia que probablemente están cercanos los tiempos novísimos y el Anticristo.

No se reveló el Anticristo. Y entonces la exégesis patrística rectificó su punto de mira sin abandonarlo: el Imperio Romano es el Obstáculo, pero no propiamente su emperador personal, sino su estructura formal, el Orden Romano, que se conserva y aun se completa en la inmensa creación político-cultural llamada la Cristiandad europea. Newman admite que el Imperio ha durado hasta sus días en los "diez Reinos" que de él brotaron; e incluso un "Emperador de los romanos" ha habido siempre hasta la revolución francesa, nominal al menos y no sólo nominal en los más grandes dellos: Carlomagno y Carlos Quinto. 

Puestos en dilema tal, podemos momentáneamente proceder de lo particular a lo general para aliviar el cacumen de tan arduas elucubraciones. Y advertiremos que las interpretaciones arriba citadas resultan finalmente concordes, y admiten una cierta reductio ad unum toda vez que el analogado principal de todas ellas es la misma Iglesia. Si Dios en sus designios quiso que la sede del antiguo Imperio político se trocase en sede religiosa, habrá que afirmar que la primacía de Roma no sólo quedó en pie después de la caída de la organización cesárea, sino que se hizo aún más fuerte y durable. Los revolucionarios franceses que atacaron a la Monarquía (y pese a que los déspotas dieciochescos ya eran todo menos príncipes cristianos) entendían con ello combatir a la misma Iglesia. La remoción de ésta equivaldría a la quiebra tangible del principio de autoridad, de la máxima autoridad que haya sido instituida bajo los cielos. Y si san Miguel (conforme a aquella visión del capítulo 10 de Daniel acerca de los ángeles protectores de la naciones) es el encargado de sostener el buen combate de la Iglesia militante desde arriba, un momentáneo cese de su acción -consentido, obviamente, por Dios mismo- bien podría dar lugar a la eclosión definitiva de ese organismo político-institucional de iniquidad que viene fermentando desde antiguo, en oposición al establecimiento de la Ciudad de Dios (piénsese, en referencia a san Miguel, en la significativa eliminación post-conciliar de la plegaria que León XIII había incluido para el final de la misa, en la que se urgía la asistencia del angélico defensor). En la inexhaurible querella que la naturaleza caída le mueve a la gracia, no podría ocurrir, en el ámbito de la historia, sino una condensación creciente de las fuerzas hostiles al reinado de Cristo hasta alcanzar su propia culminación: una nueva «hora y poder de las tinieblas» cebándose ahora en el Cuerpo Místico de Cristo en el trance de aquella que es su propia Pasión.

Pero entendemos volver de lo general a lo particular, y nos permitiremos aventurar una tesis que sin dudas ya muchos habrán desarrollado, y de mejor guisa. Se trata de la identificación del papado con el Katéjon: al fin de cuentas, la figura del papa especifica la entidad «Iglesia». Muestras de la pulverización de este verdadero escollo de las pretensiones laicistas-antiteistas las podemos hallar de a manojos revistando los últimos pontificados. Piénsese (y el lector podrá agregar no pocos datos más, sin agotar con ello todo lo que el tema reclama) en el vacilante gobierno de un Paulo VI, fruto de un carácter poco afirmado que nimbó a su pontificado -y a la figura del Papa- de esa indefinición impropia de timoneles llamados a arrostrar la borrasca. A su propósito, y casi a fuer de lema de su reinado, Amerio habló de «desistimiento de la autoridad», señalando a la vez cómo la encíclica «Humanae vitae» fue abiertamente resistida en todo el orbe católico como nunca se había visto hasta entonces, dando lugar incluso a la rebelión de enteras conferencias episcopales. Juan Pablo II, con su proverbial histrionismo, logró en no pocas oportunidades el doloroso prodigio de presentar al papa a los ojos del mundo como un fantoche alegre, ora cambiando la tiara por un sombrero mexicano, ora vistiendo cualesquier aderezos en sus viajes, según el país que tocara en su orbital trayectoria. La reunión "ecuménica" de Asís en 1986, en que fue puesto a la simple par de los líderes religiosos del mundo, constituye un documento irrefragable para las perplejas retinas. Y la renuncia de Benedicto XVI, a falta de otros más signos más estremecedores, sirve a confirmar a suficiencia lo aquí esbozado.

Con sólo tres meses, a Francisco le bastó para ofrecer al menos tres señales preocupantes -por lo ostensibles- de la demolición del primado petrino, y tanto como una posible clave hermenéutica del problema del Katéjon: el rechazo de los atributos pontificios, la degradación casi diaria del magisterio y el nombramiento de una comisión de cardenales para la reforma de la Curia -y quién nos asegura que no incluso para ulteriores acciones de gobierno, induciendo así a la atomización, al finiquito del principio monárquico. Nadie puede prever qué instancias alcanzará en breve la marcha en la que se han precipitado los actores de este verdadero drama. Por lo pronto, la remoción del papado, como tantas cosas que ocurren a los ojos de nuestros contemporáneos -demasiado absortos en el doble y comprometedor cometido de sobrevivir y divertirse- pasa casi tan desapercibido como para el ganado de engorde, ocupado en pacer, pasaría el vuelo lejano de un ave junto al sol poniente, entre arreboles indescifrables. El más fragoroso desenlace de la historia se deslizaría así, como el Señor lo dijo en relación con sus parábolas, «para que viendo, no vean, y oyendo, no entiendan».

Quizás no haya símbolo más apropiado a la firmeza que el de la roca, ni pueda expresarse mejor la inmutabilidad que recurriendo a la imagen de la piedra. «Mi roca y mi refugio» llama el salmista a Dios, y Cristo se atribuye el nombre de «piedra angular», asociando tan íntimamente a Pedro con su oficio y su persona como para edificar su Iglesia «super hanc petram». Asimismo, como "obstáculo y poder que detiene", la mole pétrea resulta metáfora inmejorable.

Conmueve advertir que, mientras muchos católicos no reparan en ello, no falta algún escritor sencillamente nihilista como Massimo Cacciari que, sirviéndose de la terminología bíblica, festeja la remoción del Katéjon (que él sí alcanza a identificar con el papado, felicitándose concretamente con la dimisión de Benedicto) para el advenimiento de un eón signado por el desenvolvimiento incondicional de una vida humana titánica, irracional, sin previsión alguna ni tradiciones.

«Aquello que la crisis permanente permite hoy razonablemente afirmar es que de las transformaciones actuales no emergerán nuevas potencias catejónticas. Emergerán acaso "grandes espacios" de competición, "guiados" por élites que, si bien en conflicto entre sus diversas potencias, se caracterizan todas por una intolerancia absoluta hacia cualquier potencia que trascienda su mismo movimiento. Unidas sólo por su común apostasía respecto de la edad cristiana.

Mucho más no parece que nos sea dado conocer. Prometeo se ha retirado -o ha sido nuevamente crucificado a su roca. Y Epimeteo ronda por nuestro globo, destapando siempre nuevas cajas de Pandora» (De Il potere che frena, Adelphi, Milano, 2013).